* * *
El tiempo ha pasado con
fugacidad, y la marea ha subido y bajado miles de veces desde aquel día
en que abuela se marchó. Miles también han sido
las veces que me he acercado a la marina para tan sólo mirar hacia
el sur y beber un
trago de coñac.
Hace una semana, por primera vez, vi que llovía
al revés, y sorprendido llegué
a comprender que los conejos, en realidad, no ponen huevos. Pensé
en ella y comprendí que mi hora ya se
avecinaba. Se lo dije a mi nieto y me respondió
que seguramente había bebido demasiado café. Instintivamente,
fui al viejo baúl
y allí encontré la ya amarillenta carta de navegación
que años atrás
había utilizado para trazar
la ruta que había seguido. La comencé
a estudiar afanosamente. Quería
desembarcar en el mismo sitio donde ella lo había hecho.
De pronto comprendí que las
flechas que indicaban la dirección de la corriente apuntaban
hacia el noreste y no hacia el sur, como había creído. La
había leído al revés. Un
hondo pesar me recorrió el cuerpo. Entonces, me la imaginé
congelada
con su vestido de luces en harapos y el parasol destelado, muriendo sola
como una vieja vikinga tropical, envuelta en un témpano de hielo
frente a las
costas noruegas.
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