El tiempo ha pasado
con
fugacidad, y la marea
ha subido y bajado miles de veces desde aquel día en que abuela
se marchó. Miles también han sido las veces que me he
acercado a la marina para tan sólo mirar hacia el sur y beber
un trago de coñac. Hace una semana, por primera vez, vi
que llovía al revés, y sorprendido llegué a comprender
que los conejos, en realidad, no ponen huevos. Pensé en ella
y comprendí que mi hora ya se avecinaba. Se lo dije a
mi nieto y me respondió que seguramente había bebido demasiado
café. Instintivamente, fui al viejo baúl y allí
encontré la ya amarillenta carta de navegación que años
atrás había utilizado para trazar la ruta que había
seguido. La comencé a estudiar afanosamente.
Quería desembarcar en el mismo sitio donde ella lo había
hecho. De pronto comprendí que las flechas que indicaban
la dirección de la corriente apuntaban hacia el noreste y no hacia
el sur, como había creído. La había leído al
revés. Un hondo
pesar me
recorrió el cuerpo. Entonces, me la imaginé
congelada con su vestido de luces en
harapos y el parasol destelado,
muriendo sola como una vieja vikinga
tropical, envuelta
en un témpano
de hielo frente a las
costas noruegas.
La sirena me sacó
de lo que creía era un oscuro
letargo, mientras alguien gritaba:
--Mouth to mouth. Give him mouth to mouth.
Get some air into his lungs. Hook him up to the machine!
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