El País Digital
Sábado
21 marzo
1998 - Nº 687

Pujol tiene razón

FERNANDO SAVATER

Vivimos en un país tan raro que los políticos sólo piden disculpas cuando dicen la verdad. Será para no sentar precedentes peligrosos. Es lo que ha hecho Jordi Pujol, tras preguntarse retóricamente a quién tienen que dejar de matar los catalanes para caer tan simpáticos como los vascos. Por descontado, cuando Pujol dice «catalanes» quiere decir «nacionalistas catalanes» y cuando dice «vascos» se refiere a los nacionalistas vascos, como prueba el que le haya ofrecido las excusas no sólo a Ardanza sino también a Arzalluz, pero no a Iturgaiz o a Rosa Díez. Una vez aceptada esta sinécdoque inevitable (ser nacionalista siempre consiste en tomar la parte por el todo), hay que reconocer que su políticamente incorrecta imprecación resulta sociológicamente de lo más atinada. Expresa un dolido reproche al comprobar que quien logra privilegios al socaire de la violencia mientras la deplora como un mal atroz pero inevitable obtiene la ventaja añadida del estatuto de víctima, negado a quien los obtiene sólo a fuerza de astucia política. No entiendo por qué la consternación pública de esta evidencia debe despertar mayor escándalo que la evidencia misma, asumida con dócil resignación.

Las contritas disculpas de Pujol han coincidido en la actualidad mediática con la filtración del documento de Ardanza, que verifica inapelablemente lo por él antes dicho y luego deplorado. Por cierto, esa filtración -lo mismo que antes la de recientes cartas psicópatas de etarras y la posterior de testimonios sobre la sabida deslealtad de Arzalluz al Estado democrático- ha despertado protestas y recelos: nuestros políticos están tan convencidos de su eficacia que consideran dañino cualquier exceso de información a la opinión pública, no sea que el vulgo torpe vaya a estropear con su griterío las brillantes carambolas que nos preparan. Del documento mismo todo el mundo coincide en salvar -y yo con ellos- la buena voluntad del lehendakari y sus asesores, entendiendo por buena voluntad su convicción de que están proponiendo lo que consideran mejor para Euskadi. Lo malo es que, como se ha señalado antes, los nacionalistas confunden a menudo sus intereses de parte y de partido con el bien común, sinécdoque errónea que puede llevar a la mejor de las voluntades a empedrar el infierno. Y además ninguna buena voluntad garantiza el acierto estratégico ni disculpa contrasentidos palmarios como los que se dan en ese voluntarioso escrito. Pero ¿se nos concederá al menos, con todas las debidas reservas, cierta buena voluntad a quienes lo criticamos?

Arriesguémonos otra vez. El documento tiene tres problemas principales: parte de una premisa discutible presentada como dato indudable, propone un sistema de conciliación difícil de asumir por la parte no nacionalista del conflicto y aspira a una solución cuya verosimilitud resulta más que dudosa. Parte de la premisa de que ETA nunca podrá ser puesta fuera de combate por medios exclusivamente policiales (también menciona que HB no renunciará a sus ideas antisistema sin una contrapartida política, lo cual no es problema del mismo rango porque HB tiene derecho a pensar como le dé la gana siempre que no apoye sus programas en encapuchados y pistolas). Pero ¿es seguro que ETA no puede ser vencida o suficientemente neutralizada policialmente? Hay algunos antiguos mandos de Interior que lo creen así y conociéndoles uno tiende a darles la razón, pero sólo mientras sea gente como ellos los que lleven la lucha antiterrorista. ¿No podrían obtenerse mejores resultados con otros responsables menos dados a la chapuza parapolicial o a la rendición, con más coordinación con la policía francesa, con todos los cuerpos de seguridad armonizados y sin que ninguno de ellos funcione con el freno de mano echado por razones políticas? La duda es, por lo menos, razonable.

El sistema de conciliación entre los partidos y HB ha de plantearse según el documento partiendo de la Constitución y el Estatuto pero «sin límites», es decir, como si la Constitución y el Estatuto no existieran. Así ha de enfrentarse el meollo del asunto, a saber «la cuestión nacional». Lo malo es que muchos pensamos que en Euskadi lo que hay no es una cuestión nacional sino una cuestión nacionalista, que no es lo mismo. La cuestión no es resolver el estatuto nacional de los vascos, cosa que poco inquieta hoy a la mayoría de ellos, sino en contentar las demandas de los nacionalistas más radicales, que son quienes plantean por las buenas o por las bravas esa prioridad. El único incentivo que cabe imaginar, por tanto, es hacer a ese colectivo minoritario algunas concesiones de mayor hegemonía nacionalista, las cuales no consiguen obtener sin ampararse en la necesidad de acabar con la violencia. Lo malo no es ir más allá de la Constitución, que no es inmodificable, sino reformarla bajo el peso de amenazas y según el criterio de los violentos aunque sean minoría. No es verdad que vaya a hacerse lo que quiera «la mayoría de los vascos», sino en todo caso lo que querrá la mayoría de los vascos para que dejen de amenazarles con las armas. Claro, esto es más fácil de asumir por los nacionalistas -a los que no desagradan del todo las reclamaciones de los violentos- que por los no nacionalistas. Imagínense que la cosa fuera al revés, que los terroristas pusieran bombas en las ikastolas para eliminar la enseñanza del euskera o que atentasen contra los cargos nacionalistas que exhiben en locales públicos la ikurriña en lugar de la bandera española. ¿Aceptarían también de buen grado en este caso los nacionalistas un debate «sin límites» constitucionales con los intransigentes?

Y por último, la solución del conflicto a que se aspira resulta inverosímil. Se dice que hay que proporcionar al MLNV algún «incentivo» político para dejar la violencia. Pero lo que no se explica es por qué este reconocimiento parcial de la rentabilidad del terrorismo llevará a su abandono en lugar de a proseguirlo con tanto mayor ahínco para obtener el resto de lo que se pretende. Cierto, se impone a ETA la condición de cesar en el uso de las armas: pero se le autoriza a dejarlas sobre la mesa de negociaciones, desde donde vigilarán a los negociadores... que si no fuera por su amenaza no estarían negociando nada. Según el documento, los mismos que van a conceder a los violentos parte de lo que reivindican les exigirán que no sigan pidiendo nada más. ¿Con qué argumentos? Ardanza dice creer que al final del proceso el País Vasco gozará de un engarce aún más cómodo y sólido en el Estado español. Pero ¿es ese engarce lo que pretende violentamente el MLNV? ¿Se conformarán con cambiar de postura en la cama los que quieren levantarse de ella? ¿No se guiña el ojo a los terroristas insinuando que una vez quitado con mucho respeto el tapón a la bañera constitucional nada podrá impedir que se vaya toda el agua? En resumidas cuentas: ¿la paz ha de basarse en una recompensa a ETA por dejar la violencia o en un castigo eficaz por ejercerla?

Éstas son las objeciones a las que habría tenido que responderse en la reunión de Ajuria Enea, donde el documento nacionalista fue presentado sin más como un «lo tomas o lo dejas» cuyo lógico rechazo debió ser asumido por Iturgaiz, mientras Nicolás Redondo se escondía cobardemente detrás de él. La situación en Euskadi se parece mucho a la descripción que Josu Elorrieta, el José Solís de nuestro sindicato más patriótico, hace en una entrevista para Egin sobre lo que pasa en Navarra, esa obsesión del expansionismo nacionalista: «Aquí el problema es el navarrismo, que niega los derechos ciudadanos y colectivos a todos los que no están con el régimen. El navarrismo legitima las mayorías políticas y sindicales y los medios de comunicación, de forma que todos los demás quedamos excluidos». Si se cambia «navarrismo» por «nacionalismo vasco», queda expresado lo que pensamos los no nacionalistas de la CAV y nuestras objeciones a soluciones de paz como las del documento Ardanza. Lo que pasa es que no sabemos a quién debemos dejar de matar para caer simpáticos.

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