El País Digital
Lunes
20 octubre
1997 - Nº 535



El hombre desmesurado

Manuel Fraga se ha refugiado en Galicia para seguir colmando su ambición de gran estadista


Caricatura de
Sciammarella.
XOSÉ HERMIDA, Santiago de Compostela
En algunos mítines de la última campaña, Manuel Fraga blandía un libro ante el público y explicaba con tono a la vez expeditivo y didáctico: «Los demás tienen un programa, pero nosotros tenemos 26 tomos » . Es dudoso que muchos gallegos se hayan dado a tal clase de enciclopédica lectura antes de reflexionar si entregaban su voto a don Manuel. Tampoco resultaría fácil encontrar a algún ciudadano de a pie que se hubiese aventurado con los doce libros blancos del programa de Gobierno que presentó Fraga en 1989, en sus primeras elecciones gallegas, o con los nueve tomos que recogen su propuesta de Administración única.

Pero a este hombre que cumplirá 75 años el próximo 23 de noviembre, «el decano de la política española», como él mismo se encarga de recordar, le fascinan las hazañas numéricas, las cifras mastodónticas, las marcas más inverosímiles por absurdas que puedan llegar a parecer. Cada fin de año, el gabinete de prensa de la Xunta difunde un resumen hagiográfico sobre la actividad que ha desarrollado en los doce meses. El balance consiste siempre en una sucesión de dígitos espectaculares: decenas de inauguraciones, centenares de discursos, miles de audiencias, decenas de miles de kilómetros... Cualquier desmesura es imaginable en Fraga, hasta recorrer uno a uno todos los ministerios en un día, con su chófer y los periodistas jugándose la vida en un enloquecido rally por todo Madrid.

Él mismo contó en una ocasión que, recién llegado a Londres como embajador, en 1973, decidió atenerse a una norma de cortesía diplomática, que nunca nadie había cumplido, y visitar uno por uno a todos sus colegas. Tras recorrer más de un centenar de legaciones, concluyó la gira con el representante de la isla de Tonga. El hombre estuvo a punto de derramar lágrimas de emoción porque era la primera vez que otro embajador se acordaba de su existencia. Durante esa misma época, el ritmo de comidas y cenas de trabajo en el edificio de la misión diplomática española era tal que ningún cocinero soportaba más de cuatro meses en el puesto. Por eso no debe de extrañar que en esta campaña haya repetido que no le bastaba un simple victoria. Quería «la mayoría más grande», una «goleada», «arrasar» a sus adversarios, propinarles una «paliza monumental».

De esa desmesura han nacido sus gestos y frases más célebres, desde el encararse a pecho descubierto con manifestantes que le increpaban hasta el famoso «la calle es mía», que él jura no haber pronunciado nunca, o la temeridad de llamar «mis prisioneros» a los líderes de la oposición democrática que, como ministro de la Gobernación, ordenó detener en vísperas del 1 de mayo de 1976. Incluso a una personalidad como él los años le han infundido mayor templanza, pero, aun así, en los últimos días han vuelto a oírsele verdaderas joyas retóricas: en más de una ocasión repitió que los socialistas son responsables de que «todos los pederastas se hayan venido a España pensando que esto es Jauja»tras haberse retirado del Código Penal el delito de corrupción de menores.

Entre los gallegos que no simpatizan con Fraga se suele ofrecer una explicación genética para separar su carácter de los rasgos prototípicos de la población del Noroeste peninsular. Esa personalidad volcánica y temible la habría heredado de su madre, vasco-francesa, una severa mujer, impregnada de puritanismo católico y de los valores de la disciplina a rajatabla. Es una teoría similar a la que maneja el periodista Anxel Vence en su divertida biografía Doctor Fraga y Mister Iribarne, título que alude metafóricamente al mito literario de Jekyll y Hyde. El libro sostiene que la influencia materna fue mitigada por el carácter más tolerante y abierto del padre, un hijo de labradores que emigró a Cuba, donde conoció a su esposa, y llegó a ser alcalde de Vilalba (Lugo), el pueblo donde nació el futuro ministro de Información y Turismo de Franco.

Esa hipótesis de los dos Fraga explicaría las asombrosas contradicciones de su vida. Porque este hombre, que siempre ha pasado por la quintaesencia de la firmeza y las convicciones invariables, es capaz de decir una cosa con la mayor contundencia para a continuación hacer exactamente lo contrario. Durante los últimos cuatro años, cada vez que un periodista insistía en preguntarle si iba a desdecirse de su promesa de abandonar el cargo al final de la legislatura, Fraga estallaba de furia, ofendido porque se pusiera en duda su palabra. Luego, una mañana de mayo de 1996, se presentó ante esos mismos informadores para anunciar que volvería a ser candidato y respondió con la misma colérica sequedad a las preguntas sobre las razones de su cambio de actitud.

De modo similar, en el verano de 1989, cuando hacía campaña para reconquistar el Gobierno autónomo, entonces en manos de socialistas y nacionalistas, Fraga calificó a Fidel Castro como «el hombre que más daño ha hecho a Galicia después de Almanzor», el caudillo árabe que robó las campanas de la catedral de Santiago. Pocos meses más tarde, se abrazaba con el comandante en el aeropuerto de La Habana. Ya mucho antes había dado pruebas de su versatilidad: el adalid de la liberalización del franquismo, despechado por que fuese Adolfo Suárez el elegido para pilotar la transición, formó un nuevo partido con algunos de los más recalcitrantes dinosaurios de la dictadura.

Fracasados sus sucesivos intentos de alcanzar la presidencia de la nación, Fraga se refugió en Galicia, donde encontró un Gobierno de pequeño tamaño, pero con los suficientes instrumentos para seguir colmando su ambición de gran estadista. Tiene una televisión y un aparato de propaganda dedicados las 24 horas del día a exaltar su figura; recibe a dignatarios extranjeros y protagoniza golpes de efectos con visitas a dictaduras exóticas, como Cuba, Irán o Túnez; cuenta con una gran masa de seguidores que le adora y un grupo de consejeros que conspiran a sus espaldas, pero en su presencia le profesan respeto reverencial; preside inauguraciones de obras, seminarios, congresos, actos castrenses, ceremonias religiosas...

El fallecimiento de su esposa, Carmen Estévez, en 1996, le dejó visibles secuelas. Fraga está más envejecido, se emociona en público con asiduidad, se le ha agravado su desgaste de cadera y antes del verano pasó cinco días fuera de combate por una intoxicación alimentaria. Pero en eso también le ayuda su carácter desmesurado y, a pesar de la edad y las dificultades físicas, sigue asombrando con sus derroches de energía. Su escaso tiempo libre, aseguran sus allegados, lo dedica ahora a los nietos.

Su propósito es entrar en el siglo XXI como presidente de Galicia. El mandato lo agotaría con 79 años. Después, dice, «ya se verá». Si repasamos los antecedentes, no será difícil concluir que hasta el final de sus días será capaz de cualquier cosa.

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