El País Digital
Lunes
27 octubre
1997 - Nº 542



La Galicia emergente

Un país joven y tradicionalista, laico y socialdemócrata bulle tras el auge del Bloque Nacionalista Galego


Un seguidor abraza a Beiras durante un mitin
de la campaña electoral (L. R. Villar).
MANUEL RIVAS
Galicia, dijo en un momento de amargura el etnógrafo Florentino Cuevillas, es un país que quiere suicidarse y no lo consigue.

Todo parece estar en crisis en las montañas de Lugo. También la iglesia católica. Son frecuentes las noticias en la prensa gallega que hablan de protestas vecinales contra párrocos sin escrúpulos. Uno que vende la pila bautismal o la imagen de la virgen venerada. Otro que pretende talar el bosque centenario de la parroquia. Un tercero que, en un arrebato, sube al campanario con una azada y destruye un nido de cigüeñas. Existen, claro, curas ejemplares, que hacen las funciones de una ONG y hasta de psiquiatras.

Pero hay unas aldeas donde la Iglesia está especialmente viva, renovada, y los fieles acuden a la misa como a una asamblea de hermandad. En la aldea de Labrada, en la comarca montañosa limítrofe con la Terra Chá, quien dice misa es una mujer, casada y con hijos. Puede sonar extraño en la era de Juan Pablo II, pero fue la única alternativa para no cerrar los templos y hasta el muy conservador obispo de Mondoñedo, monseñor Gea Escolano, respalda sin recelo a las sacerdotisas. Lo único que les está vedado es la consagración, que realiza periódicamente alguno de los párrocos que sobrevive en la zona. Desde hace años, en Labrada, como en otros lugares, a verba de Deus, la palabra de Dios, tiene por voz a una mujer que todos los parroquianos alaban por su bondad. Esa mujer se llama Henar Román y es militante del Bloque Nacionalista Galego y del Sindicato Labrego Galego.

O Bloque, como se le conoce popularmente, es una fuerza laica. En sus emblemas no figura una cruz, ni siquiera la de Santiago o el cáliz del Santo Grial, sino una estrella roja sobre el campo azul y blanco de la bandera gallega. Pero el gesto de Henar, más allá de las creencias, tiene un valor simbólico. Suelen ser los del Bloque, con voluntad de supervivencia, los que sostienen el tradicional hábitat de la casa del padre, los que resisten el naufragio rural, seguramente acelerado en los próximos años. Por decirlo de otra forma, los hijos rojos de la aldea, los rebeldes de antaño son ahora los hijos pródigos. Los que no la abandonan a su suerte.

En las listas de diputados electos por el Bloque veo un nombre, Emilio López Pérez, Milucho, que me conduce a un recuerdo. Éramos estudiantes universitarios en Madrid. El becario Milucho estudiaba Sociología y Ciencias Políticas. En la época del tardofranquismo, aquella facultad de la Complutense era un hervidero revolucionario, un escenario de primavera política y cultural sitiado con frecuencia por los grises. Milucho era exactamente igual al que ahora veo en la foto. Lloviese o no, iba enfundado en una gabardina. Listo, agudo, parecía salido siempre de la feria de Monterroso y no del metro de Moncloa. Estaba al tanto de todo lo que sucedía en Galicia, se publicase o no en los periódicos. Era evidente que tenía una radiofonía secreta. Cuando en las asambleas algunos trotskistas o maoístas defendían la necesidad de abandonar las podridas aulas y mimetizarse con el pueblo obrero y campesino, se adivinaba en el callado Milucho una sonrisa socarrona. Él no tenía que romper con nada. Lo único que tenía que hacer, y lo hizo cuando terminó los estudios, era volver a su pueblo, junto a sus padres campesinos. El pez en el agua. Le había perdido la pista, pero años más tarde, ya en Galicia, volví a saber de él gracias a las imágenes de un noticiario. Allí estaba Milucho. Dirigía una tractorada, una protesta campesina a lomos de un John Deere.

Lo hasta ahora contado puede dar lugar a una conclusión equívoca. El Bloque Nacionalista Galego, que ha conmocionado la política española con sus resultados en las elecciones gallegas, no es un movimiento ruralista. De hecho, sus mejores resultados los obtiene en las grandes ciudades. En Vigo, A Coruña, Santiago, Ferrol, Lugo y Ourense se pone por delante de la coalición liderada por los socialistas. Lo mismo ocurre en gran parte de las villas de mediano tamaño. Y, lo que es más significativo a efectos de análisis, la suma de votos nacionalistas y progresistas en estas áreas supera casi siempre a los obtenidos por el indiscutible triunfador, el Partido Popular.

El mundo del Bloque Nacionalista
Galego se presenta como una antinomia
del universo fraguista. No sólo
como relevo político. Es una Galicia
subterránea, alternativa,
que va emergiendo, sin graves convulsiones,
como una realidad geológica.

En Galicia, la diferencia campo y ciudad no es una dicotomía rotunda. Es un tránsito sociológico con muchas idas y venidas. El obrero excedente de Astano que cultiva un huerto. El ganadero que invierte en inmuebles urbanos. El inmigrante urbano que compra su coche con la tala del bosque paterno. La abuela pensionista que acoge al nieto en paro. Los hipermercados del extrarradio urvbano son el fin de semana hiperfeiras a las que acuden las gentes del medio rural. En las épocas de cosecha o de fiestas, es la ciudad la que emigra al campo. Para muchos mayores, la ciudad y la emigración fue una meta liberadora para salir de la autofagia. En ese movimiento, semejante a la lanzadera de boj de un viejo telar, son ahora los jóvenes, las que podríamos llamar generación Bravú y generación Xabarín (Jabalí), los que vuelven la mirada hacia A nai terra (la tierra madre), con un bagaje cosmopolita que se confunda con lo local, que entrelaza la sensibilidad ecologista y cultural. Los abuelos de esos jóvenes hablan en gallego, pero para sus padres, educados en el ciclo franquista, era parte del hatillo que había que abandonar. El prestigio, la corbata, la subida en el escalafón social eran incompatibles con el uso del gallego, relegado a la condición de código para pobres, aldeanos y pescadores. Pero la llamada lengua materna sobrevivió, en efecto, como un hilo de leche. Muchos jóvenes urbanos vuelven a ella o ven con simpatía su cultivo. Y asocian ese resurgir con la tenacidad del Bloque. Allí donde hay un militante del Bloque hay un propagandista de la lengua y la cultura gallegas. Los defensores de las raíces recogen ahora sus frutos.

«Entro, pues, en el campo tenebroso del pasado de Galicia con toda mi independencia moral e intelectual, y sin más auxilio que el de Dios». Así emprendía Benito Vicetto, en 1865, la tarea de escribir una completa Historia de Galicia. El excomulgado se encomendaba a Dios. Y hacía bien, porque nadie más iba a echarle una mano. Cuando Manuel Murguía, casado con Rosalía de Castro y gran precursor galleguista, empieza a escribir su propia Historia de Galicia acomete la obra como «una sagrada empresa». Durante años, con mil penalidades, Vicetto y Murguía quemaron las pestañas a la luz del quinqué. Militaban en el republicanismo federalista. ¿Por qué invocaban a Dios? Creían estar conjurando un suicidio. Cien años después, los precursores del Bloque tenían al menos un rasgo en común con Vicetto y Murguía. Una fe a prueba de amarguras en la empresa política, que era a la vez cultural y social. Crearon una miríada de asociaciones culturales y vecinales, encabezaron las primeras protestas ecologistas, impulsaron sindicatos que parecían tener un futuro imposible. Tanteando, lamiendo las cicatrices fratricidas, aprendiendo de los muchos errores, pero indesmayables, han ido entrando en sintonía con el pueblo al que pretendían redimir.

Referencia de gestión modélica La CIG (Confederación Intersindical Galega) tiene ahora el 26% de los delegados sindicales y es la primera en representatividad en la provincia de Pontevedra. El Sindicato Labrego Galego es el más activo en el campo y su base más sólida son los jóvenes ganaderos y agricultores que no se resignan al lento suicidio. Los pocos municipios gobernados por el Bloque, como Fene (Ferrol), Corcubión (Costa da Morte), Cangas (península del Morrazo) o Allariz (Ourense), son ya una referencia de gestión modélica . Allariz es un paradigma. Una temporada de sequía, mientras el río bajaba con un manto de truchas muertas y los grifos escupían aire, el antiguo alcalde regaba su césped. Cansada de un caciquismo que la conducía al suicidio, la conservadora villa les dio el timón a los jóvenes del Bloque. Cuatro años después, Allariz recibía el premio europeo a la mejor labor de rehabilitación urbanística.

El mundo del Bloque Nacionalista Galego se presenta como una antinomia del universo fraguista. No sólo como relevo político. Es una Galicia subterránea, alternativa, que va emergiendo, sin graves convulsiones, como una realidad geológica. Según la empresa Sondaxe, el 57% de los votantes primerizos se inclinaron por el Bloque en las pasadas elecciones. Ésa es también la impresión de Pilar del Castillo, responsable del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS).

Manuel Fraga, Don Manuel I de Galicia, como le llama su irónico biógrafo Anxel Vence, hace gala, con razón, de su desvelo laboral en la presidencia de la Xunta. La luz de su despacho es la primera en encenderse. Y eso se valora mucho en un país que asocia el trabajo con el honor. En su Derecho a la pereza, Paul Lafargue incluía a los gallegos entre las cinco razas «malditas» por su querencia desmedida por el trabajo. Hay algo que asemeja a Fraga y a un militante del Bloque. Son hiperactivos y se multiplican. Si el Manolito de Mafalda parece una recreación infantil de Fraga, los del Bloque son como manoliños pero en rebelde. En la campaña electoral no toman nada prestado. Toda la organización -13.000 afiliados- se transmuta en empresa de agit-prop.

«Acudiré donde haya un gallego con problemas, aunque sea en el infierno», declaró Fraga en una ocasión. Y ahí consta su viaje a Cuba, controvertido en el exterior pero muy bien entendido en Galicia. Pero cuando este año fue detenido y encarcelado en Miami el empresario gallego Javier Ferreiro, por supuesto incumplimiento de la ley estadounidense que prohíbe comerciar con la isla, sólo hubo un parlamentario gallego que llevó el asunto a las Cortes españolas y movió cielo y tierra a favor del preso. El nacionalista Francisco Rodríguez. La familia coruñesa Ferreiro es conservadora de toda la vida. El padre del empresario, simpatizante del PP, agradeció los desvelos de Rodríguez y anunció que se pasaba a los abstencionistas. Al infierno sólo bajó, en esta ocasión, uno del Bloque.

La figura de Xosé Manuel Beiras ha sido decisiva en la eclosión nacionalista. Para empezar, tiene un aire de profeta laico, de héroe romántico, que enamora a la cámara. Lo decían con claridad los operadores de televisión y los fotógrafos foráneos que siguieron los comicios: «Este hombre es una mina. Nos ha salvado la campaña». Pero esa emersión nacionalista sería incomprensible sin ese tenaz factor humano, con moral, como diría Murguía, de «sagrada empresa».

Un concejal ferrolano le entrega a Beiras una batuta de director de orquesta. A Beiras le gusta la música y es un buen pianista en horas libres. Sus padres, comerciantes de tejidos en Compostela, le dieron una educación esmerada, que incluía, cosa excepcional en la época, la cultura gallega, la historia proscrita. El padre había pertenecido al Partido Galleguista y guardaba, por así decirlo, la llave del arca. Pero la batuta que le entregan a Beiras es para dirigirse a un público que abarrota el pabellón de deportes desde un atril con la leyenda: «Un presidente para todos».

Tengo en la retina, casi en sepia, otra imagen. Año 72, creo. Una reseña de prensa habla de la aparición del libro O atraso económico de Galicia, obra de un joven catedrático de estructura económica en Santiago llamado Xosé Manuel Beiras. La foto muestra un hombre de mirada juvenil, pero aspecto muy formal, acorbatado y con corte clásico. Nosotros éramos unos críos coruñeses de bachiller que descubríamos la oposición antifranquista. Le pregunté a un veterano comunista si conocía a ese hombre y me respondió secamente: «Es un pequeño burgués». Fui a la conferencia de Beiras. Era un público heterogéneo y no faltaban personajes de la burguesía liberal coruñesa. Fue una exposición brillante que nos impactó como una revolución en el sentido de la vista. El atraso tenía causas históricas, remediables. El destino no tenía por qué ser un fatal suicidio. En aquel entonces, algunos le llamaban a Beiras « O principiño » . Era la promesa del galleguismo. Había fundado en 1963 el PSG, un grupo socialista democrático, muy europeísta. Un estreno de lujo en el Finisterre franquista.

Lo extraño no es que surja
ahora con éxito el nacionalismo
gallego. Lo sorprendente,
históricamente, es
que no haya cuajado antes

Conocí más tarde a Reimundo Patiño, un personaje genial. Fue uno de los fundadores, en 1964, de la Unión do Povo Galego, junto con una docena de personas entre las que figuraban los escritores Celso Emilio Ferreiro, Méndez Ferrín, María Xosé Queizán y Manuel María. Su pretensión es crear un «frente de liberación nacional». No se habla entonces de ecologismo, pero es significativo que el grupo surge en el calor de la protesta por la inundación del fértil valle de Castrelo do Miño para la construcción de un pantano. La historia de la UPG es muy convulsa en los años sesenta y setenta, con momentos de expansión y de purgas fratricidas. Hubo incluso un intento de crear un frente armado. El responsable, Ramón Reboiras, murió tiroteado por la policía franquista en Ferrol. La mayoría de los fundadores habían ido desgajándose. A Reimundo Patiño, pintor y pionero del cómic gallego, también le llamaron «pequeñoburgués», en una de esas trifulcas. Y él respondió con humor: «Soy un pequeño burgués con una casa tan pequeño burguesa que tengo que pintar de refilón».

Pese al humor, la impresionante obra de Reimundo Patiño, fallecido en 1985, tiene la fuerza expresionista de un Munch gallego. Es un grito contra el suicidio.

Lo extraño no es que surja ahora con ímpetu un nacionalismo gallego, que puede llegar a influir en la gobernación de España. Lo sorprendente, históricamente, es que no haya cuajado antes. El Bloque Nacionalista Galego tiene savia de izquierdas , pero su tronco genealógico está en el Partido Galeguista. El entendimiento del Partido Galeguista y el Frente Popular hizo posible, en la República, el plebiscito del Estatuto de Autonomía. Y ese precedente le dio a Galicia el rango de «nacionalidad histórica» en la actual Constitución, dato que suelen ignorar los comentaristas políticos.

Hay un protonacionalismo gallego que se remonta al provincialismo liberal de 1848 y al federalismo de la I República. El salto político se produce con la fusión del republicanismo y el galleguismo cultural de las Irmandades da Fala. El Partido Galeguista se funda en 1931, con el liderazgo de Castelao y Alexandre Bóveda, un socialcristiano fusilado por los franquistas. Cuando el PG y el Frente Popular concurrieron en las mismas listas, en 1936, obteniendo la mayoría electoral en Galicia, se desgajó un grupo llamado Dereita Galega, con Vicente Risco a la cabeza.

El Partido Galeguista se mantuvo inicialmente en la clandestinidad pero pasó a la condición de durmiente en 1950. Los responsables del interior consideraron más práctico dedicarse al magisterio cultural. Su decisión fue polémica, pero Ramón Piñeiro, al fundar la editorial Galaxia y relegar la actividad política, también quiso conjurar el suicidio. Aquello le causó un gran dolor a Castelao, que publicaba en Buenos Aires su Sempre en Galiza. El Consello de Galiza, especie de gobierno gallego en el exilio, fue desvaneciéndose y tuvo un colofón trágico. Alonso Ríos, su último presidente, se arrojó a una vía férrea en el extrarradio bonaerense.

Con el Partido Galeguista durmiente o desaparecido, la izquierda nacionalista llenaba su orfandad con los retratos de Marx, Mao, el Che, y hasta Stalin. La marea del PSOE acaparó el campo de izquierda, UCD e incluso AP se envolvieron en la bandera azul y blanca, y la batalla de fracciones y clanes, a la antigua usanza escocesa, situó el nacionalismo gallego bajo mínimos. Pero, por suerte, había un retrato que no abandonaron, el del demócrata Castelao, y un libro que no dejaron de leer, el Sempre en Galiza. Su mensaje es inequívoco. Una cultura abierta. Un entendimiento federal entre los pueblos. E incluso la propuesta futurista de un gobierno mundial.

En 1982, el colectivo de Beiras y la UPG se encuentran y fundan el Bloque Nacionalista Galego, junto con otros grupos izquierdistas e independientes. Hay dos movimientos decisivos en el telar. Un hilo empalma con el «principio de realidad». Se abandonan las «amistades peligrosas» que no condenan la violencia. Se acepta el campo de juego de la Constitución y el Estatuto. El parlamento autonómico deja de ser el «parlamento de cartón» y se convierte en uno de los instrumentos más útiles para popularizar el Bloque. Beiras encarna la oposición a Fraga. El otro hilo es el que va uniendo las parcelas del minifundio. Se incorpora el refundado Partido Galeguista. Y la última puntada es la de Camilo Nogueira, el fundador de Esquerda Galega. El Bandrés gallego, por continuar una observación de Patxo Unzueta, ya está en el Bloque.

Se señala la UPG, con su aura de marxismo heavy, como la principal incógnita del Bloque. Pero la UPG ha evolucionado justo en el sentido contrario que el PCE de Anguita respecto a Izquierda Unida. Ha actuado como elemento de cohesión.

El Bloque ha definido su programa como «socialdemócrata». Para sus adversarios, un brindis al viento. Pero parece que ése es el punto de encuentro lógico cuando se supera el minifundio y se hila con el principio de realidad.

Los nacionalistas gallegos han encontrado la llave. Ahora, si quieren gobernar el futuro, tendrán que convencer a los votantes conservadores de que con ellos el arca estaría en buenas manos. Incluso, si se tercia, a la hora de decir misa cuando falta el cura.

La estrategia del Bloque

XOSÉ HERMIDA
El coordinador de Izquierda Unida (IU), Julio Anguita, y sus jaleadores se han apresurado a sacar pecho por los resultados de las elecciones gallegas. No importa que el PP haya vuelto a conseguir una victoria apabullante, tras ocho años en el poder, ni que Anguita haya enterrado en la marginalidad política a un grupo de sus seguidores (se mire como se mire, el 0,9% obtenido por IU le sitúa, en términos numéricos, más cerca del Partido Humanista o de la Falange que de las formaciones con implantación social). Cualquiera de esas dos posibles consecuencias se antojan indiferentes para Anguita con tal de haber contribuido al fracaso de la coalición de izquierdas y evitado su exportación.

Los análisis del coordinador de IU y del frente mediático anti PSOE no se han detenido a examinar algunas de las razones que han contribuido al espectacular crecimiento del Bloque Nacionalista Galego (BNG), un grupo que en los últimos años ha ido puliendo su discurso radical, pero que sigue manteniendo una imagen inequívocamente izquierdista. Porque, si así lo hicieran, tal vez descubrirían con sorpresa que el éxito de Xosé Manuel Beiras y su organización se asienta sobre una estrategia política que, en algunos puntos sustanciales, es exactamente inversa a la de Anguita.

La parábola anguitista de las dos orillas ya era conocida en Galicia a finales de los años 80, aunque en una versión más zafia. «Pesoe, pepé, a mesma merda é » , coreaban los militantes del Bloque a modo de grito de guerra, resucitado estos días por algún dirigente de IU de Galicia. En esa época, el principal partido del BNG, la Unión de Pobo Galego (UPG), al que nunca ha pertenecido Beiras, ofrecía aún el rostro arisco de una secta de inspiración marxista-leninista e independentista, que celebraba sus congresos en la semiclandestinidad sin que su vida interna trascendiese apenas al mundo exterior.

En 1987, el PS de G alcanzó el Gobierno gallego mediante una controvertida moción de censura con tránsfugas de la entonces Coalición Popular reconvertidos al nacionalismo moderado. Beiras, que provenía de una tradición socialista y estaba empeñado en incorporar a su proyecto al galleguismo de centro, era entonces el único diputado del BNG e hizo una oposición más bien templada. Cuando en 1989 irrumpió Fraga en la política gallega, el BNG, que ya había renunciado de modo expreso al uso de la violencia, dio otro giro copernicano a su línea política: Beiras convenció a la organización de que, en aquellas circunstancias, su aliado no podía ser otro más que el PSOE, siempre que se aviniese a pactar un programa de mínimos que obviaría algunas cuestiones de principio, como la oposición del Bloque al proceso de integración europea o su modelo de Estado confederal, en el que Galicia sería una nación soberana.

Ése fue el mensaje ofrecido al electorado, que por primera vez recibió un gesto claro de que la flexibilización de los nacionalistas no era un simple maquillaje publicitario y que entregarles su apoyo tampoco constituía un modo indirecto de apoyar al PP. Fraga logró una ajustada mayoría absoluta, pero el BNG multiplicó por cinco su fuerza parlamentaria y el PSOE obtuvo los mejores resultados de su historia en unas autonómicas.

Con el PP en la Xunta, Beiras se convirtió en el gran antagonista de Fraga, aunque para ello tuviese que recurrir a gestos histriónicos como el famoso zapatazo en el escaño. Durante esa época, PSOE y BNG aparecían con frecuencia como una sola alianza opositora. Lejos de reforzar a los socialistas, Beiras entró a saco en su electorado -y en el de la propia IU- en los comicios de 1993: pasó de 5 a 13 diputados y se colocó a sólo cinco puntos porcentuales del PSOE.

Con los socialistas devorándose mutuamente por sus peleas internas, el BNG pasó a ejercer una oposición más atemperada en las formas. Frente a los grandes escándalos que sacudían el PSOE, los nacionalistas fueron firmes en la exigencia de responsabilidades, sobre todo por los crímenes de Estado de los GAL. Pero nunca convirtieron este asunto en el centro de su discurso político y, con similar energía, denunciaron los oscuros intereses de los sectores empeñados en agitar la escandalera para convertirla en una sombra permanente sobre la política española y despejar el camino del PP hacia al Gobierno. Beiras tampoco estableció nunca el sorpasso al PSOE como su gran objetivo estratégico. Contestaba siempre que se trataba de una cuestión secundaria, que su gran adversario eran el PP y Fraga.

Los socialistas no supieron reaccionar a los gestos del BNG, y menos desde que el alcalde de A Coruña, Francisco Vázquez, acérrimo antinacionalista, se hizo de nuevo con las riendas del partido en 1994. Recientemente, el PSOE apuntó sus baterías sobre el BNG y éste, con enorme paciencia, evitó responder a los ataques. Es más, presentó un programa con el objetivo de facilitar un hipotético gobierno de coalición que el propio Beiras definió como «socialdemócrata».

Beiras sólo explotó en los dos días finales de la campaña, cuando los socialistas habían llegado hasta el absurdo en su obcecación por tratar de convencer al electorado de que podrían gobernar ellos mismos en solitario. De ahí que el líder del BNG -bastante menos eufórico que Anguita, aunque él sí que tuviese motivos- se lamentara en la noche electoral: «Para derrotar al PP se necesitaban dos patas y dos cerebros; una ha cumplido, la otra ha fallado». Ocho años después, el BNG se había erigido en la segunda fuerza política de Galicia, tras arrebatar al PSOE la tercera parte de su electorado de 1989. Por cierto, orillas en gallego se dice beiras.

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