El País Digital
Martes
9 diciembre
1997 - Nº 585

Militares y civiles planearon asesinar al Rey y al presidente en el desfile de A Coruña de 1985

Los jefes del Ejército José Crespo Cuspinera, Inestrillas y Gasca organizaron la operación

MIGUEL GONZÁLEZ, Madrid
El ex presidente Felipe González desenterró el pasado 16 de octubre, durante un mitin electoral en A Coruña, la última -y más sangrienta de haber tenido éxito- intentona golpista contra la democracia. Un plan para volar la tribuna donde se encontraban el Rey, la Reina, las infantas, el presidente, el ministro de Defensa y la cúpula militar en pleno fue desvelado por EL PAÍS el 17 de febrero de 1991. Hasta hoy han permanecido ocultos los nombres de los civiles y militares que formaban aquella trama, contra la que el Gobierno prefirió no tomar medidas una vez desarticulada.


Desde la izquierda, el presidente de Gobierno,
Felipe González; la cúpula militar y el Rey, en
la tribuna del desfile de A Coruña de 1985 (A. Gabriel)
El armador Rafael Regueira Fernández, más conocido como Lucho, un ultra bien relacionado con los medios militares y policiales de A Coruña, era el propietario del café Picadilly, en la céntrica avenida de La Marina. Desde casi un año antes se sabía que el desfile del Día de las Fuerzas Armadas, que se venía celebrando con carácter itinerante en las capitales de las distintas capitanías, pasaría el 2 de junio de 1985 por delante del Picadilly y que la tribuna de autoridades estaría emplazada en el Cantón Grande, muy cerca del obelisco.

En torno a las Navidades de 1984, Lucho realizó un singular periplo por el territorio español. Visitó la prisión naval de Carranza, en Ferrol, donde el ex teniente general Jaime Milans del Bosch cumplía 30 años de cárcel por sacar los tanques a las calles de Valencia el 23 de febrero de 1981. Viajó hasta el castillo de San Fernando, en Figueres (Girona), para ver al ex guardia civil Antonio Tejero Molina, condenado a la misma pena por asaltar el Congreso durante ese 23-F.

Se trasladó, por fin, a la prisión militar de Alcalá de Henares (Madrid), donde se entrevistó con el ex comandante Ricardo Pardo Zancada, castigado a 12 años por sumarse a Tejero al frente de una compañía de Policía Militar, y con el ex teniente coronel José Crespo Cuspinera, a quien el Consejo de Guerra impuso 12 años de reclusión por el compló del 27 de octubre de 1982, en vísperas de las elecciones que dieron el poder al PSOE.

A mediados de los ochenta, el peligro de un golpe de Estado había desaparecido de las preocupaciones de los españoles. El fracaso del 23-F sirvió de vacuna a las Fuerzas Armadas y los círculos ultraderechistas, aunque todavía muy activos, encontraban cada vez menos eco en los cuartos de banderas. La consecuencia fue el progresivo aislamiento de estos grupos, cuanto más minoritarios más radicalizados, que ya no aspiraban a un pronunciamiento militar incruento bajo la autoridad nominal del Rey, como pretendía ser el 23-F, sino a derrocar la democracia con procedimientos terroristas calcados a los de ETA.

«Después de 1981 quedó claro que el golpe no podía hacerse con el Rey ni pese al Rey, sino contra el Rey. Para nosotros, era un perjuro y un traidor». Así se expresa uno de los participantes en la trama de 1985, que accedió a hablar con EL PAÍS a condición de no publicar su nombre.

En 1982, numerosos militares recibieron en sus casas una serie de panfletos, titulados La verdad os hará libres, en los que podía leerse: «Si la no solución del exilio la tienen clara muchos compañeros (se formaría inmediatamente un Gobierno en el exilio, con todos los apoyos internacionales, tratando de derrocar al nuevo régimen), hay que pensar que una solución de mantener a Juan Carlos en una especie de exilio interno acarrearía casi los mismos inconvenientes». La conclusión era obvia: si el Rey no podía ser enviado al exilio y tampoco retenido como prisionero, había que matarlo.

El 1 de febrero de 1985, el diario El Alcázar, el mismo que anunció con antelación el golpe del 23-F a través de los artículos del colectivo Almendros, publicó un reportaje aparentemente inocuo sobre las excelencias turísticas de Galicia. «Es preferible entrar en el Apocalipsis por Madrid, Sevilla, Valencia o La Coruña», decía. «Mejor La Coruña, porque si el zambombazo deja lagunas incontaminadas, zonas de rehabilitación y continuación de la vida y la historia, si la Cosa Tremenda no es total, en Galicia podría salvarse la Civilización sin echar de menos nada».

Aquellas alusiones crípticas al zambombazo no eran casuales. El director de El Alcázar, Antonio Izquierdo, que en noviembre de 1984 había fundado un partido denominado Juntas Españolas, fue una de las personas con las que se reunió Regueira.

El plan no era demasiado original. Si el 23-F se inspiró en el secuestro del Congreso nicaragüense por los sandinistas, en agosto de 1978, los conspiradores de A Coruña tomaron como modelo el asesinato del almirante Luis Carrero Blanco por ETA, el 20 de diciembre de 1973, mediante la explosión de una carga subterránea, y el atentado contra el presidente egipcio Anuar el Sadat, el 6 de octubre de 1981, durante una parada militar.

Se trataba de alquilar un local dotado de sótano en el edificio situado detrás de la tribuna, a unos 30 metros de distancia, y de horadar un túnel desde allí hasta la tarima, colocando 100 kilos de explosivo bajo los pies de las autoridades para hacerlos estallar en mitad del desfile, transmitido en directo por televisión.

De haber tenido éxito, habrían muerto seguramente el Rey, la Reina, las infantas Elena y Cristina, el presidente del Gobierno, Felipe González, el ministro de Defensa, Narcís Serra, y los jefes de la cúpula militar, los almirantes Ángel Liberal y Guillermo Salas y los tenientes generales José María Sáenz de Tejada y José Santos Peralba. Eso sin contar las probables víctimas entre soldados y público.

Un plan de esa envergadura no podía llevarse a cabo con la única participación de los golpistas presos. Debían colaborar militares en activo. En noviembre de 1984, EL PAÍS publicó un informe sobre los nostálgicos del franquismo en el que una fuente policial advertía sobre la presencia en la capital de España de significados oficiales ultras. «La mayoría de los mandos que fueron trasladados a provincias cuando la intentona golpista del 27 de octubre (de 1982) han regresado a Madrid. La Unión de Militares Españoles (asociación clandestina de cuadros de extrema derecha) está aquí en Madrid. Son muy conocidos y no tienen ningún carisma en el Ejército, pero son conspiradores natos y conspiran muy bien».

En prisión y en activo

El artículo incluía una lista de oficiales involucionistas destinados en el Gobierno Militar de Madrid; entre ellos, los comandante Ricardo Sáenz de Inestrillas e Ignacio Gasca Quintín. Inestrillas fue el golpista más perseverante: condenado junto a Tejero a seis meses de arresto en 1978 por la Operación Galaxia, primer compló contra la democracia, volvió a ser detenido en junio de 1981, acusado de reclutar un comando armado para actuar durante la celebración de la onomástica del Rey.

Menos conocido es el comandante Ignacio Gasca, el único que siguió su carrera militar y llegó hasta el empleo de coronel. Su nombre aparece por vez primera como promotor del Manifiesto de los 100, un virulento ataque al Gobierno y a los medios de comunicación difundido en diciembre de 1981 con las firmas de un centenar de mandos del Ejército. En octubre de 1982, figura de nuevo en la lista de oficiales supuestamente comprometidos con el golpe del 27-O que el Cesid incautó al teniente coronel José Crespo Cuspinera.

La trama se configura así en dos frentes: militares en activo (Inestrillas, Gasca) y militares en prisión (Zancada, Crespo). No tardan, sin embargo, en surgir diferencias. El antiguo miembro del grupo con quien contactó EL PAÍS asegura que Milans, informado del proyecto, se opuso al mismo, ya que sus convicciones monárquicas le impedían aprobar una operación dirigida a matar al Rey. Otras fuentes sostienen que el ex capitán general de Valencia dio luz verde, pero exigió que Zancada y Crespo se encargasen de la planificación, pues no se fiaba de Inestrillas. De ahí el viaje del armador Rafael Regueira a la cárcel militar de Alcalá de Henares.

En febrero de 1985, cuando los planes del atentado ya estaban en marcha, Milans dejó claro su punto de vista en la única entrevista concedida durante sus más de nueve años de prisión: «Para mí, y pienso que para muchos compatriotas, la situación era el 23-F, y lo sigue siendo hoy, incluso más grave que en 1936».

Todas las fuentes coinciden en que, por esas mismas fechas, Pardo Zancada, que también desconfiaba del comandante de la Operación Galaxia, se descolgó del proyecto, cuya dirección quedó en manos de Inestrillas y Crespo Cuspinera, quienes se aplicaron a ponerlo en práctica. El plan requería disponer de un sótano, explosivos, financiación y un comando de especialistas.

Ya a finales de 1984, los conspiradores reconocieron la zona por la que transcurriría el desfile y localizaron un bajo dotado de sótano a menos de 100 metros del lugar previsto para instalar la tribuna. Se iniciaron conversaciones con el propietario para comprarlo o alquilarlo, pero las distintas fuentes consultadas por EL PAÍS discrepan sobre si se llegó o no a firmar el contrato.

Conseguir financiación fue más difícil. El empresario vasco Luis Olarra, uno de los contactados, se negó rotundamente. Olarra pertenecía entonces a Alianza Popular, en cuyo comité ejecutivo entró en marzo de 1985, pero un año después fue expulsado del partido por unas declaraciones críticas hacia Fraga. Tampoco tuvo éxito el presidente de la Confederación Nacional de Excombatientes, José Antonio Girón de Velasco, en sus gestiones con empresarios afines.

Respecto a los explosivos, se descartó recurrir a los arsenales militares, pues se pretendía atribuir a ETA la autoría del atentado. Debía suministrarlos un constructor de confianza que, para justificar su ausencia, simularía un robo. Tras varias negativas, una persona de la empresa Bernal Pareja, SA, se comprometió a facilitar 100 kilos.

Como jefe del comando encrgado de construir el túnel y ejecutar el atentado, Inestrillas reclutó al hijo de un guardia civil asesinado por ETA, conocido como El Chivo. Los otros activistas serían aportados por Mariano Sánchez Covisa, líder de los Guerrilleros de Cristo Rey, el más célebre y violento de los grupos ultras que actuaron antes y después de la muerte de Franco, y por José Antonio Alonso, dirigente de Fuerza Nacional del Trabajo, el sindicato de Fuerza Nueva, partido de Blas Piñar.

Sin embargo, el plan fue abortado por sus propios promotores hacia la Semana Santa de 1985. «Nos han descubierto, todo está suspendido», fue el escueto mensaje que recibió un miembro del grupo. El Cesid hizo saber a los conspiradores que estaban estrechamente vigilados y serían detenidos al primer paso en falso. ¿Cómo lo supo? Las visitas a los golpistas presos eran analizadas exhaustivamente por los hombres de Santiago Bastos, jefe de la División Interior del centro. De hecho, fue una entrevista entre el coronel Luis Muñoz y Milans la que permitió desbaratar en 1982 el compló del 27-O.

En este caso, el Cesid contó además con la inapreciable colaboración de uno de los implicados. Aunque el servicio secreto presumía de tener infiltrados los grupos ultras, no fue un agente doble, sino un franquista hasta la médula quien, seguramente tras reflexionar sobre la magnitud de la carnicería que se preparaba, decidió evitarla.

Su identidad constituye el secreto mejor guardado de toda esta historia, aunque el antiguo miembro de la trama con quien habló EL PAÍS apunta a «Enrique López Durán, un paisano (es decir, un civil) de Murcia».

«No queríamos mártires»

Yugulada la operación, el Gobierno no quiso adoptar ninguna medida contra los implicados, ni siquiera contra los oficiales en activo. «Eran pocos, estaban bajo control, no representaban ningún riesgo y lo último que necesitábamos era convertirlos en mártires», explica un ex ministro socialista. En ese momento estaban en prisión los condenados por dos intentos de golpe de Estado. ¿Para qué un tercero?

Fuese o no acertada la decisión, el zambombazo frustrado de 1985 fue el último sobresalto involucionista de la democracia. En él confluyeron los naúfragos de todas las intentonas anteriores -Inestrillas (Operación Galaxia), Milans y Pardo Zancada (23-F), José Crespo Cuspinera (27-O)-, así como los últimos reductos de la ultraderecha política y económica. Su evolución hacia el terrorismo era una consecuencia de su marginalidad. «Después de lo del 85,», afirma el ex ministro, «no hubo más».

Resulta un ejercicio de elucubración imposible plantearse qué habría pasado si los conspiradores llegan a tener éxito y la democracia española queda descabezada aquel 2 de junio en A Coruña. «Ninguno de los implicados», se le planteó al antiguo miembro de la trama con quien habló EL PAÍS, «tenía capacidad para liderar, como pretendían, un movimiento militar que llenase ese inmenso y súbito vacío de poder». Tras unos segundos de silencio, se limitó a susurrar el nombre de un teniente general, todavía en activo.

Artículo realizado con información de Xosé Manuel Pereiro desde A Coruña.

© Copyright DIARIO EL PAIS, S.A. - Miguel Yuste 40, 28037 Madrid