ABC, 16 de marzo de 1998

Reportaje

Jauja: un supermercado de la droga en el cielo de Madrid

Madrid. Virginia Ródenas

Esto es Jauja: sangre, heroína, mugre, violencia, muerte. Lágrimas. Un travestido portugués que se trabaja la Casa de Campo, un palestino que dice ser confidente de la «brigada anti atracos» y el desgraciado de Federico, a punto de asfixiarse con una papelina de «caballo» escondida en la garganta. «Y ahora qué, ¿me voy y le doy al gitano las zapatillas que me ha comprado mi madre o me pongo a robar, qué hago?». Sobre el cuello desgarrado como unas medias baratas abiertas en carreras se le cierran los ojos por fuerza de cinco «tranxiliums» y un «chino» que se acaba de fumar. Desmadejado bajo la marquesina de la EMT, espera el autobús. Es el horror que vive a pocos metros de unos vecinos hartos «hasta no poder más» del delito y la amenaza de toxicómanos y traficantes de este cerro para el que la Comunidad ha fijado un fin a dos años vista. Un plazo demasiado largo para tanto daño.

Imagen Jauja, cinco y media de la tarde. En el polideportivo que se abre en la misma calle de Gallur unos escolares echan un partido de fútbol. Junto a la parroquia de Santa Rosa de Lima algunas mujeres con los carros de la compra cruzan por delante del poblado con sus hijos, recién salidos del colegio. «Santa Rosa de Lima, cobijo, a su pesar, de “yonquis” desauciados», reza una de estas viandantes, testigo, como otros cientos de vecinos, del desastre.

En el parque que se adosa al poblado, bajo una pasarela, un grupo de hombres se preparan los gramos de heroína recién adquiridos. Los bancos de cemento han sido arrancados de cuajo. Con la llegada de un patrulla de la Policía Municipal se deshace la reunión. En esta tierra sólo florecen las jeringuillas, el papel de aluminio y restos de envoltorios de las hipodérmicas.

El travestido portugués

El travestido portugués, que «viaja» con una chica, es conocido por la Policía, aquí y en Torregrosa. No en vano, todo lo que gana prostituyéndose en la Casa de Campo lo invierte en la mercancía que venden los traficantes. Esa pelliza de piel sintética descolorida, que combina con unos zapatos abiertos de tacones comidos y una minifalda reducida a la mínima expresión que amarra dos piernas como palos, no se les despinta a los agentes. Los labios, muy gruesos y muy pintados, se abren continuamente en forma de «o». Pero no dice ni pío.

Por una papelina

Otra cosa es el palestino, que también se acaba de poner «caballo», y que mira desafiante a los funcionarios del Cuerpo Municipal. Los policías aseguran que este individuo mira «con malage, como los gitanos traficantes». Éste, el travestido y la acompañante observan de reojo al toxicómano Federico que se queda dormido durante la identificación encima de un poyete. Este muchacho, de veintiséis años, acaba de sobrevivir a una muerta casi segura por asfixia que ha resuelto echando hasta la última gota de saliva para empujar la bolsita con heroína que se había escondido en la garganta. «¡Me han robado la cartera, hijos de p...!» «¡Oye rico –dice la chica– que te la habrás dejado por ahí!» «¡Que me la han robado, señor agente!» Llanto, salivazos, gritos... Después de cada arrebato, el chico se queda dormido. Y, al cabo del rato, vuelta a empezar: «Qué, me voy a robar; sí, sí a pegarle un palo a alguien o le doy al gitano mis zapatillas y a mi madre un disgusto. ¡Ocho mil pesetas que le han costado esta mañana! –y se frota las deportivas negras para quitarles el polvo de la arena–. ¡Este disgusto a mi madre que tiene arritmia!». Cansado de llorar y gritar Federico se levanta tambaleándose en dirección a Vía Carpetana, camino del autobús, como todos los días.

Más de cinco años

Para los habitantes del los alrededores de esta «Cuña Verde» de Latina son más de cinco años de soportar y soportar pero a ellos les parece un siglo. Ayer mismo la ropa tendida les había desaparecido por arte de birlibirloque de las cuerdas. Y, lo curioso, es que lo cuentan con una sonrisa. No cabe duda de que esta gente tiene callo, pero les sobra tenacidad «para llegar hasta donde haga falta y acabar con esta pesadilla. Ya ve usted ¡un realojo! Esto no fue más que ponerle los cimientos al negocio de la droga».

El trasiego de heroinómanos da idea del volumen de las ventas. Sin ir más lejos, «La Canaria», que distribuía «caballo» en la Casa de la Higuera, en Carabanchel, vio el chollo y le compró a unos realojados por la Administración regional en este poblado de Jauja un sanqui por un millón de pesetas. Las operaciones «inmobiliarias» en el cerro se cuentan por decenas y las reventas de prefabricados han tocado a advenidizos de la avenida de Guadalajara y El Olivillo, siempre al tanto de tener contenta a una demanda que se mueve en autobuses municipales entre Torregrosa, La Rosilla y esta Jauja de medio pelo.

«Operación medio kilo»

«La Jara» y los hijos del «tío Martín» –¡que si levantara la cabeza la volvía a echar!– han hecho de los sanquis un mercado floreciente de la droga. Policías Nacionales a caballo y agentes de la Policía Municipal trabajan con denuedo, «pero las órdenes judiciales siempre llegan demasiado tarde, o no llegan, y así se viene abajo ocho meses de trabajo», aseguran funcionarios policiales que intentan sacar adelante la «Operación medio kilo», cuyo objetivo es la desarticulación de pequeñas redes de traficantes que suelen coincidir con clanes gitanos, según la propia Policía, capaces de deshacerse, mediante su distribución, de un alijo de heroína en 48 horas. Las organizaciones turcas e iraníes encuentran en estas familias la infraestructura más eficaz para hacer llegar sus cargamentos a las venas de los toxicómanos madrileños.

Frente a las cifras oficiales, los habitantes de la zona, observadores incansables del trajín de Jauja, hablan de diez familias limpias y 74 dedicadas al trapicheo. Justo lo contrario que los datos de la Administración. Dice el concejal presidente del distrito de Latina, Antonio Moreno, que «otro gallo nos cantaría si en vez de ser zona verde fuera suelo edificable, como ocurrió en San Blas con Los Focos. Pero como de aquí no se puede sacar nada... pués no interesa hacer nada. Es invertir para no obtener ningún benefici económico a cambio salvo el bienestar de los vecinos.Y esto lo digo ahora y lo he dicho siempre. Yo les apoyo y les apoyaré en todas sus movilizaciones porque sus razones son más que justas».

«El plazo de dos años que da la Comunidad –añade Moreno– es insostenible; la situación es extremadamente peligrosa y hay que actuar ya. En el poblado se maneja gente muy poderosa económicamente y lo único que se va a aconseguir es engordarle el negocio y engordar la cifra de atracos, robos, muertos.»

Mirando a la catedral

El viernes por la tarde hacía frío en este cerro maldito. Cerro de la Mica, Cerro de Jauja. Un mirador sobre la capital que recoge la panorámica de la Catedral de La Almudena y la fabulosa cúpula de San Francisco el Grande. A la izquierda, las Torres Kio; más a la derecha, el «Pirulí» de Torrespaña. Madrid, ahí; y aquí, entre las trincheras de una escombrera cercada por un distrito floreciente, la muerte a «picos».

Bajo la torreta de alta tensión un grupito de drogadictos se meten la heroína por el cuello, los brazos o los genitales. El callo, casi del mismo grosor que la capacidad para soportar de los habitantes de la zona, les ha cegado las venas. Trini, que tiene clavada la hipodérmica a pocos centímetros de la rodilla, contesta, ante el reproche de que por allí corren niños, «si son gitanos me da igual». Su colega, un tal Juan que vive de pedir en el metro, también se ha dejado clavada la aguja en la pierna mientras habla de las cuentas que tiene pendientes con la justicia, de una hija «que sabe que estoy enfermo» y de que Trini se ha puesto nerviosa «porque se está metiendo también cocaína y hay que estar muy tranquilo». Desde aquí se ve que el partido que juegan los chavales en el polideportivo está que arde.

Y a pocos metros, los sanquis. Es a la caída de la tarde cuando los toxicómanos montan sus tenderetes de agua, jeringuillas y papel de aluminio para sacarse unas perras a descontar de las ocho mil por dosis que les hace falta para pasar el «mono».

Morir de abstinencia

Hace unos días el gerente de la Agencia anti Droga de la Comunidad, José Castro, aseguró que «nadie se muere de abstinencia», pero lo que no está tan clara es la supervivencia del que se topa con un toxicómano en ese trance y si no que se lo pregunten a los habitantes de Gallur, Vía Carpetana o Concejal Francisco José Jiménez Martín.

«Cuña Verde de Latina» suena a guasa. «Expropiaron a los que tenían casas bajas para hacer un parque –explica Pilar Méndez, que lleva cuarenta y un años en el barrio– y nos metieron a los narcotraficantes».

Sobre este presunto parque montan en bicicleta unos pocos niños que hacen de correos cuando se acerca «la pasma» o están al quite para «dar el agua». Dos perrillas cosidas a mataduras ni si inmutan, como el resto de los habitantes del poblado, de la presencia de los agentes de la Policía Municipal. En medio de las callejas, entre los prefabricados, algunas mujeres tienden ropa, hay pocos hombres a las puertas. Estremece el llanto de un bebé mientras el todoterreno consigue superar las pruebas que para los coches policiales han preparado los habitantes de Jauja. Faldas tableadas y floridas, barreños, melenas negras como tizones recogidas en colas de caballo, sombreros, triciclos y coches. Así se pinta el poblado.

A las siete, el trasiego de los fieles de la Iglesia Evangélica de Filadelfia se suma al de los toxicómanos, como una hilera por este basurero repleto de cajas de frutero destartaladas. En la misma puerta de este centro religioso, también un sanqui, un hombre pide con un plato, un niño juega con perro de pelea y un recién llegado en una furgoneta se hace el loco esperando que no le vea nadie para arrojar más cajas de plástico y de madera. Como si a alguien le importara.

En la marquesina de la EMT

YFederico, que se había desmadejado bajo la marquesina por efecto de las pastillas y la heroína, rechaza la asistencia del médico del Samur. Los policías hacen un gesto con la mano a los conductores de la EMT para que no paren y prosigan la ruta. «Que no, que a mí no me pincha nadie; ya estoy despierto. ¡Si es que son esas malditas pastillas del tratamiento de desintoxicación! Si es que no estoy acostumbrado porque no soy pastillero» Con una brecha abierta en la ceja tras golpearse con el banco municipal, seguía llorando con la única preocupación «de no darle el disgusto a mi madre, que me ha comprado las zapatillas. Y es que, ¿qué hago? ¿ahora qué hago sino darle las zapatillas al gitano para que me dé una papelina? ¡Ahora este disgusto a mi madre que está enferma del corazón!. Y yo –gritaba en medio de un mar de lágrimas– sin las zapatillas». Y los vecinos, mientras esto dure, sin paz.


© 1998 Prensa Española S.A. - Reservados todos los derechos