Madrid. Ana Muñoz

Dentro de unas horas, cuando la Infanta Doña Cristina cruce el umbral del Palacio Albéniz del brazo de Su Majestad el Rey, España entera contendrá la respiración unos minutos. Unos segundos más y una cascada de comentarios envolverá el secreto mejor guardado de los últimos meses: el traje de la novia. En la víspera de la Boda Real, todo son cábalas sobre el diseño firmado por Lorenzo Caprile. Un informe guardado bajo siete llaves en la Zarzuela revela todos los detalles pero, hasta que mañana sea público, sólo queda hurgar en la memoria. Así fueron los vestidos de las últimas Bodas Reales españolas

Imagen Ocurrió hace poco más de dos años, y todavía las hemerotecas no corrigen los recuerdos. A punto de romper la primavera sevillana, la Infanta Doña Elena y Don Jaime de Marichalar protagonizaron el primer enlace real que se celebraba en España en las últimas siete décadas. Millones de ojos estuvieron pendientes de la primogénita de los Reyes, que lució un vestido largo de corte romántico, con sobrefalda recogida a modo de polisón y una cola desmontable y solemne. Según supimos más tarde, el diseño pesaba seis kilos, pero ¿quién lo hubiera adivinado ante la ligereza de la organza de seda? Treinta metros necesitó el modisto sevillano Petro Valverde para dar forma a un traje largo, de color marfil y con cuerpo ajustado. Los bordados dibujaban el talle, las mangas y el escote, redondeado delante y algo más abierto en la espalda. La misma tela envolvía los zapatos.

La sencillez, aliada esta vez de la suntuosidad, se reflejó igualmente en las joyas elegidas por Doña Elena: un anillo en el dedo meñique, una pulsera de eslabones con brillantes y perlas y unos pendientes largos, también de perlas. Sobre una pequeña trenza, la diadema que el novio le regaló el día de la petición de mano.

Seda y plata

Un largo velo de tul bordado caía en cascada sobre el rostro de la Infanta cuando entró en la catedral hispalense. Ocho pajes -cinco niñas y tres niños- cerraban el cortejo real, del que formaron parte Su Majestad la Reina y el Príncipe de Asturias, la Infanta Doña Cristina con Juan Gómez Acebo, la Infanta Doña Pilar del brazo de su hijo Bruno, la Infanta Doña Margarita y su marido, Carlos Zurita, y el Infante Don Carlos con su esposa, la Princesa Ana de Francia.

Esta última y la Duquesa de Badajoz ya habían actuado como damas de honor en la boda de Don Juan Carlos y Doña Sofía. Antes de llegar al altar, los entonces príncipes tuvieron que resolver la cuestión de su diferencia religiosa: él, católico; ella, ortodoxa. En un primer momento, se pensó en la posibilidad de organizar dos celebraciones. Posteriormente, sin embargo, el Vaticano dio su «placet» a una doble ceremonia al considerar suficiente el «cambio de obediencia» en la conciencia de la novia, que pronto manifestó su intención de entrar en la Iglesia Católica.

Todo estaba, pues, resuelto. Por deseo del Conde de Barcelona, no se cursaron invitaciones para el acontecimiento, excepto las dirigidas a las familias reales, el cuerpo diplomático y las corporaciones oficiales. Todos los españoles serían bienvenidos al acontecimiento, que tendría lugar en Atenas el 14 de mayo de 1962. Más de cinco mil se desplazaron hasta esta ciudad, que acogió a ciento treinta y siete miembros de la Realeza, entre los que figuraban el Rey Olav de Noruega, la Reina Ingrid de Dinamarca y los Reyes de Italia y Rumanía.

Una carroza condujo a Doña Sofía y a su padre, el Rey Pablo de Grecia, hasta la catedral de San Dionisio. A continuación, un espléndido banquete esperaba a los asistentes en el Palacio Real. Asesorada por su madre, la Princesa había elegido un modelo «sin extravagancias, de líneas clásicas pero moderno». Así lo definió Jean Dessés, el modisto griego residente en París que se encargó de su creación. Cubierto de encaje y tul, el diseño era de seda entrevesada de plata ligera, con escote barco y cintura marcada. El velo, de cinco metros y medio, «prendía» de una diadema de brillantes, ambos regalo de la Reina Federica. En cuanto a las alhajas, una gargantilla a juego con unos pendientes, un brazalete y un anillo de diamantes brillan en las fotografías.

Gusto exquisito

Veintisiete años separan estas imágenes de otras igualmente felices tomadas en la Basílica de Santa María de los Ángeles, en Roma. Doña María de las Mercedes de Borbón y Orleans esboza una sonrisa frente a la cámara, tan sólo unos minutos después de contraer matrimonio con Don Juan de Borbón, Príncipe de Asturias. La Condesa de Barcelona confió su atuendo a Worth, la primera casa de alta costura del mundo, fundada por el modisto inglés del mismo nombre, el «inventor» de las maniquíes de carne y hueso. Desde 1858, las mujeres de más exquisito gusto de toda Europa y América habían pasado por sus talleres, que una vez más respondieron como se esperaba. Los recuerdos en letra impresa hablan de un traje de seda natural, drapeado en la cintura y con unos cortes asimétricos que recuerdan las tendencias más actuales. Corría 1936 y hacía sólo tres décadas que el velo se había impuesto en las ceremonias nupciales. Más de tres metros medía el que lució la hija del Infante Don Carlos y la Infanta Luisa, que no llevó ninguna joya. Su diadema era de azahar, cogido en Sevilla especialmente para tan señalada ocasión.

Llegados a este punto, las enciclopedias especializadas apuntan que la moda, implacable también con los trajes llamados a convertirse en modelo, había cambiado de nuevo. El mencionado azahar sustituía a las azucenas, que en su día habían sustituido a las flores de lis; las coronas de ayer eran hoy diademas... El devenir costurero sólo parece respetar a las mantillas de las invitadas, pieza clave en las grandes ceremonias españolas desde que las de blonda o encaje sustituyeron a las de paño o seda en tiempos de Fernando VII.

Alegría en las calles

No fue ésta la única aportación de su reinado a la Historia del vestir. Su esposa María Cristina de Borbón enriqueció la paleta de azules con el llamado, en su honor, «cristino», adoptado posteriormente como símbolo de lealtad por sus partidarios.

El origen de esta «innovación» hay que buscarla precisamente en la boda del Rey, de la que dan debida cuenta las crónicas de la época: «El 12 de diciembre de 1829 se celebraron en la Real Iglesia de Atocha las velaciones de los augustos desposados. La Reina vestía traje azul celeste» que -cabe añadir- llamó especialmente la atención porque, desde hacía un siglo, la alta sociedad se casaba de blanco, «el color de la felicidad».

Poco más sabemos del atuendo de esta «mujer hermosa, de ojos negros, expresivos y dominantes; la boca graciosa, con propensión a la constante sonrisa, el cuerpo airoso y esbelto y con un estilo siempre elegante».

Un ajuar magnífico

El pueblo de Madrid acogió a la Soberana con el mismo entusiasmo que demostraría casi medio siglo más tarde hacia María de las Mercedes de Orleans. Los españoles que la llorarían unos meses más tarde compartieron antes con ella su felicidad. Ésta fue plena un 23 de enero de 1878, cuando Alfonso XII la llevó al altar de la Basílica de Nuestra Señora de Atocha. El cuento de hadas se hacía realidad. Presentación Cervera de Sánchez, la más famosa modista del siglo XIX en nuestro país, «jugó» esta vez con finos encajes y flores de azahar, prendidas a un diseño abierto por el peto que marcaba la cintura. Una corona remataba el hermoso conjunto salido de sus manos, valorado en más de treinta mil pesetas «de las de antes». Tres mil cuatrocientas costaron las seis docenas de camisas de hilo fino, con entredoses, tiras bordadas y encaje de Valençiennes, una pequeña parte del rico ajuar de la novia. Manos españolas trabajaron telas espléndidas, algunas llegadas de fuera, para completar el «trousseau»: tres docenas de camisones, otras tantas enaguas de distintos tipos, ropa interior...

Los números del cortejo de la boda no desmerecen las cantidades anteriores: dieciocho coches de la Familia Real y otros trece de los Grandes de España acompañaron a los protagonistas, que recorrieron las calles principales en una carroza «de dos mundos» tirada por ocho caballos tordos. Más de veinte mil hombres participaron en el desfile que siguió a la bienvenida y al almuerzo familiar. La multitud que vitoreó al cortejo -a veces desde balcones alquilados- superó todas las expectativas. El entusiasmo se desbordó en las calles, donde llovieron las felicitaciones.

Un día soleado

Tanta alegría duró apenas unos meses. La muerte de María de las Mercedes y la guerra vistieron al país de luto hasta la llegada de María Cristina de Habsburgo. Alfonso XII solicitó su mano en Viena a los archiduques Carlos Fernando y María Isabel de Austria. El destino, hasta entonces cruel, reservó «un día soleado» para la segunda boda del Monarca. ¿Qué más se podía pedir? Especialista en asuntos reales, el historiador Emilio Calderón relata así el acontecimiento: «El cielo de Madrid estaba claro y toda la ciudad parecía engalanada. María Cristina vestía un traje de raso blanco bordado con flores de lis de plata y llevaba la banda de la Orden de María Luisa. La corona iba adornada con flores de azahar y rosas». Sus rizos rubios, su figura esbelta y sus «ojos penetrantes» -destacaba el «Imparcial»- no pasaron inadvertidos para los asistentes y curiosos.

Como tampoco la belleza de Victoria Eugenia de Battenberg para Alfonso XIII. Dicen que, nada más verla en Londres, el Rey supo que sería su esposa. Y el pueblo apoyó su elección, como pudo comprobarse en una encuesta realizada por ABC entre sus lectores. La Princesa Victoria Eugenia, que obtuvo 18.427 votos, aventajó en un número significativo a su más directa rival, la también Princesa Patricia de Connaught, resultado que el Soberano le comunicó a la primera en una postal.

El Palacio-Tocador

Esta vez el escenario del enlace más esperado fue la Iglesia de los Jerónimos de Madrid. Un murmullo de admiración acogió la entrada en el templo de la futura Reina, convertida al catolicismo. Llegaba unos minutos tarde porque ponerse el traje -«blanco, bordado en plata y salpicado de azucenas y azahares», según el testimonio de Calderón- requería su tiempo. Los ojos profundamente azules resaltaban entre una diadema con flores de lis, un collar de brillantes y un broche con la famosa Perla Peregrina, la misma que Felipe II regaló en su día a Isabel de Valois.

La Princesa venía del Ministerio de la Marina, que le había servido de vestidor y que, por esa razón, se conocería a partir de entonces como «Palacio-Tocador». En este marco, doscientas damas, mujeres de altos cargos del Ejército, tuvieron oportunidad de contemplar de cerca a la que estaba llamada a convertirse en la esposa de Alfonso XIII en tan sólo unos minutos.

Luces y sombras

Poco podían imaginar en esos momentos que un atentado ensombrecería una jornada que se prometía perfecta. Es Historia, con mayúsculas: tras la ceremonia, los Reyes avanzaban hacia el Palacio Real. Una orden había prohibido arrojar flores a la comitiva. No sirvió de nada. A la altura de la calle Mayor, el anarquista Mateo Morral les lanzó un ramo de flores que escondía una bomba. Milagrosamentre, los Soberanos resultaron ilesos. El traje de Victoria Eugenia de Battenberg quedó manchado de sangre, pero la Reina reaccionó con admirable entereza. Al fin y al cabo, era sólo la envoltura del sueño. Hacer realidad éste es lo que importaba. Entonces y ahora.

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