Domingo
5 enero
1997 - Nº 247

Nuevo año viejo en Euskadi

EL AÑO nuevo ha comenzado en el País Vasco como terminó el viejo: entre resplandores de botellas incendiarias. Entre botella y botella, han intentado quemar vivo a un ertzaina, han prendido fuego a varias estaciones y acosado el domicilio de una concejal del PP. El fuego siempre ha fascinado a los fanáticos, y más visto desde el círculo de acoso. Su guerra puede que sea imaginaria, pero los daños son reales. En más de 1.200 millones de pesetas cifra el Gobierno vasco el coste de los destrozos de todo tipo causados por ellos a lo largo de 1996.

En este aspecto las cosas han ido a peor. La estrategia de intimidación directa a la población ensayada el año anterior contra las movilizaciones solidarias con el secuestrado Aldaya se han convertido en habituales, poniendo de relieve la impotencia de las autoridades para garantizar la libertad de los ciudadanos (para portar el lazo azul, manifestarse o pasear por ciertas zonas ). La combinación entre fanatismo y sensación de impunidad favorece la difusión entre los más jóvenes de la ideología y la estética de una violencia que no necesita justificación y que recuerda en muchos aspectos -ataques a las librerías, fascinación por el fuego, halago de la juventud- a la de los fascismos de los años treinta.

En su última reunión anual, el Gobierno vasco aprobó un plan contra esa violencia callejera. El proyecto aspira a contrarrestar cierto fatalismo respecto a la inevitabilidad de esas manifestaciones de fanatismo y agresividad que presenta como «complementarias» de la acción de ETA. Son los propios documentos de la cuadrilla terrorista los que explican esa complementariedad al servicio de una estrategia de intimidación. Aunque consiga matar menos que antes, es la presencia de ETA como instancia inapelable con capacidad para decidir quién puede vivir y quién debe morir lo que da coherencia a todo el tinglado, otorgando credibilidad a las amenazas del frente político.

Además de secuestrar a dos personas, en 1996 ETA intentó matar a varias decenas más: como mínimo, tantas como guardias y familiares habitaban en las casas cuartel objeto de sus atentados. Sin embargo, el número de víctimas fue de cinco: un político, un catedrático, un ertzaina próximo al PNV, un sargento del Ejército y un empresario. Lista indicativa de que para la ETA actual son enemigos todos los que no se pliegan a sus exigencias, políticas o económicas, con independencia de su condición, ideas o patria con la que se identifican.

El primer atentado mortal de ETA se produjo en 1968, y desde entonces ha asesinado a 804 personas; 43 hasta la muerte de Franco y el resto durante la transición o (contra) la democracia. En la última década el promedio ha sido de 23 muertos al año. Toda muerte violenta es excesiva, pero hacía casi un cuarto de siglo que la cifra de víctimas no era tan baja. Ello es seguramente un reflejo de las dificultades de ETA derivadas del creciente acoso policial a ambos lados de la frontera y de la pérdida de refugios potenciales, como demuestra la reciente concesión de extradición de un activista por la justicia portuguesa. En este aspecto las cosas han mejorado. Pero sería insensato deducir de la cifra una pérdida de capacidad mortífera de ETA: hubiera bastado que no les fallara la matanza que tenían preparada en Córdoba el 20 de mayo para que la estadística fuera similar a la de los peores años.

Un portavoz de HB culpó el pasado jueves a todo el mundo, excepto ETA, del mantenimiento de la violencia. Intentar traspasar a sus víctimas la responsabilidad del daño que causan es una especialidad que los terroristas han delegado en el frente político. Ya sabíamos que los responsables de las muertes de los hijos de guardias y policías asesinados eran sus padres por vivir con ellos en el cuartel o llevarles al colegio en su coche. Ahora se culpa al Gobierno de que se prolongue el secuestro de Ortega Lara y a Ardanza de todas las víctimas habidas desde las negociaciones de Argel.

El mensaje es que ETA no tiene más remedio que imponerse por la fuerza -entendida en la acepción de Simone Weil: «capacidad para convertir a un hombre en un cadáver»- ante la resistencia de la mayoría a hacer suyo el programa de la propia ETA. Y si en 1996 se ha incrementado la violencia es porque «el único camino que queda es la lucha». El portavoz de HB lo decía ante unas cámaras de televisión que transmitían en directo sus quejas por la falta de cauces para defender sus ideas. Hace unos años ningún portavoz hubiera dicho eso sin enrojecer. Y ni al etarra más fanático se le habría ocurrido hacer firmar (a punta de pistola) a un funcionario de prisiones secuestrado un papel en el que culpa de su situación a la institución penitenciaria.

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