El País Digital
Lunes
23 junio
1997 - Nº 416

El posfelipismo ha comenzado

LA RENOVACIÓN del partido socialista se inicia con la sustitución de Felipe González al frente de su dirección ejecutiva. Esa renovación no podía ser el resultado fulgurante de negociaciones apresuradas entre los diferentes focos de poder interno. Ni siquiera el programa mínimo de la renovación, consistente en sustituir a los barones territoriales por dirigentes emergentes, ha podido ser cubierto en estas escasas 48 horas que han seguido al anuncio de González. Seguramente era utópico pensar que podía haber sido de otra manera, aunque algunas resistencias personales puedan sorprender por lo encarnizadas. Con todo, la nueva dirección, especialmente su núcleo duro -las secretarías sectoriales-, constituye un equipo lo suficientemente solvente y homogéneo como para permitir al nuevo secretario general abordar la renovación pendiente. Pues la salida de González es sólo su inicio.

González encabezó primero la transformación de un pequeño partido con más historia que efectivos o influencia en una formación capaz de gobernar. Lo hizo rompiendo inercias y prejuicios muy arraigados, producto de la larga permanencia en la clandestinidad. Y lo hizo arriesgando: planteando innovaciones en el terreno ideológico, político y organizativo que encontraron de entrada fuertes resistencias internas. Contó para esa tarea con la colaboración de Alfonso Guerra, su avalista ante los militantes del partido. Sin ese aval, González habría sido un líder efímero o habría tenido que renunciar a convertir al PSOE en un partido ganador: capaz de obtener la mayoría electoral. Ganó en 1982 y en otras tres elecciones consecutivas, convirtiéndose en el dirigente político español que más tiempo ha permanecido en el poder por medios democráticos. Sustituir a un líder que a los 55 años presenta ese balance no puede ser una tarea fácil. Quien fue su ministro más joven en el primer Gobierno socialista, Joaquín Almunia, tiene ante sí un difícil compromiso.

La experiencia del sucesor

Pero no parece el nuevo secretario general del PSOE persona a la que asusten los compromisos. Fue Almunia -que había hecho su tesis doctoral sobre el pensamiento económico de Carlos Marx- el encargado de defender en 1979 la enmienda que proponía suprimir la definición marxista del partido; habiendo sido un miembro destacado del aparato desde mediados de los setenta, fue de los primeros en enfrentarse a Guerra cuando mayor era el poder interno del número dos . Desde entonces ha sido una de las fijaciones del guerrismo, que ya en el congreso de 1990 intentó vetar su presencia en la dirección. Políticamente puede considerársele un reformista moderado, con buena preparación especializada -es abogado y economista- y experiencia como negociador. Ahora tendrá ocasión de poner a prueba esa cualidad no ya con los sindicatos o con otros partidos, sino con los diversos sectores que dentro del PSOE se disputarán -es inevitable- la herencia felipista.

El 27% de votos en blanco recogido por su candidatura indica a cuánta oposición se enfrenta de entrada. Habría sido mayor de no ceder a las exigencias de los barones. Durante años, la dirección socialista funcionó mediante un acuerdo tácito: González dejaba manos libres a Guerra en el partido a cambio de disponer él de lo mismo en el Gobierno. Al producirse la ruptura entre ambos, con el consiguiente riesgo de bloqueo, González recurrió a una tercera instancia, los dirigentes regionales, que entraron a formar parte de la dirección. Los intereses de esos líderes regionales -generales con tropa, según una definición que hizo fortuna hace algunos años- estaban más ligados a los del líder público, cuya imagen les ayudaba a ganar sus elecciones, que a los del aparato central del partido. Tras la ruptura entre el uno y el dos, el PSOE ha sido dirigido en la práctica por una coalición entre González y los barones.

La idea de renovación pasaba ahora, en el terreno organizativo, por limitar el poder de esos barones, símbolo máximo de la instalación en posiciones inamovibles de poder. La prueba de lo oportuno del propósito es la asombrosa resistencia que han opuesto, incluyendo los más críticos con la obstinación de Guerra, a dejarse renovar.

Ayer, Almunia negó que la actual dirección sea provisional o de transición. Su sintonía personal con González no le impedirá seguramente marcar distancias en el estilo de dirección. «No demos ventajas a nadie», dijo González cuando le preguntaron si sería de nuevo candidato electoral. Sin duda se refiere a no dar a Aznar la ventaja de convocar elecciones antes de que el PSOE disponga de un candidato capaz de enfrentársele. El mensaje es que, si las convoca pronto, el contrincante seguiría siendo González. Pero la referencia de éste a su voluntad de «no estorbar» a la nueva dirección parece indicar que no se postula. Almunia también recordó que en el PSOE la presidencia del grupo parlamentario corresponde de oficio al secretario general, lo que significa que aspira a asumir la responsabilidad de jefe de la oposición. El nombre de quien sea designado su sustituto como portavoz parlamentario dará ahora una primera pista sobre la voluntad de renovación y margen de maniobra del nuevo secretario general.

El modelo de dirección bicéfala que funcionó mientras el PSOE gobernaba había dejado de tener sentido una vez en la oposición. El nuevo modelo está por definir. Una de las incógnitas a despejar es cómo encajará en el nuevo esquema la oficina de apoyo, relativamente independiente del partido, creada por Felipe González tras su salida de La Moncloa (lo que se conoce como Gobelas, por el nombre de la calle madrileña en que se ubica).

Entra dentro de las tradiciones de todo partido político que tras el cambio de liderazgo se produzcan movimientos de afirmación del nuevo líder tendentes a demostrar su autonomía. En el terreno organizativo, pero también en el político. Organizativamente, dando más importancia a determinados órganos de dirección respecto a otros en los que la presencia de los viejos líderes sea más intensa. Es posible, en ese sentido, que Almunia se apoye más en las secretarías de área que en el conjunto de la ejecutiva. Políticamente, tal vez la mano tendida ofrecida por Almunia a Izquierda Unida en su primera rueda de prensa tras la elección indique una voluntad de apertura hacia ese mundo. El propio González dejó abierta esa posibilidad en su discurso del viernes. Pero si bien la salida de González puede favorecerla, es difícil que pueda llegar lejos mientras el interlocutor de la otra parte siga siendo Anguita.

Almunia también tendió su mano hacia Guerra, el derrotado de este congreso, invitándole a seguir participando en «la reflexión del socialismo democrático». El futuro del ya ex vicesecretario general no parece muy claro, pese a que reivindica tener detrás al 30% de los delegados y a un porcentaje mayor de la militancia. Guerra y alguno de los suyos han personificado estos días uno de los aspectos más patéticos de la vida política. La contrapartida de la profesionalización de los políticos es la difícil reinserción laboral de quienes en un momento dado pierden pie. La ausencia de salidas vitales determina habitualmente el aferramiento a los puestos sobre la base de una falaz identificación entre el futuro organizativo y el destino personal.

Felipe González ha lanzado varios órdagos en su vida, pero siempre corriendo riesgos. Su sorprendente decisión del viernes es, ante todo, la de un hombre libre. Basta ver el desconcierto de sus enemigos, buscando desesperadamente motivos innobles a su decisión, para confirmar que ha acertado y que al hacerlo se ha consagrado, en la hora decisiva de la salida, como el político de más categoría de las últimas décadas.

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