El País Digital
Martes
18 febrero
1997 - Nº 291


Seis en 50 días

CON EL asesinato del policía nacional Modesto Rico -de 33 años, nacido en Barakaldo, padre de dos hijos de corta edad- son ya seis las víctimas mortales de ETA en lo que va de año: una más que en todo 1996. Otras veces ha habido ofensivas terroristas de este tipo; la última, en 1992, en vísperas de la caída de la dirección en Bidart. La diferencia es que ésta de ahora coincide con una intensa campaña de intimidación de la población por parte de las tramas civiles. La combinación entre amenazas que se revelan certeras e intentos fascistas de amedrentar a la gente -jueces, periodistas, ertzainas- ha aumentado enormemente las reacciones de temor y desconcierto de la ciudadanía, sin que los partidos democráticos hayan sabido evitarlo.

Afirmar que la violencia provoca divisiones en el frente democrático es constatar una evidencia: siempre ha sido así, y ése es uno de los principales objetivos de los terroristas. Con toda claridad lo han dicho ellos mismos en decenas de documentos internos. En el último conocido, publicado ayer en Abc, se considera que uno de los efectos de la presión violenta ha sido que algunos partidos se desvinculen del compromiso con el Estatuto de Gernika, de manera que «hoy, en Euskal Herria, autonomismo es igual a españolismo». Un efecto derivado de lo anterior habría sido «trasladar la crisis (la que afectó a ETA tras la caída de Bidart) al PNV y los pactos de Madrid, Ajuria Enea e Iruñea». Con independencia de la exageración megalómana que haya en ese juicio interesado del entorno etarra, es cierto que la ausencia de puntos de referencia compartidos ha tenido mucho que ver con ese desconcierto de la población.

El Pacto de Ajuria Enea nació precisamente para evitar tal efecto: que las divergencias entre los partidos -incluyendo las discrepancias sobre la forma de resolver el problema de la violencia- fueran aprovechadas por los violentos para crear fisuras que desorientasen a la gente. La desmoralización que se observa en Euskadi es, en parte, el efecto de la distancia entre las preocupaciones (y el miedo) de la mayoría y algunos discursos políticos. Sobre todo cuando el mensaje que se desprende de ellos no sólo no favorece la recomposición de la unidad en torno a los valores compartidos, sino que tiende a dispersar las fuerzas. El lehendakari debería hacer uso de su autoridad moral para poner orden en las filas democráticas y adoptar las iniciativas necesarias para detener esta deriva. El nuevo crimen de ayer indica dónde están las prioridades.


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