EL PAIS DIGITAL

Saber o no saber llevar el avión

MANUEL VICENT

Cascos, Aznar y Ana Botella, la noche del 3-M
en la sede central del PP. (L. Magán)
Hace ahora un año, los españoles decidieron en las urnas que una nueva tripulación pilotara el aparato del Estado. Los socialistas, después de 13 años de Gobierno, no sólo estaban agotados, sino también muy escarnecidos, totalmente desmoralizados y en gran parte corrompidos, algunos hasta la médula. En las largas travesías, los pasajeros de cualquier avión suelen contemplar con agrado los relevos que se producen en las escalas, donde toma el mando otro piloto sin ojeras, con azafatas recién duchadas y un sobrecargo que tiene las cuentas del suministro puestas a cero. Los pasajeros pueden tener opiniones, creencias o ideologías distintas, pero en pleno vuelo coinciden al menos en un punto: todos desean fervientemente que el piloto y sus ayudantes sepan llevar técnicamente el aparato, puesto que a nadie le gusta estrellarse contra un monte por muchas ganas que se tenga de ver a Dios.

El aparato del Estado es un avión que en la práctica navega solo bajo el poder de la propia maquinaria, que es la que realmente manda. El piloto y sus ayudantes tienen a su disposición algunos botones, muy pocos. Sirven para corregir ligeramente el rumbo y ganar o perder altura con suavidad, sin que los pasajeros tengan que beberse el zumo de naranja por la oreja. Hace ahora un año a José María Aznar y a los suyos les fue confiada por los electores la cabina de mandos del Estado.

Hubo una primera etapa de calma. A pesar de su derrota, los socialistas se mostraban felices: las urnas les habían deparado el sorprendente regalo de no ser aplastados. En cambio, el Partido Popular se sintió humillado por la exigua victoria que le obligó de momento a guardar los espolones y a demostrar flexibilidad de cintura a la hora de pactar con los nacionalistas, cosa que Rodrigo Rato hizo con una discreción política que agradó a la mayoría de los ciudadanos.

Aquella felicidad de la derrota junto a este quebranto de la victoria crearon un tiempo neutro que sirvió para descargar toda la electricidad acumulada en la anterior legislatura, pero después de esta corta etapa de vuelo apacible, de pronto, el aparato comenzó a dar tirones. No había turbulencias en el espacio ni se veía ninguna tempestad en el horizonte. Al parecer, el problema sólo estaba en la cabina de mandos. Un brusco acelerón te aplastaba los riñones contra el fondo del asiento y a este susto le seguía un abrupto frenazo que se te llevaba el estómago hacia el cogote del señor de enfrente. ¿Qué pasa ahí dentro?, se preguntaban muchos pasajeros alarmados que ya se habían puesto el cinturón de seguridad por su propia cuenta sin que nadie les avisara. La noticia llegó enseguida al pasaje. El presidente Aznar, que se sentía todavía un novato, había contratado como asesor de vuelo a un viejo piloto de cacharros de hélice, un tal Pepe Barea, de 72 años, experto en apretar tuercas al presupuesto, quien aposentado en la carlinga de La Moncloa había comenzado a pulsar botones como un sabio loco sin que nadie pudiera detenerlo.

A la mayoría de los ciudadanos no le importaba que esta tripulación fuera de derechas o de centro, del Opus o del Banco Santander, de Fraga Iribarne o del clan de Valladolid. De momento, sólo le interesaba saber por qué se reía tanto Aznar mientras el abuelo Barea enloquecido le daba de repente con el puño a una tecla inesperada y el aparato del Estado hacía un tirabuzón en el aire y volaba unos minutos panza arriba. ¡Cuidado!, gritaba el más sensato en el Consejo de Ministros. Allí mismo, un poco a ciegas, el Gabinete en pleno se ponía a toquiñar otras teclas del panel, cada uno a su aire, hasta que el avión volvía a tomar estabilidad por sí mismo, pero a continuación un ministro anunciaba un proyecto que otro ministro negaba, el portavoz del Gobierno afirmaba algo que el vicepresidente desdecía. En medio de esta confusión de motores, Aznar seguía riendo ji ji ji con su media carcajada ahogada en el bigote, el canciller Matutes ponía la mirada desvalida detrás de las gafas sin montura y tragaba tres veces saliva antes de contestar la pregunta más inocente, el portavoz Rodríguez sacaba por la boca lo primero que le llegaba al cerebro, Rato mordía la patilla de los lentes con una sonrisa muy carnosa un momento antes de bajar de un plumazo los impuestos a los suyos y Cascos soltaba un exabrupto que se hacía más rudo a causa de su belfo bajo. A la mayoría de la gente no le importaba que este Gobierno fuera duro o blando, de derecha fina o camionera. Sólo quería saber si era capaz de llevar técnicamente el avión no sólo a Maastricht, sino al primer aeropuerto. Después de un año, esta pregunta todavía sigue en pie.

Por lo que se ve hay dos clases de derecha en este equipo de Gobierno: unos llevan muy alta la pretina del pantalón, casi en la boca del estómago, y otros la llevan baja, como los vaqueros de Kansas. A este segundo orden pertenecen Álvarez Cascos, Miguel Ángel Rodríguez y Abel Matutes. En cualquier película del Oeste, Cascos y Rodríguez serían como esos cuatreros sudados y muy broncos que entran en el poblado tirando al aire con el revólver para sembrar el pánico y atan los caballos en la barra del porche, primero escupen de lado y después irrumpen en la cantina, disparan sobre toda la botillería del anaquel y el pianista deja de tocar en vista de lo que se viene encima. No es más que un juego. A veces imagino cuánto duraría cada uno de estos políticos si trabajaran en el reparto de una película de buenos y malos. Probablemente, el portavoz Rodríguez sería uno de esos mexicanos que mueren en el primer rollo, tal vez abatido desde una ventana donde se ha hecho fuerte en medio del tiroteo o puede que acabara baleado por uno de los suyos durante una gresca en el reparto del rancho de noche junto a una fogata. Lo cierto es que Rodríguez parece uno de esos actores que en la pantalla casca antes de que uno haya terminado la bolsa de pipas. Éste es un joven periodista que hizo la travesía del desierto junto a Aznar en sus horas más duras y al que el presidente le ha premiado con un cargo que es proporcional a su ambición, pero no a su talento. Su aparente rudeza sustentada por una barba fiera no logra encubrir la ingenuidad del neófito ni sus sueños de literato, que se convierten en algo muy peligroso si alguien que no triunfa con sus novelas tiene la posibilidad de escribir en el Boletín Oficial del Estado.

En cambio, Álvarez Cascos, que en el orden civil es el último español que todavía se corta el pelo a navaja, en una película del Oeste sería un malo que dura casi hasta el final. Este político de cejas altas y belfo bajo tal vez cree de sí mismo que sale fortalecido después de cada trifulca, por eso lejos de rehuirla la busca con placer. Fascinado por la propia dureza, que a veces llega hasta el matonismo verbal, presume de dar la cara y en este sentido sus adversarios tienen la ventaja de verlo cabalgar de lejos puesto que su caballo levanta un nube de polvo ya en el horizonte. Se sienta en el escaño como en una silla de montar. ¿Alguien se imagina al vaquero Cascos llegando vivo al final de la película Horizontes de grandeza casado con la hija rubia del principal ranchero del condado? Ése era Charlton Heston, un noble bruto. Cascos se ha casado con una chica cordobesa y su boda fue ejemplo de impudor hortera de ricos recién llegados, pero en esta política vaquera al vicepresidente del Gobierno se le tiene asignado un papel más rudo que a Charlton Heston: penetrador de socialistas, parlamentario correoso, especialista en sacarle los trapos sucios al adversario, fajador de nariz aplastada cuya lengua, cuando se dispara, tumba al pianista y 30 botellas antes de dar en el blanco. Ha pasado de llevar las cañas de pescar y montarle los anzuelos a su preceptor Fraga a convertirse en un tribuno que no le importa lo que dice con tal de llegar al final de la frase.

Sin duda alguna, Abel Matutes en este condado del Oeste es el propietario de la mina de oro, a pesar de que tiene cara de pobre. A este hombre con aspecto de payés que usa unas camisas azules o a rayas con cuello blanco no logro verlo como ministro de Asuntos Exteriores. Parece fuerte y astuto. Le queda bajo el traje bien cortado la musculatura del futbolista que jugó de defensa y en el labio fino la suspicacia del fenicio, pero me pregunto qué pequeña porción del cerebro tendrá destinada a pensar en el Estado si toda la cabeza debe de tenerla ocupada por bancos, empresas, navieras, urbanizaciones y financieras de su propiedad. Como es lógico, el ministro Matutes habrá delegado en gente de confianza la gestión de sus intereses privados, aunque sea difícil de creer que este canciller en el momento de tratar el problema de Bosnia o de Cuba o del Vaticano al mismo tiempo no esté pensando que en ese instante una de sus empresas ha ido a la ampliación de capital. Por fuera, el ministro Matutes parece cauto y azacanado. Por dentro, está lleno de escrituras, efectos bancarios, pagarés, contratos, fianzas y carteras. En la cantina del Oeste no pagaría nunca una copa porque es de natural ahorrador. No obstante, se las apañaría para estar a bien con el sheriff y con los cuatreros, como estuvo a bien con Fraga y con Benegas.

Otros políticos de este Gobierno se caracterizan por llevar muy alta la pretina del pantalón, moral o físicamente, y esta costumbre tiene muchas derivaciones espirituales. Esa gente suele manifestar con buenos modales sus convicciones arraigadas en la familia, la religión y la propiedad; aman los reglamentos más que las leyes y amagan la dureza interior con ademanes un poco blandos. Cuatro generaciones de mantequilla les ha sacado a sus mandíbulas un bruñido de primera y saben dar al dinero el aspecto de sacramento que sin duda tiene.

Un ejemplar de pretina alta es Rodrigo Rato. Como en economía no hay más ideología que la del Banco Mundial, no importa que Rato lleve loden o trenca, vaya a misa o al concierto de los Rolling Stones: al final no tendrá más remedio que aplicar el libreto que le han dado en Bruselas. La economía de un país secundario como España está programada en el cerebro informatizado del avión. Sólo obedece a sus propias reglas. Rato tiene el aspecto de un gestor fiable. Con eso basta. Si encima es un buen contable, mucho mejor. Debido a las buenas expectativas económicas de la Comunidad Europea en nuestro país las constantes vitales se mantienen en un nivel muy aceptable. No es un mérito directo del Gobierno, sino de la cabeza del dragón, pero sería normal que Aznar se atribuyera este éxito e insistiera en recordárnoslo en todos los telediarios hasta que la gente se lo creyera. No lo hace. Sin duda le parece más rentable no dejar pasar la ocasión de aplastar a Felipe González y en ese menester ocupa la mitad de su esfuerzo político.

Este Gabinete se divide en dos: los de pretina baja creen que machacar a los socialistas es la única forma de salvarse, los finos de pretina alta tal vez opinan, aunque sea en la intimidad, que sería mejor aprovechar la coyuntura económica favorable y presentarse ante los ciudadanos como un equipo coherente con su ideología centrista y liberal. Es de pretina alta el ministro Mayor Oreja, cuyo tono de voz es exactamente el que se necesita para dar el pésame. Si la solución al problema de ETA consiste en convertir esa infección nacionalista en una enfermedad crónica pero soportable, que no sobrepase nunca los 38 grados de fiebre hasta que se disuelva en la unidad de Europa, este ministro tiene el talante requerido para mantener ese perfil bajo gracias a la moderación de sus palabras, que son las que solían usar los médicos de cabecera. No grita, no expresa ira, no pronuncia palabras incendiarias. Gracias a su aire compungido dan ganas de ayudarle.

En general, el sector culto de la progresía sufre un grave error de perspectiva: cree que la derecha es tonta porque no sabe quién es Rilke. Puede que la ministra de Cultura, Esperanza Aguirre, haya caído en medio de este festín vestida de Yves St. Laurent y con la cabeza llena de novelas de Carmen de Icaza y que algunos directores generales de su ministerio no sepan citar a más de tres poetas de la generación del 27 y que el Teatro Real se acabe inaugurando con una revista musical de Quique Camoiras y que su gusto por el arte no pase de los muñecones de Botero inflados en todos los sentidos. A muchos políticos su propia ignorancia les sirve de acicate, pero no basta con hacer chistes. Por fortuna, el analfabetismo estético de una parte del Gobierno permite a los progresistas volver a parecer listos y éste es un regalo que habría que agradecer a estos políticos en el poder. La cultura siempre se hace a la contra: es fecunda cuando se fabrica en la calle frente a la incultura del Estado. Se vuela contra el aire. Para los creadores hoy las condiciones adversas de vuelo son inmejorables. Lo canalla siempre rinde sus frutos.

Aunque Loyola de Palacio se exprese de forma cortante y altanera como las marquesas hablan a las criadas ha logrado que este año llueva intensamente sobre los cebollinos que, al parecer, somos la mayoría de los españoles, según el rictus de su mandíbula cuadrada desde la que nos mira. Su labor es correcta. Los olivos dan aceitunas. En el mar sigue habiendo lenguados. Lo mismo hay que decir del ministro de Sanidad y del ministro de Trabajo y de la motera y pastorcita Isabel Tocino, pero no de la Mariscal de Gante, que parece una extraterrestre. Los ministerios técnicos funcionan bien, unos con la tijera, otros con el hacha. Todo viene explicado en el libreto de Bruselas. No hay más que cortar por la línea de puntos.

José María Aznar está entre los dos bandos: es de pretina alta y de pretina baja, según de qué lado lo empujen sus consejeros. Su actividad de vaquero duro entrando escorado de revólveres en la cantina del Oeste causaría grandes risas en el patio de butacas. ¿Cuántas lámparas tendría que romper para causar respeto siquiera al pianista? También se le puede imaginar en la carlinga del avión frente al tablero de luces. Tiene el cielo despejado hasta el horizonte de Maastricht. No obstante, en la pantalla del radar persiste en salir una y otra vez una máscara en el espacio que él cree sumamente peligrosa contra la cual puede darse la toña. Es Felipe González. Con él sueña por las noches. Su rostro se le parece no sólo en el radar de La Moncloa, sino también cuando levanta la tapa del retrete. Es lógico que Aznar esté paranoico, con lo cual el avión sigue dando bandazos y tirones. Una cosa es atacar a Felipe González como presidente del Gobierno por su mala gestión y otra intentar perseguirlo y machacarlo en la madriguera como jefe de la oposición. Aquella crítica feroz logró derribarlo. Esta persecución sistemática, que muchos interpretan como una forma de miedo, acabará por convertirlo en un mito y no habrá otro remedio que volver a tragárselo. ¿Realmente se puede pilotar el aparato del Estado con cananas de vaquero? Es la pregunta que después de un año de Gobierno de derechas muchos ciudadanos sin partido se hacen.

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