González abre paso al posfelipismo y con su renuncia a la secretaría general arrastra a Guerra



Madrid. Gonzalo López Alba

Felipe González abrió ayer el camino hacia el posfelipismo con su renuncia a la secretaría general del PSOE, que arrastra a Alfonso Guerra fuera de la Ejecutiva y cambia por completo el escenario diseñado por los «barones» felipistas para el XXXIV Congreso. Su anuncio, que tomó por sorpresa a la mayoría de los delegados, sumió al partido en una situación de crisis que sitúa a los «barones» ante la obligación de afrontar una renovación a fondo y de pactar el sustituto. González, que ha rechazado ocupar la presidencia del partido así como «cualquier otro cargo orgánico, tiene la intención de centrar su atención en asuntos ideológicos e internacionales.

González deja el frente#, pero se queda en la retaguardia. Ayer dio el primer paso para convertirse en «el Willy Brandt» del socialismo español (con influencia pero sin poderes ejecutivos). Al precio de colocar al PSOE en una situación de crisis para la que no se había preparado el terreno y que abre un periodo de incertidumbre en el partido, consiguió dos objetivos simultáneamente: dejar a los «barones» territoriales y «notables» del partido sin argumentos para frenar la renovación y a Alfonso Guerra sin coartada para reivindicar no ya su permanencia en la vicesecretaría, sino incluso en la nueva Ejecutiva.

Con un solo movimiento, el anuncio de su decisión de no presentarse a la reelección como secretario general, modificó por completo el escenario de un congreso cuyos preparativos había dejado en manos del secretario de Organización, Cipriá Ciscar, y de los «barones» territoriales, y que se les había «ido de las manos» ante las hábiles maniobras de un Guerra dispuesto a poner en juego sobre el tapete del congreso la unidad del partido para preservar su cuota de poder.

Repartir la herencia

González tomó la decisión, que unos pocos intuían que podía adoptar pero que sólo anticipó a Ramón Rubial y a Ciscar, harto de la resistencia de algunos de los «barones» más influyentes a dejar la Ejecutiva, convencidos de que sólo así podrían estar en la parrilla de salida para repartirse su herencia; irritado por el espectáculo de ver como, una vez más, los que se dicen «felipistas» eran incapaces de expulsar a Guerra de la vicesecretaría sin poner en riesgo la unidad del partido y ofrecer un nuevo espectáculo de enfrentamientos cainitas; imbuido de un sentimiento de incomprensión sobre el «salto histórico» que ha representado la gestión política de sus gobiernos; y convencido de que, sólo yéndose, o apartándose, para dar ejemplo, podría abrirse paso una renovación de la que se sentía «tapón».

Su discurso ante el plenario del congreso, minuciosamente preparado, marcó claramente los dos tiempos de su plan de retirada. Ante la imposibilidad de ceder la dirección del partido a quien se considera su «heredero natural», el secretario general de la OTAN, Javier Solana, ha optado por separar la dirección del partido de la candidatura electoral, para las que mantuvo criterios dispares sobre la aplicación de la limitación de mandatos (sí en el partido, no a los candidatos). Quien asuma la secretaría general no tiene por qué ser el candidato electoral, posibilidad que no cerró para sí mismo, aunque la impresión general es que acabará renunciando también, pero ese no era el afán de este momento.

Queda por resolver su propia esfera de poder, toda vez que su influencia no está en cuestión. La mayoría quiere que siga en la Ejecutiva, pero ayer mismo rechazó el ofrecimiento de desplazar de la presidencia a Rubial, por lo que sólo aceptaría ese cargo si es honorífico. El presidente del congreso, Yáñez, se apresuró a decir que también conservará la jefatura del grupo parlamentario, pero esta cuestión dependerá de cómo evolucione la sucesión.

En cuanto a la solución de la que ayer se abrió, el «colegio de barones» comenzó anoche a estudiar la forma de hacerse cargo de la crisis, con la incógnita de si serán capaces de renunciar a sus ambiciones personales y exigencias territoriales para dar paso a una Ejecutiva renovada y con capacidad de gobernar todo el partido sin «reinos de taifas». El primer nombre en surgir como candidato fue el del portavoz del grupo parlmentario, Joaquín Almunia, que empezó a ofrecer resistencias nada más aparecer en las quinielas. Otros candidatos que se manejaban, con distintos inconvenientes, eran Manuel Chaves, Ramón Jáuregui, José Borrell y Francisco Vázquez. Los guerristas, que proponían estos dos últimos nombres, aseguraban estar dispuestos a contribuir al cierre de la crisis a cambio de su integración en la nueva dirección, a la que podrían verse abocados unos y otros, aunque la primera reacción desde ambos bandos fue el intercambio de acusaciones sobre la responsabilidad de la crisis.

A modo de resumen de lo ocurrido, un cualificado dirigente decía: «Aquí ha habido una despedida y un entierro». El temor que algunos felipistas albergaban es que el «difunto», Alfonso Guerra, no se dé por aludido e intente ser él quien gestione la crisis.



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