Sábado
4 enero
1997 - Nº 246

Guerrra Civil española • El regreso de la memoria

ANTONIO ELORZA

La sociedad española iba pasando de puntillas al lado del 60º aniversario de la Guerra Civil. En estos últimos años, lo políticamente correcto era insistir en la idea de que la contienda fue una catástrofe colectiva en la cual el juego de responsabilidades y culpas se distribuía con salomónica precisión. Ciertamente, resulta difícil y poco elegante alabar la sublevación militar, pero basta con tomar como punto de partida la supuesta situación caótica de la España republicana para proporcionar una justificación indirecta al alzamiento. ¿Cuántas veces habremos visto por televisión las mismas imágenes de los guardias a caballo y las gentes corriendo sin sentido? Luego, si hubo matanza de republicanos en Badajoz (y en tantos otros lugares), entran en juego para compensar la caza y captura de sacerdotes o los paseos del Madrid rojo. Etcétera. Todos responsables, todos culpables, como si la represión sistemática puesta en práctica deliberadamente por los generales africanistas pudiera equipararse a la respuesta, ciertamente bárbara en ocasiones, de una violencia popular frente a la cual reaccionan con impotencia y lucidez dirigentes republicanos como Manuel Azaña, Juan Peiró o Manuel Irujo. Y tras la expiación, el reencuentro fraternal, clave de bóveda en apariencia de nuestra cultura política de la transición.

La reciente visita de los veteranos de las Brigadas Internacionales ha venido a alterar ese feliz ambiente presidido por el olvido y la supuesta reconciliación de los unos y los otros, fundidos ahora en un sujeto colectivo. Ante todo, pudo verse que la reconciliación sigue estando caracterizada por la asimetría: los viejos brigadistas propusieron razonablemente la superación de los odios y resquemores de la guerra, pero Aznar, Trillo y, en general, las autoridades del Partido Popular nos han recordado con su comportamiento displicente que esa fraternidad y esa pretendida reconciliación no rezan para ellos. Por supuesto, la guerra ha terminado para todos, pero no se ha extinguido la conciencia de «la victoria» entre algunos herederos de quienes se impusieron gracias al golpe y con el apoyo de los fascismos. Constatar esa asimetría resulta pertinente, por lo menos para no hacer lecturas deformadas de la reconciliación nacional -por cierto, iniciativa del PCE, cosa olvidada incluso cuando se evoca 1956- o para descubrir la ideología subyacente cuando dichas lecturas nos son propuestas.

Es como si, al votar por la concesión de la nacionalidad a los brigadistas, los dirigentes del Partido Popular no se hubieran dado cuenta de lo que ello representaba. Con ese reconocimiento oficial quebró la supuesta equidistancia entre «los bandos», expresión que, en cuanto se usa, ya connota la propensión al franquismo -declaraciones de Fraga, reportaje sobre los testigos de la guerra en Antena 3-, pues resulta impensable una medida similar para los aviadores alemanes de la Legión Cóndor que calcinaron Guernica. La votación del Congreso supuso reconocer, involuntariamente para muchos, y por primera vez desde el inicio de la transición, que en la España de 1936 existía una sola legitimidad: la del régimen democrático de la República Española. Y que por encima de los trágicos avatares que siguieron, e incluso del enlace formal entre el régimen de Franco y la Monarquía restaurada, la II República constituye el antecedente de la democracia actual. Como consecuencia, estos viejos soldados de todas las nacionalidades que nos visitaron en noviembre pasado encarnan el enlace entre una y otra. Cualquiera que fuese su ideología, actuaron efectivamente como voluntarios de la libertad, reconocidos en calidad de tales por las gentes del pueblo español entre 1936 y la despedida de 1938, y ahora de nuevo, en su última visita, por generaciones que no conocieron la guerra, la cual, por supuesto, no quieren repetir, pero que saben distinguir, mejor que bastantes historiadores, lo que era defender la democracia de lo que era traer a España el fascismo. Los recibimientos que otorgaron a los interbrigadistas los asistentes al mitin-recital del Palacio de los Deportes madrileño o los estudiantes de las universidades de Albacete y de Madrid, curiosamente privados de visibilidad estos últimos actos por las informaciones de prensa y televisión, son muestra de esa recuperación espontánea de la memoria, por encima de una evidente resistencia institucional, en el más amplio sentido de la palabra.

Ahora bien, el regreso de la memoria no debe ir acompañado de la implantación del mito. Mientras permanecieron los brigadistas en España no era el momento de entrar en polémicas historiográficas que hubieran servido para fundamentar fracturas en torno al dato esencial: la función que desempeñan las Brigadas Internacionales en la defensa militar de la República, de la democracia en España. Pero una vez pasada la celebración, carece de sentido respetar la representación simplemente romántica, presidida por la espontaneidad, del proceso que trae los brigadistas a España. Esta ficción lleva a mantener una visión deformada, a lo Tierra y libertad, (película del cineasta británico Ken Loach de 1995) de lo que fue la guerra tanto en el terreno político como en el militar. Ni todos los voluntarios que vinieron a luchar al lado de la República se inscribieron en las Brigadas Internacionales ni éstas fueron el fruto de una acumulación de adhesiones individuales que desembocaron en la elección de André Marty como jefe en Albacete. El denominador común de la mayoría, no todos, sí es claro y responde a la letra del que fuera himno de la XV Brigada, el ¡Ay, Manuela!: «Sólo es nuestro deseo, / acabar con el fascismo». Pero a partir de ahí entra en juego el momento de la organización, y en este punto el protagonismo comunista resulta innegable.

Precisamente porque la aportación de voluntarios extranjeros, e incluso la llegada de algún consejero, habían sido un hecho desde el comienzo de la guerra, sin lograr por ello detener las derrotas de las milicias ante el avance del Ejército de África. De la reflexión ante ese estado crítico de la contienda surge la decisión de 18 de septiembre de 1936 por parte del Secretariado de la Internacional Comunista: «Proceder al reclutamiento, entre los obreros de todos los países, de voluntarios que tengan una experiencia militar, con el objeto de su envío a España». Los voluntarios no llegarán a su aire, como el chico de Ken Loach, sino en expediciones organizadas por el Partido Comunista Francés, dos de cuyos dirigentes, André Marty, por añadidura secretario de la Internacional Comunista, y Vital Gayman, el comandante Vidal, asumen la dirección de la base de Albacete. Es cierto que muchos brigadistas no son militantes de partidos comunistas, pero sí es comunista el marco orgánico en que se desenvuelven las Brigadas, las Ediciones Blasco del código de la Internacional, y por algo en el archivo de ésta en Moscú, en el antiguo Instituto del Marxismo-Leninismo, a unos cientos de metros del teatro Bolshói, se encuentra el grueso de su documentación. Con todas sus sombras, desde las formas de control político al empleo abusivo como tropas de choque por la autoridad militar republicana, la actuación de las Brigadas Internacionales a lo largo de la guerra supondrá quizá la contribución más eficaz del comunismo a la defensa de la República. ¿Por qué intentar ocultarlo?

La respuesta es posiblemente que entonces la recuperación de la memoria nos llevaría más allá de las conveniencias de un progresismo primario. La historia de las Brigadas Internacionales no se cierra con el magnífico discurso de despedida de Pasionaria, ni con la reclusión masiva de supervivientes en el campo de concentración de Gurs, en el sur de Francia, ni siquiera con la relevante participación de los brigadistas en la II Guerra Mundial, unos como luchadores antifascistas, otros como prisioneros en los campos de concentración nazis. Después de 1945 seguirán pagando el precio de su condición de voluntarios de la libertad en un mundo escasamente libre. En Estados Unidos, por el macartismo, pero sobre todo en las llamadas «democracias populares», a cuya creación muchos contribuyen. El estalinismo, que ya había estado presente durante la guerra civil, pasa a primer plano, convirtiendo a los brigadistas en blanco preferente de la represión intracomunista. Entre otros muchos, el ministro Laszlo Rajk en Hungría, ahorcado, y el viceministro Artur London en Checoslovaquia, torturado con otros brigadistas supuestamente vendidos al trotskismo, y condenado a cadena perpetua -experiencia reflejada en el estremecedor relato de La confesión-, son los emblemas de ese lado sombrío de una realidad que es preciso recordar también con vistasa la consolidación de la conciencia democrática.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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