50 AÑOS

Devaluación de la palabra

Daniel Masis Iverson

En 1942, don Pepe Figueres escribió, desde el exilio, lo siguiente: "La política, en el sentido despectivo que el término se ha ganado, es una actividad ejercida como profesión por gentes que ambicionan posiciones, honores y retribuciones, sin ningún interés administrativo sano, sin ninguna preparación preliminar, sin ningún sentimiento de responsabilidad que implica el mando" (Palabras gastadas).
Seis años después, desde el vórtice del huracán de la Guerra Civil, encabezó un movimiento que pretendía instaurar una nueva era en Costa Rica, la era de la Segunda República.

A casi medio siglo de la guerra entre hermanos ¿qué ha cambiado? Continuaba don Pepe en el ensayo citado: "La persona que contrae la enfermedad (de la política) se dedica por entero a granjearse simpatías, tanto de los políticos influyentes como de los votantes que han de ser su clientela electoral. En esa jira donjuanesca se prodigan las ofertas y las dádivas, de lo propio y de lo ajeno, más que nada de lo público. No hay escollos de rectitud que no se evadan, ni genuflexiones rastreras a que no se llegue, en la campaña seductora de simpatizadores y secuaces. Solo hay un meloso quedar bien con palmoteos y aprobaciones, y un no comprometerse nunca con expresiones de opinión esclarecida y definida."

¿Acaso no reverberan estas palabras en 1996? ¿Será que, como dice el adagio francés, cuanto más cambian las cosas más permanecen iguales?

Es lamentable que, cinco décadas después, en Costa Rica sigan devaluadas las palabras política y político, esto porque la política trata de la vida en comunidad, del esclarecimiento y toma de decisiones que afectan nuestra vida en común, y el político, en el mejor sentido, es aquel que responde, en respuesta a una vocación profunda, al anhelo de progreso de sus conciudadanos. Esta vocación, sin ser la de santidad (la política no se hace con ángeles), requiere un sentido mínimo de decencia. Lo que pasaba en los tempranos años cuarentas, y lo que pasa de nuevo hoy, es que, entre muchos de los que figuran como nuestros dirigentes, se ha perdido ese sentido mínimo.
La decencia, norma no escrita, cuando es acatada, constituye, más que ninguna ley formal, un freno a la incontinente ansia de riqueza, poder y (¡qué importa con cuánta hipocresía!) aplausos y adulación. Quizás por ser testigos del deterioro actual es que recientemente don Abel Pacheco ha hecho un llamado para que nuevas vocaciones políticas venzan sus propios asquillos y entren a la lid, y don Oscar Arias ha llamado a la juventud a enrollarse las mangas y atreverse a darse de codazos con los demás dentro de los partidos.

¿Dónde y cuándo empezó a tropezar el espíritu cívico costarricense? ¿Y existe hoy algo rescatable de los últimos cincuenta años?

Es difícil precisar la respuesta a la primera pregunta porque el deterioro actual resulta de la suma de muchos factores estirados a lo largo del último medio siglo. Sin embargo, hay algunos hitos que vale la pena considerar. En la misma Asamblea Constituyente de 1949, y contra la voluntad de algunos de sus diputados, como Rodrigo Facio, se estableció el impedimento constitucional para que pudiera participar en elecciones el partido comunista. Esta medida no fue buena para la democracia, porque, del mismo modo que estaba muy claro que el presidente electo en 1948 era don Otilio Ulate, lo estaba que Vanguardia Popular había logrado elegir a nueve diputados de los cuarenta y cinco que conformaban el Congreso Constitucional de entonces.
Se perdió la oportunidad de disponer de una importante fuerza contralora en la Asamblea Legislativa, y además honrada, porque ningún tribunal de probidad pudo seriamente condenar a ningún dirigente comunista por sinvergüenzada alguna. Además, en la medida en que esta disposición constitucional contribuyó a la casi liquidación de este movimiento político, lo hizo pasar de la amistad a la dependencia de la Unión Soviética en los años 50, a quebrar de una vez por todas su espíritu democrático, y a burocratizarlo, con efectos nefastos en el campo sindical, entre otros.

El segundo hito importante fue el acuerdo de los tempranos años 70 entre el partido en el poder, Liberación Nacional y el principal partido de oposición, Unificación Nacional, reflejado en la Ley 4-3, según la cual los dirigentes de ambos partidos se repartieron las juntas directivas de las instituciones autónomas. Esto tampoco fue bueno para la democracia, porque el precio era que la oposición dejara de ser oposición, y así se destruyó el germen de al menos un segundo partido permanente de escala nacional, el cual no llegó a consolidarse sino hasta casi dos décadas después.

En los años intermedios, la combinación dada por la legislación electoral, que favorecía (y favorece) los grandes partidos o coaliciones, y las fuertes maquinarias de estos, ahogaron las posibilidades de desarrollo, más allá de obtener algunos votos protesta, de alternativas políticas nuevas. Esto tuvo como uno de sus peores efectos no solo la casi completa ausencia de una fuerza contralora, al menos en la Asamblea Legislativa, sino también el ahogo de la creatividad política. En el seno de los partidos grandes, tanto poder resultó en la pérdida del "sano sentido administrativo" y del "sentimiento de responsabilidad que implica el mando".

Mientras la economía caminara más o menos bien, la poco meditada disposición de los recursos públicos, la falta de respuestas creativas a los problemas nacionales, y aun la corrupción, podían ser soportadas por el sistema político: muchos ciudadanos no se daban cuenta de lo que acontecía, o no percibían que los afectara en modo grave. Fue cuando la economía entró en crisis, a partir de los años ochentas, y hasta la fecha, que se hicieron visibles los costos sociales, y también los políticos, de la corrupción y de tanta irresponsabilidad.
Gobernar eficazmente se tornaba cada vez más difícil. La compleja trama de intereses, unos legítimos, otros no, tejida a través de muchos años, se había hecho más rígida por la insuficiencia de recursos para repartir. Esta rigidez fue temporalmente suavizada, en la misma década del 80, por la abundante ayuda estadounidense, que vino por la alarma provocada por las convulsiones políticas en nuestros países vecinos. En lo que resta de esta década no hay más paliativos, y solo quedan decisiones duras; algunas que ya se han tomado, con considerable coraje por parte de dirigentes políticos dentro y fuera del gobierno.

Desafortunadamente, han coincidido el momento de tomarlas, y el momento en que el pueblo costarricense, como lo revelan las encuestas, ha decidido pasarles la factura a los partidos y dirigentes políticos, por sus erradas acciones y omisiones anteriores. Lo que es más preocupante es que el cinismo que venía acumulándose arriba parece haberse filtrado hasta abajo. De ser duradero este fenómeno, implicaría una pérdida de fe no en este o en aquel dirigente político, sino en la capacidad del mismo sistema democrático para abordar creativamente y con equidad los complejos problemas sociales, económicos e institucionales de la Nación.

¿Hay algo rescatable de los últimos 50 años? Desde luego que sí. En lo electoral, aunque objetemos la desventaja en que nuestro régimen coloca a los partidos emergentes, tenemos la certeza de que está construido virtualmente a prueba de fraude. En lo económico y social, tenemos instituciones por las que vale la pena esforzarse por conservar y mejorar (por ejemplo la CCSS, el ICE, las universidades públicas). En lo cívico-político, aún quedan reservas de dirigentes actuales o potenciales honestos, preparados y bien intencionados.

¿Cómo responder, entonces, a nuestro predicamento actual? Los actuales dirigentes políticos del país deben reconocer sin ambages la crisis de liderazgo y de creatividad política de los partidos a los que pertenecen, y deben romper con las prácticas de distribución de poder que ya son insostenibles. Esto requiere acciones no solo dentro de los partidos, sino la apertura de espacios nuevos para opciones políticas frescas. Estas, a su vez, tendrán un efecto remozador sobre los partidos tradicionales.

Pero también hay tareas para los costarricenses. Lo que requerimos todos es no dejarnos arrastrar por el cinismo, dejar de devaluar las palabras política y político, dejar de echarle la culpa de todo al gobierno, reconocer méritos a quien lo merezca, y criticar firme y constructivamente a quien lo merezca, incluyéndonos a nosotros mismos en nuestro rol de ciudadanos. Debemos todos reafirmar nuestro sentido de la decencia.


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