El olvido: la vía chilena

JUAN CRUZ

Cuando dicto esta crónica se están viendo por primera vez desde 1972, un año antes del golpe de Pinochet, el socialista chileno Carlos Altamirano y Jorge Edwards, el novelista que fue amigo de Pablo Neruda y diplomático de Salvador Allende. Dicho así eso no significa nada: ese largo desencuentro sí que extraña si se tiene en cuenta que Altamirano fue un personaje central en la vía chilena al socialismo utópico y como tal fue uno de los impulsores de las reformas radicales que introdujo Allende antes del desastre, y que Edwards es uno de los chilenos que mejor ha hecho memoria de su país, de lo que pasó y de lo que pudo haber pasado. ¿Nunca tuviste curiosidad?, le preguntamos al gran biógrafo de Neruda: «Sí, pero no nos encontramos».

En Chile, esos largos silencios se toman como símbolos naturales del olvido al que ha querido someterse esta sociedad, como tantas sociedades que han vivido la represión de las dictaduras. Es inevitable aquí tener la urgencia de preguntar: ¿y cómo han olvidado ustedes? Callando: ésa es la respuesta. Por hablar de otro símbolo: un excelente libro sobre la larga historia de la dictadura de Pinochet, escrito por el periodista chileno Ascanio Cavallo, director ahora de la revista Hoy e impulsor antes del diario La Época, vive también su propio olvido: es el mejor documento de aquel instante terrible, pero esa historia resulta ahora inencontrable en las librerías, sepultada por el polvo que a veces oculta los libros esenciales. Aquí cuentan mil casos de silencio, pero la gente considera necesario que se conviva con ese manto.

En los países en los que hubo dictadura es donde se percibe mejor la indignidad que habita en todo proceso de represión: pasan los dictadores, sus torturadores, los animadores culturales de la ignominia, y machacan la voluntad de los pueblos, matan a la gente, la secuestran, la fusilan o la desaparecen, y después esos mismos represores entornan la vista, se reconvierten en medio de la comprensión reticente de los supervivientes de ese periodo de terrible perplejidad. Es el síndrome de Estocolmo de los que siguen conviviendo con los que antes tenían las armas de la tortura. En nuestro país y en todos los países en los que se ha hablado la lengua común de las dictaduras -Uruguay, Argentina, Chile...- se produce esa sensación de complicidad difícil a que obliga la evidencia más antigua de todas: la vida sigue. Por ello conviven sobre la memoria de los ausentes los que les lloran y los que les humillaron; piensa uno en todos los ciudadanos -artistas, obreros, estudiantes, ilusiones cortadas de raíz, violentamente, con la nocturnidad moral que siempre ampara todas las barbaries- que ya no están y que entonces, en aquellos años en que todos soñábamos que debajo de los adoquines había playas, empezaban a vivir el color de una ilusión. Todos veíamos en aquel Chile lejano el reverso de nuestra propia historia de represión, y hacia este país volcábamos la voluntad de saber mejor las asignaturas de la libertad. Recuerdo ver partir a Neruda, desde el puerto de Santa Cruz de Tenerife, al principio de aquel proceso, y luego muchos quisimos ir a ver cómo aquello era posible. De pronto todo fue luto, las manos cortadas de Víctor Jara, las canciones interrumpidas, el estupor y esas manos húmedas que se frotan en medio de la felicidad imbécil de los que dicen: «Ya lo habíamos advertido».

Dictadura y silencio, el temblor del olvido. Cuando se viene por primera vez a este país, se siente en el alma esa soledad que hoy se oye en el fondo de una vieja melodía. ¿Y quién se detendrá ahora a llorar por los ausentes? ¿Dónde están los ausentes? Anoche pregunté por ellos, pero la gente está ya, desde hace mucho, en otra conversación, en medio de la vía sin retorno que marcan en el camino los adoquines del olvido. El olvido, nuestro viejo acompañante.

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