Los jóvenes

VICENTE VERDÚ

Todo el mundo, como siempre, quiere ser joven; pero ahora, a diferencia de otros tiempos, no es seguro que el modelo se concentre en los actuales jóvenes.

La moda de estos años no es la juventud de estos años sino la de los 70. En la música, en los muebles, en las ropas, en los diseños gráficos, los setenta han regresado como la representación de lo mejor. No constituyeron lo mejor económicamente hablando y acaso tampoco lo más atractivo en el mundo del arte y de la moda pero fueron, simplemente, los años de la juventud de quienes hoy se encuentran en la cuarentena, ostentando el poder y la capacidad de consumo, sacando provecho de sus posiciones en los medios de comunicación y en las propuestas sociales.

Pocas veces se ha producido una hegemonía de ascendencia tan larga como la que están protagonizando los nacidos en los entornos de 1950. Subieron en la última ola de la utopía social, y disfrutaron el último windsurfing con las ideologías. En el impulso de la prosperidad internacional de los sesenta gozaron de una irrepetida oportunidad para lograr empleo y, como protagonistas de la revolución sexual y el feminismo, la subversión contra los valores morales, las teorías del ahorro burgués y el sacrificio, inauguraron una demanda de placer, libertad y consumo que han marcado -entre baladas de Bob Dylan, rockeros y emancipaciones vanguardistas- una enseña cultural que todavía sigue latiendo. Los jóvenes libertarios actuales, desde los okupas a los punkies, son réplicas de sus escuelas; aunque con una notable diferencia: aquéllos tenían futuro tras la gresca; los de ahora ven con frustración que su algarada rebota contra los duros guardianes del sistema.

Entre el pavor del desempleo, el miedo al sida, la violencia creciente, la dureza social, la droga, la disgregación familiar y educativa y el desamparo ideológico, la juventud de estos años busca antes sobrevivir que lanzar manifiestos sobre una nueva vida. Rechaza, como todas las juventudes, lo establecido, pero tanto por instinto como por resentimiento.

La violencia de la generación dorada no trataba simplemente de abrirse paso sino de abrir, para todos, otro orden. No le convenía el desorden sin más, sino la vigencia de una nueva organización donde, como pioneros, dirigirían el proyecto. Ahora, no obstante, se detecta menos un proyecto juvenil que la potencia desorganizada del rechazo. Un rechazo expresado en gestos destructivos y autodestructivos. No sólo querrían que saltara en pedazos esta clase de sociedad sino cualquier otra, a falta de una alternativa por la que pugnar concertadamente. Los jóvenes se agreden entre sí por pandillas -de hinchas, de delincuentes, de tribus urbanas-, en representación de una batalla cerrada, dentro de un círculo con aire suicida.

Ni en los gustos, ni en los valores, ni en los comportamientos, se lee una relación de principios. Por el contrario, todo parece dirigido a terminar; a desmontar lo visible sin vislumbrar otras formas de vivir. El grunge, las músicas máquinas, los rechazos a la escuela, los consumos de alcohol y estupefacientes, la violencia, el sexo instrumental, forman un sistema de negaciones que redundan en la negación como punto negro donde se absorbe la energía.

La generación de los cincuenta disfruta todavía en el escenario de sus ídolos cincuentones, lee los libros de su generación y los que su generación respetaba, asiste al revival de sus películas restauradas, se reencuentra en series de televisión trasladadas al cine o en las recuperadas formas de vestir o de pintar. Disfruta el desarrollo de sus carreras, interacciona con los líderes políticos de su edad y se complace incluso con la proclamación de su edad madura como un valor estético en la cosmética y en la iconografía de las pantallas. Apenas hay jóvenes que compitan con el imperio de esta generación que dejó tras de sí un paraje de predominio y se libró, en complicidad con la historia, del tiempo de desolación posterior.

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