Lunes 23 de septiembre de 1996

Palabra de Rey

¿De qué puede hablar el Monarca? ¿Puede entrar en cuestiones conflictivas? ¿Quién debe preparar sus discursos? Las críticas de Anguita a la Corona plantean un nuevo debate político en España

CARLOS YARNOZ,

El Rey lo que debe hacer con la OTAN o con Maastricht es callarse», ha advertido esta semana Julio Anguita. El líder comunista se ha quedado prácticamente solo en su planteamiento, a la vez que ha sido criticado con dureza por amenazar con la «ruptura» del pacto constitucional. La polémica, en un momento en que la popularidad del Rey es muy alta, no ha calado en la opinión pública. Pero sí ha servido para que algunos se pregunten qué puede o no puede decir el Rey, quién le asesora en sus discursos, cuál es el marco legal al respecto o qué papel juega el Gobierno en esta materia.

No ha sido ésta la primera vez que han sido abiertamente criticadas intervenciones del Rey, pero las aludidas por Anguita han tenido connotaciones específicas. El discurso del Rey en la sede de la OTAN el pasado 25 de abril, en presencia de los ministros de Defensa y Exteriores del entonces Gobierno socialista en funciones, fue redactado inicialmente por José de Carvajal Salido, director general de Seguridad y Desarme en aquellos días y hoy subsecretario de Exteriores. El texto fue limado en Moncloa -todavía con Felipe González como presidente- y Zarzuela, pero la versión definitiva fue enviada, por cortesía, a la sede del PP, donde José María Aznar estaba a punto de formar Gobierno. Al menos los hoy ministros Rafael Arias Salgado y Abel Matutes lo conocieron y no pusieron objeción alguna.

Árbitro y moderador

En este contexto, es extraño que Felipe González -quien en 1991 prometió que nunca haría comentarios sobre discursos regios- intervenga ahora para decir que en su larga estancia en Moncloa nunca el Rey se encontró con problemas «como los que ahora se están planteando» (en sólo unos meses de Gobierno del PP)).

El mensaje del pasado 30 de agosto ante el Consejo de Ministros deliberante -con las referencias a la UE- tuvo su origen en la Casa Real, aseguran distintas fuentes consultadas, aunque el Ejecutivo tuvo conocimiento previo del mismo. Y parece lógico que la iniciativa fuera de Zarzuela, porque precisamente un Consejo deliberante reúne las condiciones adecuadas para que el Rey, como «árbitro y moderador», pueda «advertir, animar y ser consultado», que en eso consiste «reinar», como afirmó en el siglo XIX el británico Walter Bagehot, considerado aún hoy como el gran teórico de la monarquía parlamentaria.

La mayoría de los discursos del Rey, y sobre todo los que pronuncia en el extranjero o ante visitantes, son redactados en el ministerio correspondiente al tema que aborda. El borrador es enviado a Presidencia del Gobierno, donde suele ser reelaborado, y de ahí se traslada al palacio de la Zarzuela, donde nuevamente pueden introducirse modificaciones de estilo y también de contenido. Las modificaciones son analizadas entre el jefe de la Casa Real, Fernando Almansa, y el ministro de la Presidencia, Franciso Álvarez Cascos. Los últimos retoques, si son necesarios, quedan fijados en alguno de los despachos semanales que mantienen el presidente del Gobierno y el Rey. «A veces discutimos, pero siempre se llega a un acuerdo, porque ningún Gobierno está interesado en crear problemas al Rey», asegura una persona que conoce de cerca el mecanismo.

Es cierto que alguna intervención regia ha originado tensiones entre Moncloa y Zarzuela, aunque en contadas ocasiones. Una de ellas se produjo en la Navidad de 1990, en pleno destape de casos de corrupción. Pilar Cernuda y Manuel Soriano, en sus libros El Presidente y Sabino Fernández Campo, la sombra del Rey, coinciden al narrar que Moncloa presionó, en contra de la opinión de la Casa Real, para que el Rey introdujera en su mensaje anual esta crítica a los medios de comunicación: «Si hay que pedir comprensión ante las críticas a quienes las reciben, es legítimo pedir también mesura y respeto a la verdad a quienes las hacen».

Tensión en Navidad

Diez años antes, con Adolfo Suárez como presidente, también hubo tensiones con Moncloa por el discurso navideño preparado por Zarzuela, aunque finalmente el Rey leyó el texto elaborado por la Casa Real. Eran momentos en que la inestabilidad del Gobierno se mezclaba con intensos rumores de golpes de Estado. Don Juan Carlos dijo en aquella ocasión: «No creo que en estos momentos sea útil prodigar en exceso las palabras (...) Esforcémonos en proteger y consolidar lo esencial si no queremos exponernos a quedarnos sin base ni ocasión para ejercer lo accesorio».

En 1988, y con motivo del discurso a los ejércitos en la Pascua Militar, fueron suprimidas a última hora de la intervención del Rey frases como ésta: «No es deseable llevar a la actualización y armonización hasta el punto de pretender aplicar criterios civiles, muy respetables y adecuados en ámbitos de esta clase, pero que pugnarán abiertamente con una Institución (la militar) que ha de conservar en lo esencial sus características propias». Por contra, se introdujeron estas palabras: «La profesión militar, si bien ha de acomodarse a los tiempos modernos y a las exigencias actuales, no puede perder su identidad y sus particularidades».

Mayo de 1983 registró un nuevo percance, pero por motivos bien diferentes. Don Juan Carlos intervino ante el Parlamento brasileño y pronunció frases literales de un artículo de Felipe González publicado antes en Le Monde Diplomatique. Tal «metedura de pata», como la calificó González, le costó el cargo a Carlos Miranda, entonces director general para Asuntos de Latinoamérica. Existe otra clase de discursos con claro contenido en los que, sin duda porque encajan más que otros en el papel del Rey como «árbitro y moderador», no es el Gobierno, sino la propia Casa Real, la que lleva la iniciativa.

Los mensajes regios de Navidad y de la Pascua Militar responden a ese esquema, y no es casual que el Rey haya pronunciado en esas fechas los avisos más enérgicos y valientes que también provocaron reacciones, incluso airadas, de algunos partidos.

Entre los nacionalistas, por ejemplo, fueron mal recibidas unas palabras pronunciadas el 19 de enero de 1989 en Almería por el Rey, quien destacó la conveniencia de que «todas las autonomías españolas caminen con los mismos derechos y las mismas posibilidades». Ese mismo año, en Navidad, don Juan Carlos puso el énfasis en la «indisoluble unidad (de España) que la Constitución proclama». Juan María Bandrés (de EE, entonces) habló de «paso atrás» y Heribert Barrera (ERC), de «centralismo», mientras Joseba Azkárraga (EA) comentó que también es «defendible» algo que no esté en la Constitución.

El dedo en la llaga

A lo largo de estos años de monarquía parlamentaria, otros mensajes del Rey no debieron ser, sin duda, del agrado del Gobierno de turno, pero en estos casos ha sido norma de los Ejecutivos no comentar jamás en público actuaciones del Rey. El 26 de junio de 1991, en el Ayuntamiento de Granada, don Juan Carlos alertó contra «la desidia y la corrupción, que han malogrado tantas cosas en España». Un día después, en Almería, y al referirse a los problemas de los pescadores, afirmó que, «a veces, la Administración va por detrás de la sociedad».

Las navidades de 1991, 1992, 1994 y 1995 incluyeron de nuevo nítidos mensajes contra la corrupción ante el desconcierto de los dirigentes socialistas. El de 1994 fue el más rotundo: «Existen unos deberes inexcusables de ejemplaridad para quienes tienen responsabilidades públicas», por lo que «se explica que determinados comportamientos de corrupción hayan levantado sentimientos de justa inquietud e indignación».

Este tipo de advertencias, consentidas por la práctica en España, no se utilizan, al menos en público, en otras monarquías parlamentarias europeas.

Hay discursos del Rey que no tienen contenido político -para actos deportivos, literarios o inauguraciones- y se elaboran en la Casa Real sin posterior consulta al Gobierno. Sí suelen pedirse ideas o borradores a personalidades, como Julián Marías, Domingo García Sabell o Baltasar Porcell, entre muchos otros.

Cabe preguntarse, no obstante, si en conflictos como los mencionados antes, llevados hasta sus últimas consecuencias, el Rey puede imponerse y decir algo en contra del criterio del Gobierno, o si el Gobierno puede obligar al Rey a emitir un mensaje que éste no desea. «La última decisión es del Gobierno», responde Peces Barba. «El Rey», añade, «puede hablar, pero no autónomamente. Él expresa la opinión del Estado, representado por el Gobierno, y es éste el que no debe hacerle decir al Rey cosas que sean polémicas». Para el constitucionalista Óscar Alzaga, «en caso de colisión, prevalece la opinión del Gobierno», pero agrega un matiz: «El Rey podría oponerse a algo si esgrime que se le está pidiendo tomar una posición partidista determinada». Solé Tura entiende que «si hay disensión, hay que discutir y llegar a un acuerdo», pero agrega que una posición excesivamente rígida de Zarzuela «sería una extralimitación de la Casa Real».

Para el historiador Charles Powell, autor de El piloto del cambio y Juan Carlos, un rey para la democracia, el Monarca «debe tener una voz moral propia; por ejemplo, en sus llamadas contra la corrupción».

Leer la Constitución

Ninguno de los expertos consultados sostiene que sea necesaria una legislación específica al respecto, aunque el constitucionalista Francisco Rubio Llorente cree que puede haber «contornos difusos», si bien precisa que «ninguna Constitución es más explícita que la nuestra» al respecto. «No soy partidario de una legislación específica, porque , ¿qué tendría que decir, que el Rey no tiene libertad de expresión?».

Raúl Morodo, sin embargo, escribió en EL PAÍS hace cinco años que la actual situación, de cierta «ambigüedad legal», debiera ser modificada por una de estas dos opciones: «eliminar los actos públicos, declarativos o solemnes», o al menos excluir de los mismos «contenidos que pudieran resultar encontrados o fronterizos con la polémica»; o bien «que los actos públicos notoriamente importantes se expliciten como la expresión del Gobierno». Esta última fórmula equivaldría al modelo británico actual. O al de Bélgica, donde Alberto II ha sido censurado estos días por pedir públicamente la reforma de la justicia belga.

Quienes, por unos u otros motivos, defienden que el Rey debiera tener un papel menos activista tienen en su contra un contundente ejemplo: la intervención de don Juan Carlos la noche del golpe de Estado, que acabó siendo clave para desactivar la intentona. «La Corona, símbolo de la permanencia y unidad de la patria, no puede tolerar en forma alguna acciones o actitudes de personas que pretendan interrumpir por la fuerza el proceso democrático que la Constitución votada por el pueblo español determinó en su día a través de referéndum», dijo aquella noche el Rey a través de la televisión.

«Si el Rey no hubiera sido activista el 23-F, otro gallo nos cantaría», comenta Powell. «Al elaborar la Constitución, uno de los principios fue que el Rey no podía tener iniciativa; sí la tuvo el 23-F y eso, lógicamente, no estaba previsto», argumenta Solé Tura. Francisco Rubio Llorente agrega: «Los límites dependen de las circunstancias. A todos nos pareció bien su discurso a los políticos tras el 23-F».

«Las palabras del Rey han escrito a lo largo de 20 años la crónica de España», señala el historiador Fernando García de Cortázar, autor del libro Las palabras del Rey . «Constituye el Rey», agrega, «uno de los más importantes cauces del Estado en su comunicación con los ciudadanos, complementario del que el sistema liberal estableció hace 200 años, el Parlamento. Mediante su actividad y palabra, la Corona pone en relación el Estado con el pueblo y contribuye a integrar nacionalmente la disparidad de las tierras de España».

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