Sábado
21 diciembre
1996 - Nº 232

El falso 'problema español'

JOSÉ ÁLVAREZ JUNCO

La principal obsesión de José Antonio Maravall, de cuya muerte se cumplen ahora 10 años, fue ofrecer una interpretación de la historia de España en la que ésta apareciera como «normal», homologable a los modelos europeos. Toda su obra, fuese sobre el llamado «Estado moderno» , sobre el pensamiento político del siglo XVII, sobre el Barroco o la Ilustración, colocaba los fenómenos en la encrucijada entre el pensamiento escolástico y el racionalismo científico moderno, utilizando conceptos tan generalizables como monarquía parlamentaria, Estado moderno, utopía o revolución. Ello chocaba frontalmente con los tiempos en que le tocó vivir, cuando se suponía que España era «diferente», no sólo un eslogan del Ministerio de Turismo, sino la síntesis de toda una interpretación de la historia y la cultura ibérica construida en tiempos de la llamada Leyenda Negra y reelaborada -en positivo, aunque con no menor carga de prejuicios- por los viajeros románticos. No era sólo, por tanto, el Gobierno español quien participaba de esa idea -utilizada, en parte, para justificar la dictadura-, sino también la opinión pública mundial, e incluso los intelectuales, tanto del régimen como de la oposición y tanto del interior como del exilio. No hay que olvidar que desde las últimas décadas del siglo XIX hasta, aproximadamente, el final de la II Guerra Mundial el mundo entero había estado dominado por explicaciones raciales o etno-nacionales de tipo esencialista. La culminación había sido la locura fascista, pero sería un error atribuirle todo a ella.

Los españoles se habían dejado arrastrar con especial dramatismo por esta pasión de las esencias nacionales, porque la moda coincidió justamente con dos graves crisis políticas colectivas: el 98 y la guerra civil. En 1898, la pérdida de Cuba y los demás restos del imperio, se interpretó traumáticamente como una demostración de impotencia colectiva, especialmente humillante en el momento en que los europeos «normales» -según se percibía desde aquí- demostraban en Asia y África a golpe de cañonazo la superioridad de su civilización. Hasta aquel momento, además, los progresistas españoles se habían protegido de sus desventuras manteniendo la esperanza en una intervención redentora de ese sano pueblo que según la leyenda había salvado al país cuando las élites vendepatrias lo habían abandonado en manos de Napoleón. Pero las noticias de los sucesivos hundimientos de escuadras del 98 no hicieron reaccionar al pueblo, y ello agotó los últimos restos de optimismo. Definitivamente -concluyeron las mentes preocupadas por el destino colectivo-, no éramos como los demás europeos, éramos incapaces de adaptarnos a la modernidad, no pertenecíamos a las razas superiores.

La guerra civil, cuarenta años después, añadió el elemento cainita: además de desorganizados, individualistas, perezosos, éramos fratricidas. No cabía más angustia. Construida de esta manera, la identidad colectiva española carecía de la coartada más útil de cualquier nacionalismo: la expulsión, la proyección de los males hacia el exterior, hacia un enemigo culpable de nuestras desgracias colectivas. Ya el pesimista Azaña de La velada de Benicarló había escrito con claridad que los males de España sólo eran atribuibles a los españoles. Por supuesto que siguió habiendo quienes sostenían que en 1936 el país había sido pura y simplemente víctima de una agresión internacional. Recuerdo una conversación con Federica Montseny en que se empeñaba en que era incorrecto llamar «guerra civil» a lo que había sido una defensa del pueblo español contra un ejército invasor germano-italiano. Lo mismo decía Franco respecto de la conjura judeo-masónica-comunista contra España, materializada en las Brigadas internacionales. Pero eran espíritus partidistas, decididos a no reconocer la realidad. Sobre todo entre los republicanos derrotados y exiliados, había que ser ciego para negar que la lucha había sido fratricida, incluso dentro de sus propias filas.

Entre los vencedores, la victoria permitió imponer un optimismo oficial que contrarrestó los tradicionales planteamientos del problema español. Decadencia, fracaso, crisis, eran términos que pertenecían al torcido curso de la historia española de los últimos siglos, debido a erróneos experimentos extranjerizantes. El nuevo régimen iba a restablecer los gloriosos tiempos de los Reyes Católicos o Felipe II, esto es, la comunidad de creencias, la armonía social basada en una justicia establecida por decreto, y con ellas el poderío político y económico. Hubo espíritus honestos, como un Dionisio Ridruejo, que participaron sinceramente de esta retórica durante algunos años. Pero sólo durante algunos años. En 1949, diez después de terminada la guerra, publicaba Laín Entralgo su España como problema, libro todavía plenamente inserto en el paradigma nacional esencialista pero dominado por unas dudas sobre las virtudes del ser nacional muy distantes de la versión oficial. La respuesta cargada de soberbia le llegó de inmediato de la pluma de Calvo Serer, quien obsequió al público con un España sin problema donde recordaba que el franquismo había resuelto el problema nacional y no había ya lugar para derrotismos del viejo estilo.

El tema que había tocado Laín seguía, sin embargo, vivo y en boga entre los medios intelectuales, mal que le pesara al pensamiento oficial. Insistió sobre él, con su España inteligible, Julián Marías, discípulo de Ortega que, aunque también desde el interior, no tenía conexiones con el régimen. Y era lo que estaban haciendo desde el exterior republicanos exiliados como Américo Castro o Sánchez Albornoz. Para ellos, la obsesión era explicar el fracaso de la República y el ensañamiento de la guerra civil; para Laín, el fracaso mismo del régimen del que empezaba a distanciarse. Pese a las diferencias políticas, todos ellos compartían un mismo marco mental, el de las esencias nacionales, cuya máxima expresión se alcanzaba quizá en la obra de un Menéndez Pidal, el intelectual que aunaba la herencia de Menéndez y Pelayo y de Giner de los Ríos, el maestro reconocido de los historiadores españoles durante los primeros sesenta años del siglo XX.

Todo un género literario se desarrolló, así, alrededor del llamado «problema de España», en busca de las raíces y causas de la supuesta anormalidad del país. Aunque los diagnósticos sobre este «problema» variaron considerablemente, un rasgo común caracterizó a la mayoría de los participantes en el debate: ya que la traslación de culpa no se podía hacer en el espacio (es decir, ya que no había un enemigo exterior al que atribuir nuestros males), se hacía en el tiempo. La discusión se centró, por tanto, en el origen histórico de la gran tragedia española, intentando explicar, por un lado, el supuesto fracaso ante la modernidad y, en último extremo, la guerra civil. Ortega y Gasset había culpado a los visigodos, cuyo dominio gregario habría producido una Edad Media sin feudalismo y una modernidad sin élites capaces de dirigir el progreso. Sánchez Albornoz reivindicaba en cambio a los visigodos y remontaba la esencia nacional al periodo prerromano. Américo Castro, muy sensatamente, reprochaba a Albornoz la construcción de una identidad permanente, impermeable a la historia, y explicaba en cambio la peculiaridad de la sociedad hispana a partir de la Inquisición y la represión contra judíos y moriscos; pero ello habría originado, según él, una «morada vital» que adquiría enseguida también los rasgos de esencia imperecedera, capaz de explicar todo lo ocurrido y lo por ocurrir en el país. Otros había que culpaban a los árabes -la sangre oriental, apática durante largos periodos, con explosiones de exaltación y ferocidad-, a los fenicios o a las guerras civiles de los tiempos de Sertorio.

Y así ocurrió que estos excelentes eruditos e investigadores, y otros como Altamira o Madariaga, se pasaron los últimos años de su vida debatiendo, desde Princeton, California, Oxford o Buenos Aires (con alguna aportación desde Madrid), problemas metafísicos sobre el ser español. La situación, para el observador distante actual, resulta surrealista. Pero ellos sentían una angustia muy auténtica. Basta leer la excelente poesía inspirada por el «tema de España» en los años cuarenta y cincuenta, de la que tan buena antología publicó José Luis Cano en los sesenta: domina en ella la matáfora sobre España como madrastra («miserable y aún bella entre las tumbas grises», según Cernuda): las referencias a la mala raza, como la de Cernuda también sobre «la hiel sempiterna del español terrible / que acecha lo cimero / con su piedra en la mano»; la visión de España como «navío maldito», a cuyo hundimiento definitivo José Hierro quisiera asistir; la «patria de pechos mutilados, de boca pálida», de Eugenio de Nora; el «Hija de Yago» de Blas de Otero («talón sangrante del bárbaro Occidente...»); el «oh, no toquéis a España: quema su tierra roja», de Carlos Bousoño...

La salida del túnel iba a iniciarse a finales de los cincuenta, y no por la vía de la literatura, sino gracias a las ciencias sociales. Un enorme creador literario, Francisco Ayala, que por azares de la vida había tenido que enseñar y escribir sobre sociología, publicó en Méjico su Razón del mundo: la preocupación de España, un libro luminoso en el que se distanciaba de los planteamientos de su propia generación. Era la época en que, desde Barcelona, Jaume Vicéns Vives (guiado también inicialmente por esta preocupación por explicar el atraso español) iniciaba la renovación de la historia en términos cercanos a la escuela de los Annales, lo que le llevaba a hablar simplemente de industria, demografía, o élites sociales. Y desde Vera de Bidasoa y Madrid, coincidieron alrededor de 1960 en esta misma embestida Julio Caro Baroja, quien tituló explícitamente un pequeño libro El mito de los caracteres nacionales, y José Antonio Maravall, que trató el tema en varios artículos dedicados a la obra de Sánchez Albornoz y Menéndez Pidal.

La réplica, comprensiblemente airada, corrió a cargo de Madariaga y Sánchez Albornoz. Y fue Maravall quien sostuvo la polémica, valiente y difícil porque era contra sus maestros, y tituló uno de sus artículos, publicado en la Revista de Occidente, igual que el expresivo librito de Caro Baroja. Aquella nueva manera de ver las cosas nos sedujo a muchos de los entonces jóvenes, entre otras razones porque nos liberaba de un peso agobiante. Y en estos días, cuando termina el año en que ha muerto Caro Baroja y se cumplen diez de la desaparición de Maravall, quisiera aprovechar para rendirles este pequeño homenaje. Como debemos rendírselo a ese otro gran escritor y gran intelectual, afortunadamente vivo y creativo, que se llama Francisco Ayala. Ellos cerraron unas disquisiciones sobre la esencia nacional que hoy a la mayoría nos parecen carentes de sentido. Aunque algunos sigan obsesionados por la identidad colectiva, esta vez no ya de España, sino de los nacionalismos alternativos.

José Álvarez Junco es catedrático de Historia de las Ideas y los Movimientos Sociales en la Universidad Complutense. Ocupa actualmente la cátedra Príncipe de Asturias de Historia de España en la Universidad de Tufts (Boston, Massachusetts).

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