Miércoles 11 de septiembre de 1996

La ciudad doliente

JAVIER PRADERA

La vocación epistolar de Anguita, de la que fue víctima frecuente Felipe González en el pasado, ha elegido esta vez como sufrido doctrino a José María Aznar. La autoestima y la seguridad en sí mismo del coordinador de Izquierda Unida (IU) y secretario general del Partido Comunista de España (PCE), aparentemente convencido de su capacidad singular para trazar las fronteras entre el bien y el mal, le ahorran la cortesía de mostrar en público los títulos que le autorizarían a desempeñar el papel de inquisidor general de nuestra vida política. El listado de pecados y el repertorio de reproches dirigidos por Anguita al nuevo presidente del Gobierno son tan amplios como graves: desde su propósito de proseguir una política económica -concertada con los restantes países de la Unión Europea- para cumplir los criterios de Maastricht hasta la negativa a desclasificar los llamados papeles del Cesid y el borrador de Ley de Secretos Oficiales, pasando por sus proyectos de reformar la financiación de los partidos y el sistema electoral.

Con el gusto fallero por el exceso que le caracteriza, el coordinador de IU acusa al PP de haber «lanzado al pueblo español un mensaje parecido al letrero colocado en la puerta del infierno de Dante: Abandonad toda esperanza ». Más bien se diría, empero, que Anguita reserva las palabras escritas con pintura oscura sobre el dintel de entrada a la ciudad doliente, el llanto duradero y la perdida gente para todos aquellos políticos que no se plieguen a sus dictados: populares, socialistas, nacionalistas y discrepantes de IU se hacinan en los nueve círculos del averno de su cosmogonía particular para acompañar a los lujuriosos, avaros, iracundos, heresiarcas, epicúreos, violentos, suicidas, blasfemos, usureros, simoníacos, adivinos, ladrones, sembradores de discordia, falsificadores y traidores a la patria que Virgilio fue mostrando a su compañero de viaje.

Concluye, así, la luna de miel que vivieron a lo largo de la anterior legislatura el presidente del PP y el coordinador de IU, socios en la empresa de acabar con la mayoría parlamentaria socialista mediante una acción concertada desde la izquierda y desde la derecha. Animados por idéntico propósito y alimentados por las mismas lecturas (la Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano regalada por su anfitrión Pedro J. Ramírez -según narra Esther Esteban en su libro El tercer hombre - la noche en que sellaron su acuerdo), el premio a esos comunes esfuerzos sería distinto para cada comanditario después del 3-M: mientras Aznar conquistó la presidencia del Gobierno, Anguita se tuvo que conformar con 21 diputados.

¿Cómo entender el desengaño amoroso del coordinador general de IU, alertado en teoría por la obra clásica de Edward Gibbon acerca de los emponzoñados efectos del poder sobre sus titulares? Enfrentado con la necesidad de explicar la negativa de Aznar a la desclasificación de los papeles del Cesid pese a sus anteriores ademanes de entregarlos a los jueces, Anguita ha respondido con un tosco y poco esclarecedor dilema: o bien los gobernantes del PP engañaron conscientemente a los ciudadanos, ya que albergaron siempre la intención de negar a los tribunales los documentos robados por Perote y empleados por Conde para extorsionar al Gobierno socialista, o bien se vieron obligados a rectificar su sincero propósito inicial por presiones de altas instancias (es decir, de la Corona). Si el superficial simplismo de los motivos atribuidos al cambio de criterio de los populares (o fueron unos mentirosos antes o son unos calzanazos ahora) sobre la desclasificación de los papeles secretos sirviese de modelo explicativo para la rectificación de Anguita respecto a Aznar, el coordinador de IU quedaría atrapado en los cuernos de un burdo dilema que lo presentaría o como un tonto de remate (susceptible de ser engañado por el más rudimentario trilero) o como un redomado sinvergüenza (fingidamente escandalizado por un viraje de 180 grados fácilmente previsible por cualquiera).

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