Martes 10 de septiembre de 1996

Los otros Francos del mundo

EDUARDO HARO TECGLEN

Una emisora muestra al último -¿penúltimo?- Yeltsin: me recuerda los últimos y largos tiempos de Franco. Al nuestro -es una manera de expresarse: a quien nos dictó y desgració; al de quien sea- se le había encogido la ya breve estatura, la palabra se le iba hacia dentro y sólo movía, como un fantoche roto, un brazo que subía de arriba abajo. En cuanto se lo sujetaban un poco, firmaba penas de muerte: ponía el «cúmplase», en ese lenguaje abyecto.

Yeltsin está más entero, pero parece retardado, con el disco de dentro lentísimo; un poco idiota. O mucho, si se fija uno. El Papa compone mejor su agonía. Quizá la obsesión ambulatoria, la necesidad de correr de un sitio a otro, sea una manía de moribundo de los que no creen que, moviéndose, se salvan. Sin embargo, quedaría mejor si, como sus predecesores, se recluyera, se mostrara poco, se dejara escribir sus encíclicas y sólo asomara un poquito al balcón del reloj de cuco, ante las monjitas del mundo (van a pedir, por ahora, por Teresa de Calcuta, que también se va: debería canonizarla en vida, aunque sea imposible). En esas instancias, la exhibición de la enfermedad y la llegada de la muerte parece inevitable: todavía se ve al ex presidente Balaguer de Santo Domingo, que también da los últimos pasitos que daba Franco por el sanatorio.

Estas largas e inútiles despedidas son inútiles, dolorosas, y reflejan debilidad en el poder, cuando quieren mostrar lo contrario: el alcance vitalicio de un mandato, como en las monarquías y las repúblicas dictatoriales. En Rusia es una tradición soviética: sus dirigentes, en los últimos años, se caían físicamente de viejos y enfermos, pero seguían. Y en China, donde el pobre Deng sigue adelante.

En el fondo, estos regímenes materialistas creen en el mito de la inmortalidad. El caso Franco fue muy característico: bajo el manto de la Virgen del Pilar, con el trozo de momia de santa Teresa, agobiado de médicos: sus familiares no le dejaban morirse: creían que, cuando cayese, pagarían ellos todas las culpas juntas. No fue así, y comenzaron a pasarlo mejor que nunca. También ellos eran dictados.

Hubo unos buenos días de euforia nacional, y luego volvió todo a lo de siempre: pagaron los de la escala social que paga, y que va a pagar un poco mas. ¡Cien pesetas por receta; lo que sea!

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