El gran error de Adolfo Suárez

MANUEL ORTIZ

Conservo -acrecidos por la serenidad de juicio que el tiempo y la distancia otorgan- la admiración y el afecto que durante largos años de convivencia supo despertar en mí Adolfo Suárez. La ocasión para hacer un breve balance de algunos aspectos de su quehacer político viene propiciada por la concesión a Suárez del Premio Príncipe de Asturias de la Concordia 20 años después de su nombramiento como presidente del Gobierno.

Se ha aceptado generalmente que su principal mérito fue conducir la transición política desde un sistema autoritario a otro democrático y hacerlo sin traumas y sin ruptura de la legalidad vigente. Hasta ese evidente protagonismo histórico se ha visto salpicado por comentarios mezquinos que han querido limitar su actuación a la del actor de teatro que recita un papel aprendido de memoria y cuya autoría le es ajena. La realidad es que, en julio del 76, Adolfo Suárez tuvo que enfrentarse con una misión casi imposible, en un ambiente enrarecido, tras el fracaso en la urgente tarea de devolver la soberanía al pueblo español del primer presidente del Gobierno de la Monarquía.

La primera medida fue legalizar los partidos políticos, tarea para la que el presidente del Gobierno me encomendó directamente establecer los necesarios puentes con el partido socialista, todavía en la clandestinidad por aquellas fechas; no fue especialmente difícil ni complicada esta parte del retorno a la normalidad, en la que establecí los primeros contactos con Felipe González, Luis Gómez Llorente y Luis Solana, entre otros dirigentes del PSOE de la época. Luego, de acuerdo con el proyecto esbozado, el 9 de abril del 77, el Gobierno toma la decisión de legalizar el Partido Comunista de España, y fue esa decisión la que hizo viable la celebración de unas elecciones sin sombras de pucherazos ni tintes autoritarios.

Cuando un año y pico después, con el referéndum del 6 de diciembre del 78 se aprueba la Constitución Española -hoy vigente-, Adolfo Suárez no sólo había culminado con éxito la dirección de un proceso impecable de transición a la democracia desde la legalidad vigente, sino que había establecido también las bases jurídicas sobre las que se asentó la convivencia de los españoles en los difíciles años que siguieron. Ciertamente que la Constitución fue una fórmula de compromiso penosamente pactada; en eso radica su fuerza. A nadie acababa de gustarle por completo, pero a nadie le fue impuesta. Será preciso, en mi opinión, cambiar muchas cosas en España antes de tocar sustancialmente esa Constitución, que, hoy por hoy, sigue siendo piedra angular de la convivencia.

La segunda faceta del quehacer político de Adolfo Suárez fue su decisivo y valeroso impulso al Estado de las autonomías. En aquella segunda mitad de los setenta, muy pocos supieron otear el horizonte que se avecinaba: el complejo proceso de la construcción europea entretejido con el resurgir de los nacionalismos. Alguna vez he contado con cuánta decisión abordó el presidente del Gobierno la operación de restituir al honorable Tarradellas en la sede de la Generalitat de Cataluña. En aquellas fechas yo era gobernador civil de Barcelona, y me tocó recibir al honorable Tarradellas a su llegada al aeropuerto madrileño de Barajas, en compañía de los señores Martín Villa y Sentís. En realidad, nuestra misión era valorar si podría esperarse un resultado positivo del encuentro de Tarradellas con el presidente del Gobierno. El hecho es que aquella entrevista -que estuvo a punto de ser un gran fracaso- terminó con el regreso del señor Tarradellas a Barcelona y constituyó el navío emblemático que posibilitó -creo- la viabilidad del sistema autonómico en su conjunto. Justo es reconocer que buena parte del mérito hay que atribuírselo a la sensatez y sagacidad de que dio amplias pruebas el honorable Tarradellas. Pero, sin Suárez, Tarradellas nunca habría tenido ocasión de pronunciar su famoso «Ja soc aquí», de resonancias tan similares al «Decíamos ayer» de fray Luis de León.

Pero esto no es todo: Suárez impulsó y realizó profundas reformas en la sociedad española. Recordemos ahora, sólo de forma enunciativa, la reforma fiscal, la de la Administración militar del Estado, la del derecho de familia y la del sistema de concertación económica, sindical y laboral.

Quiero añadir algo más. La otra gran aportación de Suárez fue un estilo, un talante de mesura, responsabilidad y respeto. Su trabajo en la transición fue realizado desde la serenidad, desde el respeto profundo a los demás, desde una cortesía que no fue nunca una fórmula de manual, sino un permanente reconocimiento de la dignidad del otro. En cierto sentido, inauguró un nuevo estilo de convivencia política, y valgan algunos ejemplos concretos para mostrarlo: desterró el tuteo como fórmula tópica de dirigirse en los discursos a un público masivo; respetó siempre posiciones adversas o críticas cuando le fueron expuestas con claridad, aun a riesgo de descalabrar en sus proyectos políticos; buscó permanentemente el pacto y el consenso, no como una fórmula fácil de esquivar problemas, sino como expresión de un profundo respeto ante posiciones diferentes de adversarios o aliados políticos. Los Pactos de La Moncloa son un buen ejemplo de aquel sistema que luego ha venido generalizándose. Y, en fin, soportó las críticas, razonables o interesadas, con serenidad. Y, desde luego, se ha negado siempre con firmeza a practicar la ley del Talión. Cuando le tocó enfrentarse con Tejero lo hizo con valor y serenidad, y cuando se convenció de que no tenía apoyos para seguir gobernando se marchó sin vacilar, sin amargura y convencido de que era lo mejor para España.

Hay, sin embargo, una cosa en la que se equivocó de plano. Le recuerdo, en aquellos primeros días de la transición, diciendo con contenido entusiasmo, pero sin ápice de vanidad personal: «Vamos a hacer una obra que va a asombrar al mundo». Creo que conseguí, discretamente, velar mi escepticismo, porque, con independencia de los resultados de nuestro trabajo, yo presentía entonces que tardaría mucho en llegar el tiempo de los reconocimientos en nuestro país. Adelantarse a su tiempo con la transición, que, quizá no le hubiera tocado lógicamente hacer a él, fue el gran error que cometió Adolfo Suárez, del que hoy empezamos a absolverle.

Manuel Ortiz fue el primer secretario de Estado para la Información y portavoz del Gobierno de Adolfo Suárez. © Copyright DIARIO EL PAIS, S.A. - Miguel Yuste 40, 28037 Madrid
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