Boleros

CÉSAR ARMAS MORALES


Lo leí el otro día en el periódico. No eran meras palabras impresas, más bien era un tratado en defensa del bolero. Con la lectura llegaron mis tiempos de niña asomada al mar, con la piel pintada de sol, y sosteniendo con ambas manos una escoba que me valía de micrófono. Me pulía el pelo, y engañaba a la infancia con los volantes más bellos del armario de mamá. Arañaba las caderas con las palamas de las manos empeñadas en esculpirlas; aceleraba el rezo del corazón hasta que éste se olvidase del compás de la cabeza. Y tiraba la mirada al agua, el mar la recogía y me la devolvía resulta y evaluada. La danza se alargaba con las olas y se desvanecía finalmente con el sueño.

Le pedí a la señora, ella me entendió y me elogió con su consentimiento. Corrí entonces a la azotea y avisté la calle. Le dije al mundo, con grave silencio sonoro, la buena nueva que me contó el diario. Estorbé al tiempo clavando largo rato las mejillas sobre el codo de las muñecas, para dejar después a la vista tropezar con la peripecia ingenua y arrebatadora de la duda. La negrita surgió como beneficio de la duda. Venía por la acera con su continuo balanceo. Le pegué un silbido que le bastó para reconocerme. Calló el paseo bailable y me buscó con la vista alzada. Le grité que le tenía un regalo, y que la jefa me daba la tarde libre. La muy novelera me dijo que acababa unas diligencias y me pasaba a buscar sin falta. La suerte de las sorpresas se vive con júbilo desde la escasez.

Luego vinieron los niños aseados y dispuestos para llevarlos al colegio; los corotos rondando de nuevo sus territorios oficiales, y la fregona sonrojando el suelo. Cerrada la rutina doméstica, volví a casa.

La negrita lleva en la ciudad dos meses. Contrajo matrimonio con un funcionario español que la fue a conocer a La Habana. Ella se vino encantanda a la urbe, aunque a veces se desespera y suela unas lágrimas; «¡Las lágrimas me alivian chica!», me dice siempre, y siempre acabamos emparejando nuestros rostros totalmente llovidos, empapándonos por la solemnidad de los recuerdos.

Me vino a buscar. Salimos con nuestras mejores galas, con los labios más tostados y con idénticos bolsos negros de piel sintética. Algunas monedas sueltas en la cartera y muchas burbujas preñadas en el interior de ambos estómagos. Insistió, pero la convencí para que aguardara hasta el final del recorrido reprimiendo su más severa seña de identidad: la curiosidad.

Durante el paseo por la acera estrecha hice el esfuerzo de emular su vaivén con las caderas. «¡Parece que no las tengas clavaditas al tronco!», me reprochaba a la vez que despertábamos una larga y tempetuosa carcajada. «¡Igualitas a las carcajadas del sur!», señalé, ¡maldita la hora!; ella comenzó a tropezar con los tacones, a refugiarse la mirada tras el pañuelo, a recordar , seguro, -porque siempre lo hacía llegada esta circunstancia- la carcajada de la madre, el coro de risas del enjambre de negritos -como ella los llamaba-, la carcajada de la brisa reposada en frente del porche, y la más ausente de todas ellas: la carcajada del mar...

Me entretuve durante su desplomo en recordar las palabras que evidenciaban a Madrid como el centro; más tarde se tornó en el filo y la periferia de mi desdicha. Madrid no es más que el paseo previo al regreso, la factura a pagar por llenar el estómago de los míos. Detrás de los bloques no me queda más que el universo de mi patria chica.

Despejé a la negrita con el esbozo de unas de esas canciones que le encogen el corazón. Vino hacia mí y me apretó con los brazos; dejó latir la levedad de una de las lágrimas emigradas en una de mis mejillas. Me dijo lo pendejas que éramos por obligar a la memoria a permanecer abierta: «¡Con lo atiborrada que está la pobre!». Caminamos abrazadas con menos firmeza, respondiendo al sosiego de nuestras mentes; «¡qué feo que cantas chica!», apuntó con sorna, y volvimos a detenernos por un llanto reído.

Le conté, mientras atravesábamos la Puera del Sol, lo que había leído esa mañana: «Lucrecia Pérez confesaba que el bolero era la vida misma». El bolero era la música de fondo de nuestros tramos de existencia. El bolero es amor, distancia, ternura y nostalgia. «Nuestras vidas son pura melodía», aseguraba la negrita en lo que se acomodaba el moño reflejado en una cristalera, y terminaba la tarea rememorando el vaivén y sorprendiendo a los transeúntes con unos cuantos versos cantados: «Esta tarde vi llover, y no estabas tú...».

Al fondo del local, sobre la escena, estaba la morena Lucrecia. Con un desfile de colores en su cabello, y con un arco iris disuelto en su mirada. Las muecas morenas están más a la orilla del terreno, más a las faldas del sol. Sonaban los acordes y estallaba la voz morena.

Le doné a la negrita aquellos sabios pasajes de vida vestidos de bolero. «Contigo aprendí que existen nuevas y mejores emociones...».

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