Reflexiones sobre la visita de los brigadistas

GABRIEL JACKSON

En estos primeros días de noviembre, España auspicia la visita de unos 400 o 450 veteranos de las Brigadas Internacionales, el 1% de los 40.000 miembros originales todavía vivos y con una salud lo bastante buena como para realizar el viaje desde su tierra natal (unos 30 países aproximadamente). Están aquí en respuesta al reconocimiento que se les brindó hace exactamente un año, cuando las Cortes de la Monarquía constitucional elegidas democráticamente aprobaron por unanimidad ofrecerles la «ciudadanía española por carta de naturaleza».

Complicaciones legales que debían de ignorar los propios diputados están retrasando los trámites para la concesión de la ciudadanía, pero, no obstante, la intención generosa de las Cortes y la gratitud de los brigadistas son evidentes. En el presente artículo me gustaría comentar los múltiples significados de su acción entre 1936 y 1938 y en las seis décadas transcurridas desde la guerra civil española.

De los futuros voluntarios en el año 1936, sólo unos cuantos latinoamericanos y franceses sabían realmente algo de España o se preocupaban por ella. Lo que sí sabían es que una junta militar intentaba derrocar al Gobierno republicano legalmente elegido y que los regímenes racistas y militaristas de la Italia fascista y de la Alemania nazi estaban enviando hombres y suministros a los generales rebeldes. Hablando desde un punto de vista ideológico, todos ellos eran antifascistas y creyentes precoces en la igualdad de las razas. Oliver Law fue el primer negro norteamericano elegido oficial por sus camaradas en una unidad militar estadounidense. La mayoría de los voluntarios creía que el capitalismo debía ser sustituido por alguna forma de propiedad y gestión colectivas de la economía nacional, y entre un tercio y la mitad de ellos consideraban que la Rusia soviética ofrecía el mejor modelo para la sociedad colectiva deseada.

Su historia de amor con España empezó nada más llegar. Últimamente he oído a jóvenes españoles manifestar, al comentar la película Tierra y libertad, su incredulidad respecto a la camaradería instantánea en los trenes y en las calles entre milicianos catalanes y aragoneses y trabajadores y estudiantes europeos y del hemisferio occidental; e incredulidad también ante la escena en la cual los soldados y los habitantes de los pueblos discuten sobre si deben distribuir las tierras confiscadas entre las familias de campesinos o colectivizarlas.

Los jóvenes españoles de hoy viven en una sociedad muy pragmática, muy centrada en el dinero, en la que esa clase de idealismo desinteresado parece, en efecto, increíble. Pero en 1936 la confianza instantánea en el hombre y la solidaridad desinteresada eran características comunes de las clases trabajadoras, en especial si estaban influidas por las doctrinas socialistas y anarquistas. De hecho, muchos de los brigadistas procedían de familias de clase media y rechazaban conscientemente lo que consideraban características mezquinas y egoístas de la sociedad «burguesa». De hecho, se enamoraron de esos gestos de afecto y solidaridad espontáneos que experimentaron en una España en la que la psicología del cálculo del interés privado no estaba tan generalizada como en los países más industrializados de Europa del norte y el mundo anglosajón.

Si analizamos los aspectos prácticos de su experiencia en España, los voluntarios, al igual que toda la población de la zona republicana, tuvieron que decidir cómo se sentían respecto a la influencia creciente de los comunistas. Como aspecto positivo, la Unión Soviética era el único país que vendía armas al Gobierno legal y civil. Era la única nación poderosa partidaria de una alianza defensiva entre las democracias occidentales y la Unión Soviética, una alianza que podría haberse anticipado a la II Guerra Mundial. En España, la mayoría de los líderes militares y administrativos más capaces procedían de las filas del Partido Comunista, en rápida expansión. Pero en el lado negativo, el precio de la ayuda de Stalin era que sus agentes purgaran a los que él designara como sus enemigos trotskistas. Los brigadistas estaban amargamente divididos entre aquellos que compartían la definición que hacía Stalin del trotskismo y otras desviaciones, y los que sufrían en silencio por temor a que un criticismo abierto pudiera poner en peligro la única fuente de suministros externos para la República.

Entre una cuarta y una tercera parte de los 40.000 voluntarios internacionales murieron en España. Varios miles más lucharon durante la II Guerra Mundial en las resistencias francesa e italiana y en las Fuerzas Armadas soviéticas, británicas y estadounidenses. En los años transcurridos desde la II Guerra Mundial, sus nombres han salido con frecuencia a colación en relación con causas claramente asociadas con su compromiso original antifascista en España. Un puñado de ellos fueron víctimas de las purgas de Stalin en el este de Europa en 1948 y en 1949. Y tras la muerte de Stalin, los brigadistas polacos y húngaros destacaron en 1956 en los esfuerzos realizados para introducir de nuevo la libertad política y reformar la economía centralizada de su país, bajo dominio soviético. En 1968 se significaron durante la Primavera de Praga, el intento, encabezado por Alexander Dubcek, de introducir «el socialismo con rostro humano».

También se mostraron activos en la Yugoslavia que, entre 1948 y 1980, experimentó con diversas formas de autogestión del trabajador e intentó, aunque sin éxito, establecer un sistema federal que satisficiera las demandas de descentralización sin caer en un torbellino de nacionalismos enfrentados. En general, en los países occidentales, sus compromisos políticos seguían inscribiéndose en la izquierda marxista y antiimperialista. Se oponían a la guerra en Vietnam y al imperialismo norteamericano en Latinoamérica. Se inclinaban a favor de la Cuba de Castro, tanto para defender a un vecino pequeño contra un abusón grande como para defender una dictadura comunista; en algunos casos, también con la vana ilusión de que el régimen de Castro fuera menos dogmático que los regímenes de Europa del Este. Recaudaron dinero para ambulancias y proyectos de viviendas en Nicaragua durante la década sandinista. Se distinguieron en las protestas contra las matanzas de la CIA en América Central y Chile y expresaron su oposición al adiestramiento en Fort Benning de torturadores policiales latinoamericanos mucho antes de que se reconociera públicamente la existencia de ese proyecto del Ejército de Estados Unidos.

Por supuesto, es difícil generalizar sobre la trayectoria política de miles de hombres muy individualistas. Pero me parece que pueden distinguirse unos cuantos temas generales a lo largo de estos sesenta años. Empezaron como antifascistas que o bien aprobaban activamente, o bien aceptaban como un hecho vital la influencia dominante del Partido Comunista oficial (estalinista). Después de España, el denominador común de su participación política puede describirse como un socialismo flexible sin anticomunismo: los movimientos de resistencia durante la II Guerra Mundial, los esfuerzos de reforma dentro del mundo soviético y de la Yugoslavia del mariscal Tito, el beneficio de la duda concedido a Vietnam del Norte, a la Cuba de Castro y a la Nicaragua sandinista, al menos en relación con el imperialismo norteamericano. Y en lo que respecta a España, la enorme satisfacción de que a la larga dictadura franquista le sucediera la democracia política.

Gabriel Jackson es historiador. © Copyright DIARIO EL PAIS, S.A. - Miguel Yuste 40, 28037 Madrid
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