Lunes
2 diciembre
1996 - Nº 213

ESPAÑA-CUBA

Un amor tormentoso

Las relaciones entre Madrid y La Habana han pasado por muchos momentos difíciles, pero la sangre nunca llegó al río

SANTIAGO PÉREZ DÍAZ

Juan Pablo Lojendio arremete contra Castro
ante las cámaras, en 1960. (Life)
La instauración del régimen castrista en Cuba fue recibida por el régimen franquista con una mezcla de cautela y expectación en tanto no se decantara la ideología y la actuación de los nuevos dirigentes de la isla. Los periódicos españoles no se atrevieron a escribir editoriales sobre el asunto. En Madrid, Juanita Castro, hermana de Fidel, con el que acabaría rompiendo al cabo de los años, ocupó la Embajada cubana, situada entonces en la calle de Juan de Mena, muy cerca de la Cibeles, y arrojó por la ventana el retrato del dictador Fulgencio Batista. En aquel mes de enero de 1959 muy pocos conocían la verdadera personalidad de Fidel Castro, que ya la había manifestado con creces en los años estudiantiles, y no dieron importancia a sus primeras declaraciones: «No es el poder lo que me interesa. Únicamente deseamos asegurar la libertad del pueblo».

Ya durante el primer mes, Castro fue eliminando a sus rivales políticos y llevó a cabo fusilamientos masivos tanto entre los partidarios de Batista como entre algunos de sus compañeros que no siguieron sus directrices. A la revista Life Castro le iba a durar tres portadas, hasta 1963, para no aparecer ya nunca más. Sin embargo, no lo había visto así la izquierda falangista del régimen. El periodista de esa ideología Rodrigo Royo, fundador y director de la Revista SP, había nombrado corresponsal en Cuba a su camarada Cotón Bustamante, un mutilado en la guerra civil que se definía como «falangista-castrista». Curiosamente, el propio Castro había tenido como libro de cabecera en Sierra Maestra las obras completas de José Antonio Primo de Rivera, según contó Carlos Franqui, entonces hombre clave en la primera propaganda del régimen.

El martes 5 de enero de 1959, el embajador español Juan Pablo de Lojendio acudió a la televisión cubana para expresar sus mejores votos. Había aprendido el camino, que volvió a recorrer justamente un año y 15 días después, en esta ocasión para todo lo contrario. El día que se celebra la tradicional tamborrada en San Sebastián, el embajador Lojendio, donostiarra de pro y con el ánimo cargado un poco por la festividad y otro poco por la indignación, se presentó en los estudios de la CMQ, en donde Castro llevaba algún tiempo hablando con periodistas y había formulado una acusación a la Embajada española de conspirar contra el régimen. El diplomático fue conminado allí mismo a abandonar la isla en un plazo perentorio. Se había producido la primera crisis entre España y la Cuba castrista.

Crisis tras crisis

La noticia la recibió en Madrid ya muy de noche Marcelino Oreja, jefe de Gabinete del ministro Fernando Castiella, que acudió de inmediato al Ministerio. Allí pasó revista a la situación y el ministro llegó a la conclusión de que había que despertar a Su Excelencia para informarle del asunto. Castiella llamó a El Pardo, el general Franco se puso al teléfono, escuchó lo que le decía el ministro y, finalmente, pronunció su veredicto: «Castiella, usted es el ministro. Haga lo que crea oportuno. Con Cuba , cualquier cosa menos romper«. Las relaciones se rebajaron a nivel de encargado de negocios, pero España no participó nunca en el embargo decretado por Estados Unidos contra Castro. Las relaciones plenas se restablecieron en 1973.

Los ataques de Castro contra España, que no mencionó a Franco nunca, se reprodujeron en agosto de 1960 a propósito del enfrentamiento que mantuvo el castrismo con la Iglesia católica. En esa época los sacerdotes leyeron una pastoral para denunciar la creciente influencia comunista y pedían al Gobierno que garantizara la libertad religiosa. En la isla había unos 700 curas españoles a los que Castro amenazó con enviarlos «a cortar caña y si no que se vuelvan para España». Esta última fue la solución final.

La siguiente crisis no tuvo un punto culminante, un momento de especial tensión, porque se produjo poco a poco, según el régimen se iba consolidando y estrechaba lazos con la Unión Soviética. Buena parte de los intereses españoles fueron expropiados sin indemnización. Estaban valorados en 350 millones de dólares de 1968 y afectaron a 3.151 ciudadanos. (En 1987 los dos países pactaron una indemnización de 5.416 millones de pesetas a pagar en 15 años). Pero ello no repercutió en las relaciones bilaterales ni en las comerciales. Los autobuses Pegaso comenzaron a recorrer las calles de las ciudades cubanas. Tras el triunfo de la revolución, los viejos Leyland de dos pisos se vinieron abajo por falta de mantenimiento y piezas de repuesto. Se sustituyeron con los Skoda de Checoslovaquia, que estaban hechos con tecnología anticuada válida para el clima frío de Europa Central, pero no para los calores tropicales de Cuba. Solución: importar vehículos españoles, que dieron un gran resultado.

Esto planteó un problema político y moral a los viejos militantes comunistas españoles que vivían en Cuba. Tras acreditar que los autobuses procedían de la Península, se preguntaron: «¿Es posible que el régimen de Franco haya sido capaz de fabricar esto?». En tanto que españoles se sentían muy satisfechos del asunto, pero como comunistas no podían expresar ninguna alegría.

Finalmente el dilema se resolvió argumentando que los trabajadores españoles estaban a la altura de los mejores del mundo a pesar del sistema político fascista que había en España. Más tarde llegaron los camiones Barreiros.

Y en 1975, a la muerte de Franco, Castro decretó tres días de luto oficial, detalle que no tuvo un año después con el líder chino Mao Zedong. Ya el jefe de la revolución había promulgado un decreto en los primeros años del régimen prohibiendo a la prensa que denigrara a los jefes de Estado de España, Reino Unido y Francia para evitar expresiones como la de «sanguinario dictador» o «el enano de El Ferrol», frecuentes en los artículos periodísticos.

Visita oficiosa de Fidel

Con la llegada de la democracia a España se intensificaron los contactos políticos. Precisamente fue Adolfo Suárez el primer hombre de Estado occidental que visitó oficialmente La Habana, el 9 de septiembre de 1978. Fue recibido al pie de la escalerilla del avión por el propio comandante; ambos presidentes se abrazaron, sellando así un buen espaldarazo político mutuo. Castro salía del gueto del tercer mundo y el presidente español respiraba, al estar muy acosado entonces por la oposición socialista, que lo tachaba de reaccionario. Suárez esperó hasta el último momento para invitar a Castro a que visitase España, pero el ambiente no estaba aún preparado.

El 16 de febrero de 1984, ya con Felipe González en la Moncloa, Castro se presentó por sorpresa en el aeropuerto de Barajas, junto con el líder sandinista Daniel Ortega, en una escala técnica al regreso de un viaje oficial a Moscú en un avión de la compañía soviética Aeroflot. Los dos estadistas centroamericanos permanecieron en Madrid cinco horas, y el jefe del Estado cubano conversó telefónicamente con el Rey. «Te he metido un gol», bromeó Castro con González.

En esa época existían diferencias entre Madrid y La Habana por la liberación pendiente de Eloy Gutiérrez Menoyo, un líder histórico de la revolución que llevaba 21 años en la cárcel, donde fue torturado por disentir con Castro. Menoyo había nacido en Madrid, era hijo de un destacado miembro del PSOE que se exiló en Cuba tras la guerra civil y había entrado con sus tropas en La Habana en enero de 1960 antes que Fidel. Por fin, éste puso en libertad al hoy dirigente socialdemócrata de la oposición cubana, un mes después del viaje que Felipe González efectuó a Cuba en noviembre de 1986, cuyo punto fuerte fue una visita de ambos dirigentes al cabaret Tropicana.

Esa entrevista se había retrasado porque un año antes se había producido la crisis del viceministro de Planificación Manuel Sánchez Pérez, que había solicitado asilo político en España. Cuatro funcionarios armados de la Embajada cubana intentaron secuestrarle en las inmediaciones de la madrileña plaza de Colón, pero unos transeúntes, que eran agentes del Cesid, se lo impidieron. Los funcionarios cubanos fueron expulsados del país. Sánchez Pérez poseía datos económicos de primera mano sobre la situación en Cuba, así como detalles de la venta de armas y sobre la presencia de tropas cubanas en Angola.

Otros puntos de conflicto entre los dos países fueron la presencia de etarras en la isla en los años ochenta, las sucesivas declaraciones de Castro sobre el Quinto Centenario y la crisis de los cubanos refugiados en la Embajada española en julio de 1990, pero en ningún caso la sangre llegó al río.

Visita oficial de Fidel

Por fin, Castro estuvo oficialmente en España. Fue en julio de 1992, con motivo de celebrarse en Madrid la II Cumbre Iberoamericana de jefes de Estado y de Gobierno. Para entonces ya se había producido la caída del muro de Berlín y los soviéticos habían anunciado que ya no enviarían más subvenciones a la isla, que estaban cifradas en dos millones de dólares diarios.

Castro llegó con una exagerada escolta porque, según sus palabras, «hay gusanos por todas partes«. Viajó a Sevilla, jugó con el presidente gallego Manuel Fraga al dominó, visitó la aldea lucense de Láncara en loor de multitud de los paisanos de su padre e, intempestivamente, abandonó España sin apenas despedirse de su anfitrión gallego.

González había aprovechado la presencia del líder cubano en España para pedirle que convocara elecciones y afirmar en la Conferencia: «No queremos presos ni exiliados políticos».

© Copyright DIARIO EL PAIS, S.A. - Miguel Yuste 40, 28037 Madrid
digital@elpais.es | publicidad@elpais.es


Volver al comienzo

Volver