Negociaciones después del 3-M

La asignatura pendiente de la financiación


La descentralización del gasto no ha llevado aparejada la exigencia de impuestos por las comunidades



PABLO FERNANDEZ Madrid
N o existe una varita mágica. La financiación autonómica es una de las asignaturas penÉ dientes desde que la Constitución de 1978 instauró el paso de un Estado centralista a otro descentralizado, y en especial desde que a mediados de los ochenta empezó a plantearse el debate sobre el reparto de los recursos entre los distintos niveles de las administraciones públicas.
La falta de mayoría parlamentaria del PP, tras las últimas elecciones, y la necesidad de contar con los nacionalistas, en especial con Convergència i Unió, ha desembocado, como ya ocurrió en 1993 tras la insuficiente mayoría del PSOE, en un debate en que colisionan distintos objetivos, difíciles de alcanzar de forma simultánea: una mayor corresponsabilidad fiscal, un volumen superior de recursos para algunas autonomías y el mantenimiento de la presión fiscal, todo ello sin atentar contra la cohesión territorial. Quizá se pierde de vista que Alemania ha tardado veinte años en encontrar un marco estable.
En España, desde la LOFCA de 1980 --que implantó una financiación autonómica basada en las transferencias estatales--, no se ha encontrado la fórmula magistral. La introducción de la cesión del 15 % del IRPF en 1994 no ha dejado un buen sabor de boca, en especial en las filas de los nacionalistas catalanes, aunque sus defensores recuerdan que esa decisión --la propuesta nació en el PSC-- fue sólo un primer paso hacia una mayor autonomía de las comunidades en los ingresos.
Está claro --o al menos así lo reconocen los expertos que analizan el actual sistema desde una postura de cierta independencia, como el grupo que elaboró el libro blanco sobre financiación (Joaquim Solé, Carlos Monasterio, Francisco Pérez y José Víctor Sevilla) o la agencia de "rating" Moody's-- que el modelo en vigor en para financiar las haciendas autonómicas no es virtuoso. El Estado autonómico avanza, pero sólo por el lado del gasto, y eso se ve fácilmente al observar los volúmenes de recursos que gestionan las comunidades.
En 1994, el gasto consolidado de las autonomías sumó 6,8 billones de pesetas. En 1984, ese gasto consolidado era de 1,2 billones. Ha habido un fuerte aumento de la responsabilidad de los gobiernos autonómicos, que han visto multiplicar casi por seis su dispendio anual. El resultado es que las autonomías han ganado peso en los últimos años en el conjunto del gasto de las administraciones públicas, al pasar de menos del 15 % en 1984 al 27 % en 1994.
Por el lado de los ingresos, la situación es bien distinta. En 1993, los recursos propio obtenidos por las autonomías fueron sólo el 15,9 % del total, tanto a través de ingresos tributarios como de ingresos financieros, por la vía del endeudamiento. A ello se añaden los tributos cedidos, unas figuras impositivas que corresponden a las autonomías pero sobre las que decide normativamente el Estado. El resultado es que el Estado acaba por financiar el 85 % del gasto autonómico a través de transferencias.
Los ingresos de las comunidades tienen en España un peso relativo muy bajo dentro del conjunto de ingresos de todas las administraciones. Con datos correspondientes a 1993, se observa cómo de cada 100 pesetas de ingresos públicos totales de carácter tributario, sólo 6,2 pesetas los obtienen las administraciones regionales, mientras que el Estado logra 75,3 pesetas y las administraciones locales 18,5. Nada que ver con lo que ocurre con los países que tienen un sistema federal. La media de esos países muestra que las administraciones de nivel intermedio --comunidades en España, lander en Alemania o cantones en Suiza, por ejemplo-- obtienen 25 de cada 100 pesetas de ingresos totales. En realidad, el peso relativo de los ingresos del Estado en el conjunto de ingresos públicos es en España equiparable a la media en los países unitarios, es decir, aquellos en que sólo existe administración central y local.
No hay, pues, corresponsabilidad fiscal. Es decir, las autonomías gastan cada vez en mayor medida, pero no tienen que exigir a sus ciudadanos los ingresos por la vía de los impuestos. Ello lleva a que no impongan todo el rigor necesario en la gestión del gasto y a que se cree ilusión fiscal: las autonomías esperan mayores transferencias de las que al final se reciben. El ciudadano no visualiza que al pagar impuestos financia no sólo el gasto estatal, sino también el de su autonomía.
Al final, la insuficiencia de recursos lleva a que las autonomías se endeudan para financiar su gasto y ello supone, de cara al futuro, menor margen de maniobra y autonomía, ya que la deuda, aunque supone ingresos hoy, se tiene que pagar en los años sucesivos. La deuda de las autonomías es ya de cuatro billones.
Un problema añadido para la consolidación de un sistema estable de financiación autonómico es la diferencia que existe entre las competencias que han sido traspasadas a las diferentes comunidades: mientras que Cataluña, Galicia, Andalucía, Valencia y Canarias gestionan ya educación y sanidad, las restantes comunidades --al margen del País Vasco y Navarra-- empiezan sólo a tener competencia en educación. Copyright La Vanguardia 1996
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