Martes 25 de junio de 1996
Hacerse la oposición

MIGUEL ÁNGEL AGUILAR

Los resultados del escrutinio del 3 de marzo parecían marcar el fin de los penosos triunfalismos de otras veces. Era el camino de la alternativa sin extravíncere. Dos meses después, el 3 de mayo, en su discurso inicial de la sesión de investidura ante el Pleno del Congreso de los Diputados el candidato a la presidencia del Gobierno, José María Aznar, lo reconocía al afirmar que su programa se basaba «en la confianza en la sociedad española, porque en los próximos años el protagonismo de este esfuerzo modernizador ha de corresponderle más intensamente a ella». Por eso añadía que «a los poderes públicos les compete servir con más modestia y mejor a la sociedad española». Pero en unas semanas hemos pasado de enaltecer el protagonismo de la sociedad y de entender la función de los poderes públicos como modesto servicio, a proclamar el valor de hito histórico de cualquier orden ministerial remitida al Boletín Oficial del Estado. Asombra todo ello cuando se venía de aceptar como ventajosa la carencia en Aznar del malhadado carisma felipista.

Los analistas señalaban las diferencias entre los ajustadísimos resultados favorables obtenidos el 3 de marzo por el PP de José María Aznar y la arrolladora victoria de los socialistas de Felipe González el 28 de octubre de 1982. La aniquilación del partido de la UCD que, con Leopoldo Calvo Sotelo al frente del Gobierno, había convocado las elecciones abrió el camino a un poder desequilibrado, sin contrastes, sin alternativa. Así permanecimos durante años. El PSOE, al sentirse derrotado en 1979, se afanó primero en romper el póster electoral de Adolfo Suárez, contra el que la contienda hubiera sido mucho más difícil, y en aupar la figura de Fraga -recordemos cómo insistían en que a don Manuel le cabía el Estado en la cabeza- porque veían en él la más segura garantía del propio triunfo. Un triunfo tan holgado en el margen como indeterminado en el tiempo. Hubo de transcurrir una década para que empezara a forjarse con el regreso al centro una alternativa de Gobierno nucleada por José María Aznar, quien en seguida fue presa de la impaciencia por instalarse en la Moncloa.

Así que las urnas de marzo, expresión elogiada hasta la náusea de la sabiduría del pueblo español, traducían una voluntad de equilibrio que parecía ajena al paroxismo unamuniano tan propio del solar ibérico. Los del PP llegaban al Gobierno después de laboriosos pactos pero lo hacían acompañados desde el primer momento por una alternativa abanderada por el PSOE. Los socialistas abandonaban los ministerios sin resistencia pero todo presagiaba que continuaban en el poder. Su grupo parlamentario, con 141 escaños, debería ser tenido en cuenta para cualquier modificación sustancial vinculada a los quórum reforzados que exije la Constitución. Los errores que acompañan la acción de cualquier Gobierno se hicieron presentes enseguida pero el ruido de los desastres arrastrados de la etapa anterior por los socialistas empezó a producir la mudez de los llamados a ajercer como oposición. El asunto GAL continuó en primera página y otros acompañamientos como el navarro se sumaron para otorgar indulgencia plenaria a los nuevos inquilinos de la Moncloa.

Se impone pues que el PP tome a su cargo además de las responsabilidades del Gobierno, las que corresponden a la oposición, igual que lo hicieron algunos beneméritos socialistas cuando sus compañeros ocupaban los ministerios. Esperemos que entre aquellos que se sienten descolocados y los que anteponen el cultivo de los principios a la avidez del poder inmediato llegue pronto a constituirse en el PP un grupo autocrítico capaz de hacerse la oposición. Mientras tanto anuncio que algunos penitentes antes de arrodillarse en el confesionario -atentos que vuelve la confesión de boca- han establecido la costumbre de proceder a un barrido electrónico preventivo de indeseadas escuchas y que en medio de tantas privatizaciones va a acelerarse la nacionalización del Himno Nacional.


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