Sábado 15 de junio de 1996

Miles de personas celebran los 20 años de EL PAÍS

FIETTA JARQUE, Madrid
El público respondió con grandes expectativas a la convocatoria del concierto La noche del EL PAÍS, celebrado anoche en la plaza de Las Ventas de Madrid para conmemorar el vigésimo aniversario de la creación del periódico. Un escenario con dos grandes paneles que simulaban las páginas del diario dio cabida a un espectáculo musical, sazonado de entremeses teatrales. Los veinte artistas invitados interpretaron canciones emblemáticas de estos años, compuestas por otros músicos, que dieron lugar a versiones inusitadas. Una noche en la que la mirada atrás significó una revisión de las cosas perdurables.


Joan Manuel Serrat abrió la fiesta con Ara que tinc vint anys, un tema que no sólo pretendía centrar el motivo de la celebración y empezar a contar la historia desde el principio, sino demostrar que, aunque pasen veinte, treinta o quizás muchos años más, hay temas que no envejecen. La idea era ésa, y las canciones seleccionadas pasaron la prueba de fuego del tiempo y hasta el riesgo de ser sometidas a examen en la voz y modos de otros cantantes, ajenos, y a veces mucho, a su autor original.

Ketama llegó a continuación con Abre la puerta, de Triana, mientras se desgranaban titulares sobre los primeros pasos de la democracia española. La mujer fue otro de los temas elegidos para esta mirada a los cambios de estos años y fue Loquillo el que asumió con su habitual desparpajo el breve apunte sobre la cara femenina de estos cambios cantando ¿Qué hace una chica como tú en un sitio como éste?

Carmen Linares, como mujer, asentó el pie y la voz con Volando vengo y un grupo de actrices, liderado por Charo López y Rosa María Sardá, recordó también su diversidad leyendo fragmentos en las lenguas autonómicas. Otro de los que contribuyeron al espectáculo con un breve pasaje leído fue el filósofo Fernando Savater, que leyó los primeros y últimos párrafos de Cien años de soledad.

El concepto del director José Carlos Plaza para este montaje pretendía componer un cuadro de movimiento, sonido e imágenes. El propio diseño del escenario, con un largo pasillo que acercaba a los cantantes al público, una orquesta al fondo, bajo dos altos paneles con pantallas de vídeo emitiendo fragmentos de documentos y dos alargadas esculturas, a lo Giacometti, recordaban en todo momento que esto no era un concierto al uso. Cada dos o tres canciones había breves intervenciones de un grupo teatral que hacía alusiones diversas a la profesión periodística o a los temas tratados, como los deportes o los propios lectores.

Y fueron los lectores, en este caso el público, el que también quiso dejar claro que la libertad de expresión no sólo se da a un lado de la prensa. Los espectadores respondieron desde el primer momento, de forma casi unánime, tanto a las imágenes como a las canciones, y no dejaron de hacerlo tampoco cuando reclamaron en algunos momentos que se mejorara el sonido, sobre todo en las partes teatrales. Los micrófonos móviles de los actores no lograron superar el ruido de fondo de la multitud y eso quizá deslució un poco su participación.

Pero también quedó claro que allí todo el mundo tenía ganas de fiesta y no desperdiciaron oportunidad de animar a sus intérpretes preferidos, sobre todo cuando lograban ofrecer alguna versión perfectamente personalizada de la canción que les había tocado.

Aplausos y olés

Ése fue el caso de Enrique Morente, con Pongamos que hablo de Madrid, aplaudido con olés y gritos de ¡Torero, torero!, pero también de Joaquín Sabina ( Cruz de navajas), Andrés Calamaro ( Escuela del calor) , Mercedes Ferrer ( Cómo hemos cambiado) , Miguel Ríos ( Cruzar los brazos) o Ana Belén ( Mediterráneo) , que interpretó junto a Joan Manuel Serrat, el único que tuvo el privilegio de cantar dos canciones propias. Sólo se lamentó la ausencia de Manolo Tena, que a última hora no pudo actuar, y fue sustituido por Antonio García de Diego, que interpretó El blues del autobús, de Miguel Ríos.

Al final subieron todos los artistas al escenario para despedirse juntos en un emotivo gesto que ponía punto final a las celebraciones del vigésimo aniversario de EL PAÍS. Aunque no fue el auténtico final, porque después tanto ellos como los invitados celebraron con una copa los deseos de un futuro prometedor.

Pongamos que hablamos del país

MARUJA TORRES
La cola era de varias vueltas, y algunos habían empezado a guardarla a primera hora de la mañana, porque la promesa del cartel bien lo valía; hubo, incluso, quien pagó más dinero de la cuenta por una entrada en reventa. Con esto quiero decir que, en La noche de EL PAÍS, el público fue lo mejor.

Público joven, en su gran mayoría, abarrotando los anillos de Las Ventas. Abajo, en la arena, en torno al escenario blanquinegro en el que una gigantesca página de nuestro periódico reflejaba idealmente los sucesos de estos últimos 20 años, estaban los invitados, rostros populares -Pedro Almodóvar, Rossy de Palma, Penélope Cruz, Teo Escamilla, Fernando Savater, Mariano Barroso, Pastora Vega- y otros menos. Pastora Vega, de amarillo pálido, llegó de las primeras, sin Imanol y sin camionero cubano, pero Almodóvar y Rossy lo hicieron juntos y con retraso, y Barroso, que tiene cara de buen chico, tuvo toda la noche gesto de complacencia.

Quienes se sentían con voz y con voto, la masa de público, eran de la edad de EL PAÍS, año más o menos, y muchos ni siquiera habían cumplido los 20 que cantó Joan Manuel Serrat, abriendo la noche. «Catalanes al poder», bromeaba Serrat, poco antes, en los camerinos, mientras Charo López, vestida de negro, hablaba con la prensa.

Público juvenil, pues, que respondía con entusiasmo a los estímulos que le lanzaban desde el escenario sus cantantes predilectos, y que agradecía la excelente labor de la orquesta. Menos entusiasmo hubo, como es normal, ante las escenificaciones de actores y bailarines, que rompían el climax, perfectamente logrado, por otra parte, con el ensamblamiento de canciones / noticias. Entre músicas, las intervenciones habladas o recitadas creaban un distanciamiento brechtiano que se compadece mal con el ambiente de una plaza de toros inflamada de deseos de marcha. En cambio, la gente reaccionaba con entusiasmo a la mezcla país / EL PAÍS / actuaciones, y ovacionaba lo mismo la entrada de Ketama que el discurso de investidura de Suárez, que le daba paso y que hablaba de la normalización de nuestro país. La gente aplaudía la noticia a toda plana de que los españoles ya teníamos Constitución, igual que la interpretación que hacía Loquillo, paralelamente, de ¿Qué hace una chica como tú en un sitio como éste? Inmensa pitada a Tejero y tremendo aplauso a Enrique Morente con su personalísima versión de Pongamos que hablo de Madrid. Morente, que captó la sensibilidad nacionalmadrileñista del personal -poco proclive a las intervenciones en lenguas autonómicas-, metió una morcilla propia en la letra, tras cantar la frase «...que me lleven a Graná, donde nací». Y dijo: «Aunque en Madrid hay un lugar para todos», con lo cual la plaza se vino abajo, y salió aclamado como «¡Torero, torero!» La ovación habría podido servir también para honrar la memoria del alcalde Tierno Galván, cuyo entierro glosaba, en imagen, la primera página de este periódico en aquellos momentos.

Los problemas de acústica y de visión que sufrieron los espectadores de los extremos fueron abundantemente coreados con un «¡No se oye, no se ve!» que una de las invitadas, muy puesta ella en temas de actualidad, estuvo confundiendo durante un rato con «¡Ni Perote ni PP!» Mujer, era una noche musical / informativa, pero no tanto.

La noche de los escalofríos

DIEGO A. MANRIQUE

«¿De dónde son los cantantes?», preguntaba aquella niña cubana que se cruzó en el camino de Miguel Matamoros. La noche de EL PAÍS pretendía responder a una cuestión más peliaguda: ¿de quiénes son las canciones?

La noche de EL PAÍS lanzaba un reto a artistas de primera fila: el enfrentamiento con canciones ajenas, elegidas por su representatividad y por las necesidades del espectáculo. Hubo quien se sintió ofendido por la propuesta -«yo no quiero cantar nada que no sea mío»-, pero fueron más los que entraron en el juego.

Y entraron con todas sus energías. Enrique Morente aceptó atacar Pongamos que hablo de Madrid. ¿Misión imposible? No cuando está por medio la voluntad titánica de Morente, que infunde nueva intensidad a las pinceladas urbanas de Joaquín Sabina. El mismo Sabina proporcionó otro de los golpes de mano de la noche al hacer suya Cruz de navajas, ese drama nocturno que tan dulce sonaba en la versión original de Mecano.

No todos tuvieron que luchar a brazo partido con la canción que les tocó en suerte. Presuntos Implicados (Malos tiempos para la lírica) y Mikel Erentxun (Chica de ayer) hicieron colchones de plumas para que nada chirriara. Cristina Lliso, con la complicidad de Mariano Díaz, director musical, supo levantar el solemne Camino Soria, aparentemente inseparable de sus creadores, Gabinete Caligari. La gran Mercedes Ferrer (Cómo hemos cambiado), o Carmen Linares (Volando voy) fueron respetuosas pero dejaron marcas intensas. Loquillo recurrió a su chulería innata para recrear Qué hace una chica como tú en un sitio como éste, con la legitimidad rockera que le daba Pepe Burning Risi.

Finalmente, fue cuestión de tablas y dedicación: el carisma de Miguel Ríos (Cruzar los brazos) y el desparpajo de Javier Ojeda, que lidió con el último himno nacional, No estamos lokos. Juan Perro se tomó muy en serio la tarea de cubanizar Sabor, sabor y Antón Reixa imprimió garbeo jamaicano a Contamíname. Joan Manuel Serrat ejerció de padrino del espectáculo con el prólogo -¡inevitable!- de Ara que tinc vint anys y su multigeneracional Mediterráneo, en compañía de Ana Belén, como maravillosa despedida.

Volviendo a la pregunta inicial: las canciones pertenecen a los que, siendo sus autores o no, saben revivirlas y son capaces de provocar un escalofrío de emoción más profundo que el del mero reconocimiento.

EL PAIS DIGITAL, 15 de junio de 1996


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