La crisis del catalanismo
La sucesión de Pujol, el ascenso de Maragall
y el soberanismo de Esquerra han abierto un debate sobre el rumbo del catalanismo
que comparten en algún grado todas las fuerzas políticas
de la Comunidad Autónoma.
Jordi Pujol, de espaldas, durante la arrozada
en
Olot, Girona, en marzo de 2000 (P. Durán).
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El catalanismo político, que comparten
casi todas las fuerzas con representación parlamentaria en Cataluña,
está agitado por los cambios que se avecinan. La sucesión
de Jordi Pujol, cuya figura ha dominado la escena catalana durante los
últimos veinte años, marca un final de etapa. El Gobierno
catalán, con el apoyo de todas las fuerzas parlamentarias, ha lanzado
una ambiciosa campaña de relaciones públicas en el resto
de España, para mejorar la imagen de Cataluña que encarnó
durante décadas la modernidad en la sociedad española.
FRANCESC VALLS
Pierde fuerza Cataluña? ¿Pierde poder económico?
"Estas preguntas se las hace mucha gente cuando ve pasar macrofusiones
y alianzas, compañías que son adquiridas o centros de decisión
que se trasladan de Cataluña a otra parte", afirma Pedro Nueno,
profesor de IESE, la prestigiosa escuela de administración de empresas.
Nada es lo que era. Y el catalanismo, la fuerza que a principios de siglo
sirvió para que la burguesía catalana pusiera una pizca en
el Estado central, vive una nueva realidad. La Barcelona actual ha dejado
de ser la ciudad industrializada, económicamente potente, que competía
con un Madrid burocratizado y con vicios caciquiles. Ahora, la capital
catalana es, en algunos aspectos, subsidiaria de la de España, que
se está convirtiendo en referente económico.
Desde que en 1892 se redactaran las Bases de Manresa, enumerando los
principios a que aspiraba el catalanismo conservador, muchas cosas han
cambiado. Aquella plataforma dejaba al poder central únicamente
las relaciones internacionales, el ejército y las relaciones económicas
con el extranjero. El resto, para Cataluña. Luego, en 1907, la idea
tomó forma política bajo la denominación Solidaritat
Catalana -agrupación desde carlistas hasta republicanos-, que supuso
el primer intento de romper la estructura política de la Restauración.
La II República comportó después la consagración
del catalanismo popular. Y hoy, el catalanismo de finales del siglo XX
tiene en la defensa del hecho diferencial y el pluralismo algunas de las
características que lo definen. Desde Convergència i Unió
hasta el Partido Popular, todos caben en estas propuestas.
Jordi Pujol, como buen nacionalista, siempre se ha quejado de lo que
no tenía, olvidando quizá aquellos inicios modestos del catalanismo
moderno en 1914, cuando Enric Prat de la Riba tuvo que conformarse con
poca cosa más que un sello con la inscripción Mancomunitat
de Catalunya, la unión de las cuatro diputaciones catalanas que
actuaba de sucedáneo de una imposible Generalitat.
Cataluña ha vivido, en los últimos 20años, una
etapa de autonomía y autogobierno sin términos de comparación
posibles y ahora se halla ante un final de etapa. CiU ha perdido en las
urnas frente al PSC en las últimas autonómicas en cuanto
a número de votos, aunque ha obtenido un diputado más. Hoy,
el océano del catalanismo político, en el que viven casi
todas las fuerzas con representación parlamentaria en Cataluña,
está agitado por los cambios que se avecinan.
El catalanismo es como un lienzo de Courbet, atiborrado de personajes.
En primer plano aparece un Pujol que debe dejar paso a su heredero (sin
cara), con los congresos de Convergència Democràtica (CDC)
y Unió Democràtica (UDC) a celebrar antes de fin de año;
en segundo plano, un PSC en pleno congreso -que concluyó el pasado
fin de semana-, remozado de federalismo y pletórico bajo el liderazgo
de Pasqual Maragall; y, por último, un Partido Popular que con los
ministros Josep Piqué y Anna Birulés como reclamo espera
hacerse con los votantes conservadores de CiU. La intensidad del color
y el protagonismo de cada uno son variables, pero todas las formaciones
citadas reivindican de una u otra manera el catalanismo y forman parte
de ese paisaje: desde el nacionalismo duro, el soberanismo de CDC y de
Esquerra Republicana (ERC), hasta el autonomismo light del PP, todo
en la más pura tradición de un país que ha tenido
motores simbólicos tan diversos como el fervor mariano por la Virgen
de Montserrat y las quemas de conventos de la Semana Trágica, en
1909.
Por eso, hoy, el catalanismo puede ser cosa de todos, como apuntan con
matices los profesores Isidre Molas o Miquel Caminal. Y ese planteamiento
quasi ecuménico ha homogeneizado, pero, al tiempo, ha agrietado
algunos planteamientos que parecían incuestionables. He ahí
el caso de la lengua. La aparición de plataformas como el Foro Babel
ha generado cambios de sensibilidad en la sociedad catalana respecto a
temas lingüísticos. Si en los primeros años de la transición
el péndulo político iba en la dirección del catalán,
ahora muchas cosas comienzan a ponerse en tela de juicio. Formalmente,
hay escasas modificaciones, pero cada vez crece más el coro de voces
plurales respecto a este asunto. Un ejemplo de ello ha sido la polémica
que ha suscitado la sanción impuesta a la profesora Josefina Albert,
de la Universidad Rovira i Virgili, por entregar un examen en castellano
-sin pedir permiso al presidente del tribunal- a un alumno que se examinaba
de las pruebas de acceso a la universidad.
El catalanismo es un terreno plural, lo que diversifica la oferta. La
historia tiene muchos ejemplos de ello: ha habido catalanistas que han
participado en Gobiernos de España -la Lliga o Esquerra Republicana-
y otros que lo han rechazado, como Convergència i Unió.
Catalanistas eran los propietarios agrícolas que denunciaron
la Ley de Contratos de Cultivos -un intento de reforma agraria- al Tribunal
de Garantías de la República -prólogo de la suspensión
del Estatuto de Autonomía-, y catalanistas eran los partidos de
izquierda que impulsaron el citado texto. Hubo catalanistas en el bando
franquista y en el republicano; lo eran algunos de los que apoyaban a Franco
y muchos de los que impulsaban las colectivizaciones en la revolución
de 1936. Catalanista era un Francesc Cambó, líder de la Lliga,
que lloró al conocer la entrada de las tropas franquistas en Lleida,
pero siguió contribuyendo material y moralmente -aportando fondos
y con artículos en la prensa británica y francesa- al triunfo
del Glorioso Alzamiento Nacional. Todo ello, como él mismo escribió,
"pasando por encima de repugnancias y molestias".
El catalanismo ofrece, pues, una gama muy amplia de productos. Tiene
como denominador común la defensa de los asuntos catalanes y el
poder propio. Como un seto, se puede modelar a gusto en el jardín
de cualquier partido político. No es de extrañar, por tanto,
que cada uno lo prefiera de una manera. De ello es un buen exponente lo
que sucede en Convergència i Unió, una coalición longeva
y ahora enfrascada en el debate sucesorio de Pujol, y de rebote en el alcance
de la reivindicaciones nacionalistas, dos cuestiones inseparables. Convergència,
en noviembre, y su socio Unió Democràtica, en diciembre,
intentarán en sus respectivos congresos despejar incógnitas
y conjurar los fantasmas de ruptura que sobrevuelan la coalición
y enfrentan a moderados y radicales. El nacionalismo cultural que defienden
sectores minoritarios de CDC y UDC contrasta con el nacionalismo identitario
que postulan desde el sector mayoritario de Convergència. El autogobierno
está dejando paso al concepto de soberanía compartida, y
todo ello avalado por el propio Pujol.
¿Pero CiU siempre ha sido así o en los últimos
tiempos el hermano mayor de la coalición -CDC- ha radicalizado su
mensaje? Un estrecho colaborador de Jordi Pujol vaticinó en una
ocasión que el actual presidente de la Generalitat se radicalizaría
al final de su vida política, una profecía que se está
cumpliendo, mientras en la práctica funciona a la perfección
el pacto con el denostado Partido Popular en el Parlamento de Cataluña,
lo que obliga a la coalición a ceñirse a lo acordado con
sus socios españoles.
Y esa guerra de concepciones también se plasma en los delfines
de Pujol -Artur Mas, consejero de Economía, y el líder de
Unió, Josep Antoni Duran Lleida-, quienes encarnan los dos extremos
de esa lucha entre menos y más nacionalistas. Mas es un hombre aupado
por los jóvenes soberanistas de CDC y por el entorno familiar de
Jordi Pujol. Duran representa la vuelta a los derroteros históricos
de CiU, los que se siguieron bajo la batuta de Miquel Roca Junyent, cuando
Convergència i Unió tenía planes para España
con su Partido Reformista.
Entre los mentores políticos de Mas se encuentran Jordi Pujol
Ferrusola, primogénito del presidente de la Generalitat, y su hermano
Oriol. Este último forma parte de la generación de jóvenes
soberanistas que ven la relación Cataluña-España como
un concepto agotado, un carril ya construido y amortizado y ahora sitúan
la zanahoria nacionalista en la relación entre Cataluña y
el mundo. La independencia, aseguran, es un concepto caduco para los más
radicales de CDC, que ahora se apuntan a la "interdependencia sin interferencia",
formulada por el filósofo y ex senador socialista Xavier Rubert
de Ventós.
En el otro extremo se halla un sector de CDC que agrupa a veteranos
dirigentes en torno a la plataforma Catalanisme i progrés,
y no se siente nada motivado por el mensaje soberanista, un término
que actúa como sucedáneo moderno del independentismo. "No
debemos embarcarnos en un debate teórico, cuando lo que precisamos
es recuperar la relación con la sociedad catalana", explica Carles
Gasòliba, eurodiputado de CDC. Gasòliba forma parte de ese
colectivo de convergentes que hace de la Constitución un referente.
Son minoría dentro del partido -corresponden en buena medida a los
llamados viejos roquistas (de Roca Junyent)- y darán batalla como
corriente crítica en el próximo congreso, pero muy probablemente
sin presentar alternativa, simplemente haciendo evidente lo que un día
fue CDC y lo que, a su juicio, no debe ser. Dentro de este sector, claramente
minoritario, fue en el que halló más críticas la actitud
de la coalición nacionalista respecto al Día de las Fuerzas
Armadas, celebrado el pasado 27 de mayo en Barcelona.
"Hasta ahora ha sido clara nuestra orientación nacionalista;
nosotros jugábamos la carta constitucional", explicita el portavoz
de UDC, Jordi Casas. Pero ahora se está produciendo un giro hacia
posiciones soberanistas, apuntan desde Unió. "Debemos volver a vender
la mercancía política que conocemos y no embarcarnos en aventuras",
añade Casas, porque "si nuestro referente es Cataluña, hemos
de tener claro que muchas personas que viven aquí tienen otro referente
nacional y que no se lo podemos cambiar: y la Cataluña de hoy es
tan nuestra como de ellos", subraya.
Josep Antoni Duran Lleida encarna esa tradición moderada de la
coalición, "lo que siempre ha sido CiU", aseguran desde Unió,
en contraste con el giro soberanista que se ha experimentado desde 1996.
Las cosas, a juicio de UDC, han ido tan lejos que Duran se negaría
en las actuales circunstancias a liderar un proyecto que considera demasiado
radicalizado, a pesar de que las encuestas del Centro de Investigaciones
Sociológicas lo sitúan, en cuanto a cotas de popularidad,
por encima del mismísimo Jordi Pujol.
¿Dónde están los orígenes de esa progresión
hacia el soberanismo? Para algunos hay que buscarlos en la tregua de ETA
y en la Declaración de Barcelona, suscrita en 1998 por CiU, PNV
y Bloque Nacionalista Galego. Ese documento y el clima creado en el País
Vasco dieron aire a los catalanistas más radicales de CDC, en contraste
con el posibilismo de los "pequeños pellizcos" de que siempre había
hecho gala CiU. Pero, ¿por qué llega la Declaración
de Barcelona? Y, sobre todo, ¿en qué momento?
Para algunos observadores esta plataforma nacionalista ha sido un intento
de superar la Constitución, de hablar abiertamente de Estado confederal,
de llegar a la soberanía compartida enunciada por el secretario
general saliente de CDC, Pere Esteve, en el congreso del partido de 1996.
Sin embargo, para otros, como el historiador Joan B. Culla, se trata de
"una apertura de juego táctico" a los dos años de haber suscrito
los pactos del Hotel Majéstic con el Partido Popular (1996). La
verdad es que esa Declaración, promovida por Pere Esteve, tuvo la
virtud para CiU de poner sordina mediática al retorno de Roma de
Pasqual Maragall, que debía encabezar el proyecto del PSC para conquistar
el Gobierno de la Generalitat.
Esteve asegura que el nuevo rumbo de CDC arranca del congreso de 1996.
Y concluye que el reconocimiento nacional de Cataluña no se ha producido
todavía, y si se produce, "debe tener consecuencias, traducción
en poder político". Esteve lanzó el concepto de soberanía
compartida, que ve como superador de la independencia y cree que es el
único discurso que resiste los embates de un nacionalismo vecino
y menos estudiado, el español que encarna José María
Aznar.
Convergència, como el propio Pujol, siempre se ha debatido entre
dos almas: la racional y la romántica. Si durante años ha
gobernado la primera, ahora ha dado rienda suelta a los dictados del corazón.
Los jóvenes se encuentran más a gusto que nunca en una coalición
que, en palabras de los críticos, corre el riesgo de convertirse
en una Esquerra Republicana bis. Todo ello lleva a estos jóvenes
soberanistas a reducir el tamaño del redil que acoge al rebaño
nacionalista, a afirmar que "el PSC cuenta en su seno con catalanistas,
pero el partido no lo es". ¿Quiénes son, pues, los pata
negra del nacionalismo?; sólo fuerzas de obediencia catalana.
En el valhalla nacionalista, a juicio de los soberanistas, no
caben los socialistas. No obstante, cuando los socialistas faenan en esos
caladeros salen con las barcas llenas de votos. La ocasión en que
el PSC más se ha acercado a tomar el relevo de Pujol ha sido, precisamente,
en las pasadas elecciones autonómicas del 17 de octubre de 1999,
con un Pasqual Maragall que desempolvó el discurso catalanista y
se mostró como un centrista sin complejos, capaz de llenar de empresarios
las salas del hotel Juan Carlos I de Barcelona.
"En España conviven cuatro naciones, cuatro lenguas, cuatro culturas",
afirma Miquel Iceta, un socialista que fue sucesivamente hombre de confianza
del ex vicepresidente del Gobierno Narcís Serra y también
del vencedor de las primarias del PSOE, José Borrell. La primera
vez en 20 años que el PSC tiene al alcance de la mano el Gobierno
de la Generalitat está obrando milagros federales. Las conferencias
de Maragall, la pedagogía que el líder socialista exporta
fuera de Cataluña y sus reiteradas expresiones de amor a España,
van acompañadas de comentarios elogiosos hacia su talla política,
pero también de expresiones como: "Tiene un discurso bien construido,
pero nos inquieta tanto como Jordi Pujol".
Otras apreciaciones son auténticas bombas de profundidad contra
el PSC. Dos ejemplos: el presidente de la Junta de Extremadura, Juan Carlos
Rodríguez Ibarra, ha acusado a los socialistas catalanes de romper
el discurso del PSOE, de presentarse a las elecciones con "otro programa",
y el alcalde de ACoruña, Francisco Vázquez, ha llegado a
pedir que el PSOE se articule en Cataluña al margen del PSC. Para
acabar de animarlo todo, la Entesa Catalana de Progrés, la alianza
de los socialistas catalanes con los independentistas de Esquerra y los
ex comunistas de Iniciativa per Catalunya en las pasadas elecciones generales
para el Senado -el "lío de progres" inmortalizado en expresión
de José María Aznar- ha profundizado la zanja entre "compañeros
socialistas".
Pero el PSC no ha mostrado grietas. "En el partido hay consenso sobre
la España plural y tenemos claro que el Gobierno de Cataluña
nunca lo alcanzará una fuerza no catalanista", subraya Iceta. Así
que los llamados capitanes del PSC -se les llamaba así hace 10años,
ahora ya son consumados mandarines territoriales que gobiernan en las grandes
ciudades del cinturón de Barcelona- se han sumado a la operación
encabezada por Maragall en el PSC. Apellidos como Maragall o Serra, surgidos
de la milla de oro del barcelonés barrio de Sarrià -vivero
de la gran parte de la clase política catalana-, abren paso a otros
como José Montilla o Manuela de Madre, pero el proyecto catalanista
del PSC, aseguran, no se desvanece. "Estamos asistiendo a la irrupción
de una generación que centra su catalanismo más en asuntos
económicos o políticos que en los de tipo cultural o lingüístico",
analiza Joan Puigcercós, único representante de Esquerra
Republicana en el Congreso de los Diputados.
Lo que Maragall denomina "pacto cultural entre los catalanes de siempre
y los nuevos catalanes" se materializó en el 9º Congreso del
PSC, celebrado el pasado fin de semana. Allí se convirtió
en matrimonio lo que hasta ahora no pasaba de ser una relación más
bien informal. Maragall fue elegido presidente del partido, mientras que
la primera secretaría recayó en el alcalde de Cornellà
de Llobregat, José Montilla, uno de los viejos capitanes. "En el
día a día ya hace muchos años que los capitanes mandan
en el partido, pero este congreso ha venido a explicitar un pacto que existía
desde el principio en el PSC", explica Joan B. Culla. Para este comentarista
no hay duda de que en PSC el discurso del PSOE siempre se acaba imponiendo:
para muestra basta con recordar la Ley Orgánica de Armonización
del Proceso Autonómico (LOAPA), o las dificultades para constituir
un grupo parlamentario en el Congreso de los Diputados.
Pero en el interior del PSC hay acuerdo para apoyar ese federalismo
de la diversidad aderezado con pizcas de tercera vía que propugna
Maragall. El plato parece excesivamente ligero, de nouvelle cuisine,
en teoría no muy del agrado de un partido que en las elecciones
primarias votó masivamente el proyecto socialdemócrata en
consistente salsa jacobina de José Borrell. Los socialistas catalanes
lucen sus mejores galas nacionalistas cuando el partido hermano -el PSOE-
no está en el poder, y cuando tienen el Gobierno de la Generalitat
al alcance de la mano. Pero hay quien opina -como Francesc de Carreras,
catedrático de Derecho Constitucional y comentarista político-
que esto es pasajero. "Los capitanes no encuentran un líder y por
eso se pliegan a la política de Maragall, que acabará pagando
su propuesta de federalismo asimétrico y el pacto con Esquerra Republicana
al Senado".
Maragall, entre adhesiones a España, propone reformar la Constitución
y el Estatuto de Autonomía: el primero para convertir el Senado
en cámara de las autonomías; el segundo, para dar cabida
a la Unión Europea. Sus objetivos no son estrictamente nacionalistas,
pero tocan un material sensible. Si a ello se suma la afirmación
de que Cataluña, País Vasco y Galicia son nacionalidades
necesitadas de un trato diferenciado, el federalismo de Maragall entra
a bombo y platillo en la nebulosa del imaginario nacionalista, en la que
desde hace 20 años campa a sus anchas CiU.
Toda esa comunidad parcial de intereses es la que hace afirmar a Esquerra
Republicana que hay que buscar un nuevo modelo de consenso catalanista
que se fundamente en un gobierno tripartito, sugieren, entre CiU, PSC y
ellos mismos. ERC, que ha pasado de hacer profesión de fe independentista
al soberanismo, busca su lugar al sol. Desde CiU no cesan de alabar sus
cualidades de buen partido, aunque nunca le llegan a proponer matrimonio
formal y prefieren pactar con el PP. Otro partido, Iniciativa per Catalunya-Verds,
que unió su suerte a la del PSC-Ciutadans pel Canvi en tres de las
cuatro circunscripciones en las pasadas elecciones autonómicas,
tiene su lugar al sol nacionalista, aunque muy vinculado a los socialistas.
IC-V tiene su origen en el viejo PSUC, de tradición catalanista.
Su papel de colchón entre la sociedad autóctona y la inmigrante
ha pasado ahora a desempeñarlo el PSC.
Entre tantos y tan variados catalanismos no falta el más light,
aunque con notables posibilidades de futuro y de éxito. Lo dijo
el presidente Aznar hace unos días en una entrevista: CiU no quiso
incorporarse al Gobierno, pero el Gobierno ya tiene a sus catalanistas.
Anna Birulés y Josep Piqué -antiguos directores generales
en la administración convergente- han evidenciado que el edificio
de CiU se agrieta por la derecha, que Convergència i Unió
debe devolver los votos que en su día tomó prestados de Unión
del Centro Democrático. El PP ya enseñó sus uñas
políticas con motivo de las elecciones generales, en las que quedó
200.000 votos por detrás de CiU. Los populares evitaban que en sus
mítines se exhibieran banderas españolas, mientras se repartían
senyeres catalanas.
En algunas zonas de Cataluña, especialmente en la ciudad de Barcelona
y en el cinturón industrial, los populares le demostraron que son
una fuerza a considerar. Desde los comicios autonómicos y generales,
el PP es una partido electoralmente normalizado en Cataluña, con
una política que tiene como eje su oposición a reformar la
Constitución o el Estatuto de Autonomía. Se consideran herederos
de la Lliga, ya lo hizo en su momento el defenesrado Aleix Vidal-Quadras.
Si a ello se suma la imagen de un ex comunista como Piqué, cabeza
de cartel electoral, se completa la imagen autonomista de orden que persigue
el partido de Aznar . Pero ese pastel tan vistosamente presentado, opinan
algunos comentaristas, está hueco por dentro. Las listas electorales
de las autonómicas llegan a Barcelona vía fax: se fabrican
directamente en la casa madre de la madrileña calle de Génova.
Tres años de pedagogía por 2.400
millones
El 11% de los españoles tiene una opinión mala o pésima
de Cataluña; un 31% piensa que existen dificultades para expresarse
en castellano en aquella comunidad autónoma; y un 52% de los españoles
percibe discriminación en Cataluña hacia los nacidos fuera
del principado. ¿Qué ha contribuido a crear este estado de
opinión? ¿Es una imagen que se arrastra desde el siglo XVI
o se ha forjado más recientemente?
Los 20 años de Gobiernos de CiU no han sido responsables de esa
mala imagen, opina Jordi Pujol. "Nosotros tendremos que continuar denunciando
que tenemos una mala financiación. Hemos contribuido a la gobernabilidad,
al progreso y al bienestar general de España y esto no tendría
que justificar ninguna imagen negativa", aseguró el presidente de
la Generalitat.
A la oposición le ha parecido bien que el Gobierno convergente
haya decidido esta misma semana gastarse 2.400 millones de pesetas en tres
años para deshacer la mala prensa, los tópicos que afean
la imagen que en el resto de España se tiene de los catalanes.
El pasado miércoles, Pujol reunió a los líderes
de las fuerzas parlamentarias y consiguió su plácet para
impulsar la campaña Cataluña hoy. Más consenso imposible.
Pujol incluso pidió al PP y al PSOE que reconocieran la contribución
del nacionalismo catalán a la gobernabilidad de España y
al "progreso y bienestar general" del conjunto de la sociedad española.
La campaña es ambiciosa, como su presupuesto, e incluye debates,
exposiciones, intercambio de alumnos y profesionales, encuestas, conferencias
y visitas de líderes de opinión a Cataluña. Comenzará
en Madrid el próximo 3 de mayo de 2001 en Madrid y en 2002 llegará
a Sevilla, aprovechando la Feria de Abril.
Desde la Generalitat se ha querido implicar a toda la sociedad catalana
en ese proyecto, que cuenta con representación en su comité
asesor de personalidades de todas las tendencias. Algunos ya han comenzado
a exponer sus puntos de vista críticos al respecto. Josep Ramoneda,
por ejemplo, opina que en las dos décadas del Gobierno de CiU, contrariamente
a la opinión de Pujol, la idea que el resto de españoles
tiene de los catalanes "no ha mejorado y se ha mantenido la vieja y típica
imagen de fenicios que quieren acapararlo todo". Un detalle de la campaña
mediática: por primera vez la Generalitat emplea la ortografía
castellana para denominar a Cataluña, con ñ, en vez de ny. |