El País Digital
Lunes 
26 junio 
2000 - Nº 1515
ESPAÑA
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La crisis del catalanismo 

La sucesión de Pujol, el ascenso de Maragall y el soberanismo de Esquerra han abierto un debate sobre el rumbo del catalanismo que comparten en algún grado todas las fuerzas políticas de la Comunidad Autónoma. 

Jordi Pujol, de espaldas, durante la arrozada en 
Olot, Girona, en marzo de 2000 (P. Durán).

El catalanismo político, que comparten casi todas las fuerzas con representación parlamentaria en Cataluña, está agitado por los cambios que se avecinan. La sucesión de Jordi Pujol, cuya figura ha dominado la escena catalana durante los últimos veinte años, marca un final de etapa. El Gobierno catalán, con el apoyo de todas las fuerzas parlamentarias, ha lanzado una ambiciosa campaña de relaciones públicas en el resto de España, para mejorar la imagen de Cataluña que encarnó durante décadas la modernidad en la sociedad española. 

FRANCESC VALLS
Pierde fuerza Cataluña? ¿Pierde poder económico? "Estas preguntas se las hace mucha gente cuando ve pasar macrofusiones y alianzas, compañías que son adquiridas o centros de decisión que se trasladan de Cataluña a otra parte", afirma Pedro Nueno, profesor de IESE, la prestigiosa escuela de administración de empresas. Nada es lo que era. Y el catalanismo, la fuerza que a principios de siglo sirvió para que la burguesía catalana pusiera una pizca en el Estado central, vive una nueva realidad. La Barcelona actual ha dejado de ser la ciudad industrializada, económicamente potente, que competía con un Madrid burocratizado y con vicios caciquiles. Ahora, la capital catalana es, en algunos aspectos, subsidiaria de la de España, que se está convirtiendo en referente económico.
 
 

Desde que en 1892 se redactaran las Bases de Manresa, enumerando los principios a que aspiraba el catalanismo conservador, muchas cosas han cambiado. Aquella plataforma dejaba al poder central únicamente las relaciones internacionales, el ejército y las relaciones económicas con el extranjero. El resto, para Cataluña. Luego, en 1907, la idea tomó forma política bajo la denominación Solidaritat Catalana -agrupación desde carlistas hasta republicanos-, que supuso el primer intento de romper la estructura política de la Restauración. La II República comportó después la consagración del catalanismo popular. Y hoy, el catalanismo de finales del siglo XX tiene en la defensa del hecho diferencial y el pluralismo algunas de las características que lo definen. Desde Convergència i Unió hasta el Partido Popular, todos caben en estas propuestas.
 
 

Jordi Pujol, como buen nacionalista, siempre se ha quejado de lo que no tenía, olvidando quizá aquellos inicios modestos del catalanismo moderno en 1914, cuando Enric Prat de la Riba tuvo que conformarse con poca cosa más que un sello con la inscripción Mancomunitat de Catalunya, la unión de las cuatro diputaciones catalanas que actuaba de sucedáneo de una imposible Generalitat.
 
 

Cataluña ha vivido, en los últimos 20años, una etapa de autonomía y autogobierno sin términos de comparación posibles y ahora se halla ante un final de etapa. CiU ha perdido en las urnas frente al PSC en las últimas autonómicas en cuanto a número de votos, aunque ha obtenido un diputado más. Hoy, el océano del catalanismo político, en el que viven casi todas las fuerzas con representación parlamentaria en Cataluña, está agitado por los cambios que se avecinan.
 
 

El catalanismo es como un lienzo de Courbet, atiborrado de personajes. En primer plano aparece un Pujol que debe dejar paso a su heredero (sin cara), con los congresos de Convergència Democràtica (CDC) y Unió Democràtica (UDC) a celebrar antes de fin de año; en segundo plano, un PSC en pleno congreso -que concluyó el pasado fin de semana-, remozado de federalismo y pletórico bajo el liderazgo de Pasqual Maragall; y, por último, un Partido Popular que con los ministros Josep Piqué y Anna Birulés como reclamo espera hacerse con los votantes conservadores de CiU. La intensidad del color y el protagonismo de cada uno son variables, pero todas las formaciones citadas reivindican de una u otra manera el catalanismo y forman parte de ese paisaje: desde el nacionalismo duro, el soberanismo de CDC y de Esquerra Republicana (ERC), hasta el autonomismo light del PP, todo en la más pura tradición de un país que ha tenido motores simbólicos tan diversos como el fervor mariano por la Virgen de Montserrat y las quemas de conventos de la Semana Trágica, en 1909.
 
 

Por eso, hoy, el catalanismo puede ser cosa de todos, como apuntan con matices los profesores Isidre Molas o Miquel Caminal. Y ese planteamiento quasi ecuménico ha homogeneizado, pero, al tiempo, ha agrietado algunos planteamientos que parecían incuestionables. He ahí el caso de la lengua. La aparición de plataformas como el Foro Babel ha generado cambios de sensibilidad en la sociedad catalana respecto a temas lingüísticos. Si en los primeros años de la transición el péndulo político iba en la dirección del catalán, ahora muchas cosas comienzan a ponerse en tela de juicio. Formalmente, hay escasas modificaciones, pero cada vez crece más el coro de voces plurales respecto a este asunto. Un ejemplo de ello ha sido la polémica que ha suscitado la sanción impuesta a la profesora Josefina Albert, de la Universidad Rovira i Virgili, por entregar un examen en castellano -sin pedir permiso al presidente del tribunal- a un alumno que se examinaba de las pruebas de acceso a la universidad.
 
 

El catalanismo es un terreno plural, lo que diversifica la oferta. La historia tiene muchos ejemplos de ello: ha habido catalanistas que han participado en Gobiernos de España -la Lliga o Esquerra Republicana- y otros que lo han rechazado, como Convergència i Unió.
 
 

Catalanistas eran los propietarios agrícolas que denunciaron la Ley de Contratos de Cultivos -un intento de reforma agraria- al Tribunal de Garantías de la República -prólogo de la suspensión del Estatuto de Autonomía-, y catalanistas eran los partidos de izquierda que impulsaron el citado texto. Hubo catalanistas en el bando franquista y en el republicano; lo eran algunos de los que apoyaban a Franco y muchos de los que impulsaban las colectivizaciones en la revolución de 1936. Catalanista era un Francesc Cambó, líder de la Lliga, que lloró al conocer la entrada de las tropas franquistas en Lleida, pero siguió contribuyendo material y moralmente -aportando fondos y con artículos en la prensa británica y francesa- al triunfo del Glorioso Alzamiento Nacional. Todo ello, como él mismo escribió, "pasando por encima de repugnancias y molestias".
 
 

El catalanismo ofrece, pues, una gama muy amplia de productos. Tiene como denominador común la defensa de los asuntos catalanes y el poder propio. Como un seto, se puede modelar a gusto en el jardín de cualquier partido político. No es de extrañar, por tanto, que cada uno lo prefiera de una manera. De ello es un buen exponente lo que sucede en Convergència i Unió, una coalición longeva y ahora enfrascada en el debate sucesorio de Pujol, y de rebote en el alcance de la reivindicaciones nacionalistas, dos cuestiones inseparables. Convergència, en noviembre, y su socio Unió Democràtica, en diciembre, intentarán en sus respectivos congresos despejar incógnitas y conjurar los fantasmas de ruptura que sobrevuelan la coalición y enfrentan a moderados y radicales. El nacionalismo cultural que defienden sectores minoritarios de CDC y UDC contrasta con el nacionalismo identitario que postulan desde el sector mayoritario de Convergència. El autogobierno está dejando paso al concepto de soberanía compartida, y todo ello avalado por el propio Pujol.
 
 

¿Pero CiU siempre ha sido así o en los últimos tiempos el hermano mayor de la coalición -CDC- ha radicalizado su mensaje? Un estrecho colaborador de Jordi Pujol vaticinó en una ocasión que el actual presidente de la Generalitat se radicalizaría al final de su vida política, una profecía que se está cumpliendo, mientras en la práctica funciona a la perfección el pacto con el denostado Partido Popular en el Parlamento de Cataluña, lo que obliga a la coalición a ceñirse a lo acordado con sus socios españoles.
 
 

Y esa guerra de concepciones también se plasma en los delfines de Pujol -Artur Mas, consejero de Economía, y el líder de Unió, Josep Antoni Duran Lleida-, quienes encarnan los dos extremos de esa lucha entre menos y más nacionalistas. Mas es un hombre aupado por los jóvenes soberanistas de CDC y por el entorno familiar de Jordi Pujol. Duran representa la vuelta a los derroteros históricos de CiU, los que se siguieron bajo la batuta de Miquel Roca Junyent, cuando Convergència i Unió tenía planes para España con su Partido Reformista.
 
 

Entre los mentores políticos de Mas se encuentran Jordi Pujol Ferrusola, primogénito del presidente de la Generalitat, y su hermano Oriol. Este último forma parte de la generación de jóvenes soberanistas que ven la relación Cataluña-España como un concepto agotado, un carril ya construido y amortizado y ahora sitúan la zanahoria nacionalista en la relación entre Cataluña y el mundo. La independencia, aseguran, es un concepto caduco para los más radicales de CDC, que ahora se apuntan a la "interdependencia sin interferencia", formulada por el filósofo y ex senador socialista Xavier Rubert de Ventós.
 
 

En el otro extremo se halla un sector de CDC que agrupa a veteranos dirigentes en torno a la plataforma Catalanisme i progrés, y no se siente nada motivado por el mensaje soberanista, un término que actúa como sucedáneo moderno del independentismo. "No debemos embarcarnos en un debate teórico, cuando lo que precisamos es recuperar la relación con la sociedad catalana", explica Carles Gasòliba, eurodiputado de CDC. Gasòliba forma parte de ese colectivo de convergentes que hace de la Constitución un referente. Son minoría dentro del partido -corresponden en buena medida a los llamados viejos roquistas (de Roca Junyent)- y darán batalla como corriente crítica en el próximo congreso, pero muy probablemente sin presentar alternativa, simplemente haciendo evidente lo que un día fue CDC y lo que, a su juicio, no debe ser. Dentro de este sector, claramente minoritario, fue en el que halló más críticas la actitud de la coalición nacionalista respecto al Día de las Fuerzas Armadas, celebrado el pasado 27 de mayo en Barcelona.
 
 

"Hasta ahora ha sido clara nuestra orientación nacionalista; nosotros jugábamos la carta constitucional", explicita el portavoz de UDC, Jordi Casas. Pero ahora se está produciendo un giro hacia posiciones soberanistas, apuntan desde Unió. "Debemos volver a vender la mercancía política que conocemos y no embarcarnos en aventuras", añade Casas, porque "si nuestro referente es Cataluña, hemos de tener claro que muchas personas que viven aquí tienen otro referente nacional y que no se lo podemos cambiar: y la Cataluña de hoy es tan nuestra como de ellos", subraya.
 
 

Josep Antoni Duran Lleida encarna esa tradición moderada de la coalición, "lo que siempre ha sido CiU", aseguran desde Unió, en contraste con el giro soberanista que se ha experimentado desde 1996. Las cosas, a juicio de UDC, han ido tan lejos que Duran se negaría en las actuales circunstancias a liderar un proyecto que considera demasiado radicalizado, a pesar de que las encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas lo sitúan, en cuanto a cotas de popularidad, por encima del mismísimo Jordi Pujol.
 
 

¿Dónde están los orígenes de esa progresión hacia el soberanismo? Para algunos hay que buscarlos en la tregua de ETA y en la Declaración de Barcelona, suscrita en 1998 por CiU, PNV y Bloque Nacionalista Galego. Ese documento y el clima creado en el País Vasco dieron aire a los catalanistas más radicales de CDC, en contraste con el posibilismo de los "pequeños pellizcos" de que siempre había hecho gala CiU. Pero, ¿por qué llega la Declaración de Barcelona? Y, sobre todo, ¿en qué momento?
 
 

Para algunos observadores esta plataforma nacionalista ha sido un intento de superar la Constitución, de hablar abiertamente de Estado confederal, de llegar a la soberanía compartida enunciada por el secretario general saliente de CDC, Pere Esteve, en el congreso del partido de 1996. Sin embargo, para otros, como el historiador Joan B. Culla, se trata de "una apertura de juego táctico" a los dos años de haber suscrito los pactos del Hotel Majéstic con el Partido Popular (1996). La verdad es que esa Declaración, promovida por Pere Esteve, tuvo la virtud para CiU de poner sordina mediática al retorno de Roma de Pasqual Maragall, que debía encabezar el proyecto del PSC para conquistar el Gobierno de la Generalitat.
 
 

Esteve asegura que el nuevo rumbo de CDC arranca del congreso de 1996. Y concluye que el reconocimiento nacional de Cataluña no se ha producido todavía, y si se produce, "debe tener consecuencias, traducción en poder político". Esteve lanzó el concepto de soberanía compartida, que ve como superador de la independencia y cree que es el único discurso que resiste los embates de un nacionalismo vecino y menos estudiado, el español que encarna José María Aznar.
 
 

Convergència, como el propio Pujol, siempre se ha debatido entre dos almas: la racional y la romántica. Si durante años ha gobernado la primera, ahora ha dado rienda suelta a los dictados del corazón. Los jóvenes se encuentran más a gusto que nunca en una coalición que, en palabras de los críticos, corre el riesgo de convertirse en una Esquerra Republicana bis. Todo ello lleva a estos jóvenes soberanistas a reducir el tamaño del redil que acoge al rebaño nacionalista, a afirmar que "el PSC cuenta en su seno con catalanistas, pero el partido no lo es". ¿Quiénes son, pues, los pata negra del nacionalismo?; sólo fuerzas de obediencia catalana.
 
 

En el valhalla nacionalista, a juicio de los soberanistas, no caben los socialistas. No obstante, cuando los socialistas faenan en esos caladeros salen con las barcas llenas de votos. La ocasión en que el PSC más se ha acercado a tomar el relevo de Pujol ha sido, precisamente, en las pasadas elecciones autonómicas del 17 de octubre de 1999, con un Pasqual Maragall que desempolvó el discurso catalanista y se mostró como un centrista sin complejos, capaz de llenar de empresarios las salas del hotel Juan Carlos I de Barcelona.
 
 

"En España conviven cuatro naciones, cuatro lenguas, cuatro culturas", afirma Miquel Iceta, un socialista que fue sucesivamente hombre de confianza del ex vicepresidente del Gobierno Narcís Serra y también del vencedor de las primarias del PSOE, José Borrell. La primera vez en 20 años que el PSC tiene al alcance de la mano el Gobierno de la Generalitat está obrando milagros federales. Las conferencias de Maragall, la pedagogía que el líder socialista exporta fuera de Cataluña y sus reiteradas expresiones de amor a España, van acompañadas de comentarios elogiosos hacia su talla política, pero también de expresiones como: "Tiene un discurso bien construido, pero nos inquieta tanto como Jordi Pujol".
 
 

Otras apreciaciones son auténticas bombas de profundidad contra el PSC. Dos ejemplos: el presidente de la Junta de Extremadura, Juan Carlos Rodríguez Ibarra, ha acusado a los socialistas catalanes de romper el discurso del PSOE, de presentarse a las elecciones con "otro programa", y el alcalde de ACoruña, Francisco Vázquez, ha llegado a pedir que el PSOE se articule en Cataluña al margen del PSC. Para acabar de animarlo todo, la Entesa Catalana de Progrés, la alianza de los socialistas catalanes con los independentistas de Esquerra y los ex comunistas de Iniciativa per Catalunya en las pasadas elecciones generales para el Senado -el "lío de progres" inmortalizado en expresión de José María Aznar- ha profundizado la zanja entre "compañeros socialistas".
 
 

Pero el PSC no ha mostrado grietas. "En el partido hay consenso sobre la España plural y tenemos claro que el Gobierno de Cataluña nunca lo alcanzará una fuerza no catalanista", subraya Iceta. Así que los llamados capitanes del PSC -se les llamaba así hace 10años, ahora ya son consumados mandarines territoriales que gobiernan en las grandes ciudades del cinturón de Barcelona- se han sumado a la operación encabezada por Maragall en el PSC. Apellidos como Maragall o Serra, surgidos de la milla de oro del barcelonés barrio de Sarrià -vivero de la gran parte de la clase política catalana-, abren paso a otros como José Montilla o Manuela de Madre, pero el proyecto catalanista del PSC, aseguran, no se desvanece. "Estamos asistiendo a la irrupción de una generación que centra su catalanismo más en asuntos económicos o políticos que en los de tipo cultural o lingüístico", analiza Joan Puigcercós, único representante de Esquerra Republicana en el Congreso de los Diputados.
 
 

Lo que Maragall denomina "pacto cultural entre los catalanes de siempre y los nuevos catalanes" se materializó en el 9º Congreso del PSC, celebrado el pasado fin de semana. Allí se convirtió en matrimonio lo que hasta ahora no pasaba de ser una relación más bien informal. Maragall fue elegido presidente del partido, mientras que la primera secretaría recayó en el alcalde de Cornellà de Llobregat, José Montilla, uno de los viejos capitanes. "En el día a día ya hace muchos años que los capitanes mandan en el partido, pero este congreso ha venido a explicitar un pacto que existía desde el principio en el PSC", explica Joan B. Culla. Para este comentarista no hay duda de que en PSC el discurso del PSOE siempre se acaba imponiendo: para muestra basta con recordar la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA), o las dificultades para constituir un grupo parlamentario en el Congreso de los Diputados.
 
 

Pero en el interior del PSC hay acuerdo para apoyar ese federalismo de la diversidad aderezado con pizcas de tercera vía que propugna Maragall. El plato parece excesivamente ligero, de nouvelle cuisine, en teoría no muy del agrado de un partido que en las elecciones primarias votó masivamente el proyecto socialdemócrata en consistente salsa jacobina de José Borrell. Los socialistas catalanes lucen sus mejores galas nacionalistas cuando el partido hermano -el PSOE- no está en el poder, y cuando tienen el Gobierno de la Generalitat al alcance de la mano. Pero hay quien opina -como Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional y comentarista político- que esto es pasajero. "Los capitanes no encuentran un líder y por eso se pliegan a la política de Maragall, que acabará pagando su propuesta de federalismo asimétrico y el pacto con Esquerra Republicana al Senado".
 
 

Maragall, entre adhesiones a España, propone reformar la Constitución y el Estatuto de Autonomía: el primero para convertir el Senado en cámara de las autonomías; el segundo, para dar cabida a la Unión Europea. Sus objetivos no son estrictamente nacionalistas, pero tocan un material sensible. Si a ello se suma la afirmación de que Cataluña, País Vasco y Galicia son nacionalidades necesitadas de un trato diferenciado, el federalismo de Maragall entra a bombo y platillo en la nebulosa del imaginario nacionalista, en la que desde hace 20 años campa a sus anchas CiU.
 
 

Toda esa comunidad parcial de intereses es la que hace afirmar a Esquerra Republicana que hay que buscar un nuevo modelo de consenso catalanista que se fundamente en un gobierno tripartito, sugieren, entre CiU, PSC y ellos mismos. ERC, que ha pasado de hacer profesión de fe independentista al soberanismo, busca su lugar al sol. Desde CiU no cesan de alabar sus cualidades de buen partido, aunque nunca le llegan a proponer matrimonio formal y prefieren pactar con el PP. Otro partido, Iniciativa per Catalunya-Verds, que unió su suerte a la del PSC-Ciutadans pel Canvi en tres de las cuatro circunscripciones en las pasadas elecciones autonómicas, tiene su lugar al sol nacionalista, aunque muy vinculado a los socialistas. IC-V tiene su origen en el viejo PSUC, de tradición catalanista. Su papel de colchón entre la sociedad autóctona y la inmigrante ha pasado ahora a desempeñarlo el PSC.
 
 

Entre tantos y tan variados catalanismos no falta el más light, aunque con notables posibilidades de futuro y de éxito. Lo dijo el presidente Aznar hace unos días en una entrevista: CiU no quiso incorporarse al Gobierno, pero el Gobierno ya tiene a sus catalanistas. Anna Birulés y Josep Piqué -antiguos directores generales en la administración convergente- han evidenciado que el edificio de CiU se agrieta por la derecha, que Convergència i Unió debe devolver los votos que en su día tomó prestados de Unión del Centro Democrático. El PP ya enseñó sus uñas políticas con motivo de las elecciones generales, en las que quedó 200.000 votos por detrás de CiU. Los populares evitaban que en sus mítines se exhibieran banderas españolas, mientras se repartían senyeres catalanas.
 
 

En algunas zonas de Cataluña, especialmente en la ciudad de Barcelona y en el cinturón industrial, los populares le demostraron que son una fuerza a considerar. Desde los comicios autonómicos y generales, el PP es una partido electoralmente normalizado en Cataluña, con una política que tiene como eje su oposición a reformar la Constitución o el Estatuto de Autonomía. Se consideran herederos de la Lliga, ya lo hizo en su momento el defenesrado Aleix Vidal-Quadras. Si a ello se suma la imagen de un ex comunista como Piqué, cabeza de cartel electoral, se completa la imagen autonomista de orden que persigue el partido de Aznar . Pero ese pastel tan vistosamente presentado, opinan algunos comentaristas, está hueco por dentro. Las listas electorales de las autonómicas llegan a Barcelona vía fax: se fabrican directamente en la casa madre de la madrileña calle de Génova. 

Tres años de pedagogía por 2.400 millones

El 11% de los españoles tiene una opinión mala o pésima de Cataluña; un 31% piensa que existen dificultades para expresarse en castellano en aquella comunidad autónoma; y un 52% de los españoles percibe discriminación en Cataluña hacia los nacidos fuera del principado. ¿Qué ha contribuido a crear este estado de opinión? ¿Es una imagen que se arrastra desde el siglo XVI o se ha forjado más recientemente?
 
 

Los 20 años de Gobiernos de CiU no han sido responsables de esa mala imagen, opina Jordi Pujol. "Nosotros tendremos que continuar denunciando que tenemos una mala financiación. Hemos contribuido a la gobernabilidad, al progreso y al bienestar general de España y esto no tendría que justificar ninguna imagen negativa", aseguró el presidente de la Generalitat.
 
 

A la oposición le ha parecido bien que el Gobierno convergente haya decidido esta misma semana gastarse 2.400 millones de pesetas en tres años para deshacer la mala prensa, los tópicos que afean la imagen que en el resto de España se tiene de los catalanes.
 
 

El pasado miércoles, Pujol reunió a los líderes de las fuerzas parlamentarias y consiguió su plácet para impulsar la campaña Cataluña hoy. Más consenso imposible. Pujol incluso pidió al PP y al PSOE que reconocieran la contribución del nacionalismo catalán a la gobernabilidad de España y al "progreso y bienestar general" del conjunto de la sociedad española.
 
 

La campaña es ambiciosa, como su presupuesto, e incluye debates, exposiciones, intercambio de alumnos y profesionales, encuestas, conferencias y visitas de líderes de opinión a Cataluña. Comenzará en Madrid el próximo 3 de mayo de 2001 en Madrid y en 2002 llegará a Sevilla, aprovechando la Feria de Abril.
 
 

Desde la Generalitat se ha querido implicar a toda la sociedad catalana en ese proyecto, que cuenta con representación en su comité asesor de personalidades de todas las tendencias. Algunos ya han comenzado a exponer sus puntos de vista críticos al respecto. Josep Ramoneda, por ejemplo, opina que en las dos décadas del Gobierno de CiU, contrariamente a la opinión de Pujol, la idea que el resto de españoles tiene de los catalanes "no ha mejorado y se ha mantenido la vieja y típica imagen de fenicios que quieren acapararlo todo". Un detalle de la campaña mediática: por primera vez la Generalitat emplea la ortografía castellana para denominar a Cataluña, con ñ, en vez de ny. 

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