El País Digital
Lunes 
2 octubre 
2000 - Nº 1613
 
ESPAÑA
Cabecera

Así crucé el estrecho 


Alí Lmrabet, periodista de Tetuán de 40 años, se desprendió de las gafas, el móvil y cualquier elemento que pudiera distinguirlo de los que iban a ser sus compañeros de viaje. Por 180.000 pesetas conoció el miedo en la noche, la alegría al avistar la costa y los intermediarios que hay que sobornar para pisar España. Éste es su relato. En lo que va de año, casi 8.000 inmigrantes fueron arrestados y cerca de un centenar perecieron en el intento.

ALÍ LMRABET
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Punto de partida. A mediados de agosto. Una aldea de la tribu de los Beni Guemil, en el corazón del Rif. A 60 kilómetros de Alhucemas. Para comprender y conocer los meandros de la emigración clandestina, me era imprescindible partir de un lugar conocido, en el que pudiera sentirme cómodo, salir y entrar, y en el que la gente me conociera. "Nieto del pueblo", me llaman los escasos ancianos de este lugar perdido, la cuna de mis antepasados. Es una aldea situada en la ladera de una montaña, sin agua corriente ni electricidad. 

Y tiene sus propias historias: el subsuelo, que, según murmuran, oculta tesoros incalculables que dejaron allí los primeros habitantes al salir huyendo, hace varios siglos, a causa de una tormenta de arena que, al parecer, duró varios meses; las almas perdidas que merodean en torno al santón local. Y, por supuesto, el tema favorito: el hachís. "¿Cuánto vas a obtener este año?" es la frase más pronunciada a principios de verano. Hacia el mes de julio se empieza a comparar la cosecha anual con la del año anterior, el precio y la calidad del producto. 

Se habla también de los intermediarios, cada vez más codiciosos, y de otras historias más o menos sórdidas. Este año, precisamente, la agricultura tradicional está hecha pedazos, la sequía ha impedido que creciera nada y la cosecha anual de quif es lo único que va a permitir salvar una situación calificada de dramática por el Mokadem, el jefe de la aldea, la autoridad local, que está a las órdenes del caíd (delegado del gobernador de la zona), pero que además es, con su familia, uno de los mayores cultivadores de hachís del pueblo.
 
 

Por la noche, a la luz de los quinqués, Mohamed, un hombrecillo delgado de ojos claros, sueña con irse, con salir del pueblo. "Quiero ir a trabajar a los campos de Aitona, cerca de Lirida, que está en Barsalona", dice con un acento típico del lugar. "Pero ¿qué puedo hacer?", pregunta. Tiene un pasaporte caducado, que guarda celosamente, y, por supuesto, carece de visado. Puede obtener uno de forma ilegal, pero el precio es desorbitado, alrededor de 35.000 dirhams (630.000 pesetas), y hay que esperar cierto tiempo en Tánger. 

Otra solución es atravesar el Estrecho en patera. Pero no le tienta en absoluto. No sabe nadar. Cuando habla de los que ya se han ido, los que han tenido menos miedo y más suerte, en su rostro se atisba una pizca de decepción. Abdeslam, el hijo de Amar; Mohamed, el hijo menor del albañil, y otros dos o tres familiares han hecho la travesía. Hoy viven instalados en Cataluña y confían en poder regularizar su situación en los próximos meses.
 
 

Para llegar a donde están hoy, tuvieron que pagar. Y encontrar el dinero no fue una canonjía. Tuvieron que trabajar duramente varios meses, ocuparse más que nunca de su cannabis, regarlo bien, verlo crecer, cortarlo y venderlo, hasta reunir una buena suma de dinero que les permitiera dejar la aldea "para intentar la aventura", insiste Mohamed.
 
 

A la mañana siguiente decido hacer precisamente eso. Para ello, me deshago de todo lo que pueda delatar mi condición de periodista. Ropa demasiado urbana, gafas graduadas, teléfono móvil y otros elementos de la modernidad que aquí no vienen a cuento. A las cinco de una fresca mañana de agosto desciendo la pendiente que lleva a la Ficina (oficina) de Souk Sebt, principal ciudad de la tribu y lugar de residencia y trabajo del caíd. La víspera, alguien me ha dado el soplo. Me ha explicado que, antes de llegar al último cruce antes de la Ficina, tengo que girar a la izquierda para dirigirme a la aldea de pescadores de Sidi Haj Saïd, en la tribu de Mestasa. Allí debe de haber, sin duda, gente de mar que me pueda informar sobre las pateras y la posibilidad de emigrar. Me han dado incluso un nombre.
 
 

Sidi Haj Saïd no es un pueblo propiamente dicho. Las casas están desparramadas, y, sobre una playa de guijarros en la que no hay ni una mota de arena, están alineadas metódicamente varias barcazas. Mi contacto no vive lejos. Se ve su casa desde la playa. Una construcción nueva. Me parece ver una antena sobre el tejado. Nuestro hombre es seguramente una persona rica o importante. Es alto, de sesenta y tantos años, con un turbante blanco que oculta su calvicie y las manos rugosas de quienes trabajan o han trabajado la tierra. Tras los saludos habituales, tomamos un café con leche muy azucarado, me pasa un plato lleno de almendras y aguarda a que le diga la razón de mi visita.
 
 

Como permanezco en silencio, me pregunta quién soy, el nombre de mi padre, el de mi abuelo, el de mi pueblo. Se lo digo. Ha oído hablar de mi padre, sabe que, cuando era joven, emigró a la ciudad, a Tetuán. Eso le da seguridad. Me digo a mí mismo que soy "uno de los suyos" y decido hablar. "Quiero hacer la travesía, ir al otro lado, a España, y estoy dispuesto a pagar el viaje". He cometido una torpeza. Supongo que debe de preguntarse por qué una persona de Tetuán va hasta Alhucemas para ir a España. Me interrumpe. "El hecho de que yo haya mandado construir dos o tres pateras no quiere decir que sea un pasador". La patera no es lo que más dinero le da. Según los rumores locales (aquí, todo el mundo sabe quién vende qué y por cuánto), el año pasado, sus campos de quif le proporcionaron más de 200.000 dirhams (3,6 millones de pesetas), y este año, "un año muy bueno", según los expertos, es probable que supere esa suma. La cantidad me impresiona.
 
 

La carretera hacia la Ficina está rodeada de campos de cannabis. Las plantas, altas y verdes, florecen a la vista de todos, bajo los almendros. Mestasa tiene fama de ser un lugar controlado por lo que los europeos llaman la mafia de la droga. Mafia o no mafia, lo que está claro es que Mestasa tiene agua, elemento indispensable para garantizar una buena cosecha. El cannabis, el nuevo oro, es fácil de cultivar. Se planta en marzo y se recoge en julio. Entre esos dos meses, sólo hay que regar.
 
 

A la entrada de Souk Sebt hay una barrera. El campo de cannabis más cercano está a unas decenas de metros. Es imposible que el caíd o sus subordinados no lo vean. Tanto aquí como en otros lugares, el Estado puede destruir de un golpe todos los campos de hachís. Después de años de tolerancia, una prohibición brutal podría provocar disturbios "de consecuencias incalculables", les gusta alarmarse en Rabat. "Los rifeños son peores que el Polisario", finge inquietarse una pluma de L'Opinion, órgano del partido del Istiqlal. Olvidémonos del Polisario: cada familia rifeña, por lo menos en esta región, tiene sus parcelas de cannabis

Es decir, sus pequeños ingresos anuales, que le permiten construirse una nueva casa, renovar la antigua e instalar, en el caso de los más ricos, placas solares que les proporcionen electricidad para ver la televisión, lujo supremo. "Por lo menos, cultivar el cannabis permite que estas gentes se queden en su pueblo y frena el éxodo rural", dicen fuentes oficiales protegidas por el anonimato.
 
 

Marruecos es uno de los mayores productores de cannabis en el mundo. Todos saben que de él viven cientos de miles de familias. Mientras se aguarda el maná del petróleo, es tal vez una de las pocas riquezas del país.
 
 

Decido ir a Tetuán, antigua capital del protectorado. Para llegar allí paso por Jebha, y de ahí sigo hacia Ued Lau por una peligrosa carretera costera. Me dicen que en Ued Lau puede que tenga suerte. Es una ciudad costera de 10.000 habitantes en la que la emigración clandestina forma parte de la vida local. Los relatos sobre la gente que se ha ido se suceden y se parecen unos a otros. Siempre la misma historia, la misma versión. Al principio, hay unos jóvenes del mismo barrio que se ponen de acuerdo, toman la decisión de irse y acaban por formar una especie de núcleo duro, constituido por dos o tres personas que se encargan de recaudar una cantidad total que sirve para construir la patera, comprar el motor y acallar algunas conciencias locales. La embarcación se fabrica en el interior, en casa de un artesano cuyo nombre conoce todo el mundo. El motor se compra en Tetuán, a 45 kilómetros.
 
 

La condición elemental para que la operación tenga éxito es que el grupo cuente con un raïs, un marino cuya misión es conducir a su pequeño grupo a España. Tiene que ser un profesional del mar. Paradójicamente, los marinos abundan en las calles de Ued Lau. Aquí, el oficio de marino se transmite de padres a hijos. Hablar del mar en Ued Lau es como hablar de hachís en Ketama. Pero corren tiempos difíciles. Existen muchos barcos de pesca en Ued Lau y, por consiguiente, hay trabajo. Pero, para poder subirse a un barco, la autoridad militar, por motivos de seguridad, exige al armador que sus marinos estén acreditados; es decir, que tengan licencia. "Una decisión absurda", protesta el alcalde. "Si nuestros jóvenes tuvieran licencias, no se quedarían aquí. Se embarcarían en buques españoles". Por esa razón, el raïs que lleva la patera a las costas españolas es otro joven que ha decidido abandonar su país.
 
 

Para la gente de Ued Lau, las 20 personas que van a subirse a bordo de la patera, el precio del viaje está entre 2.000 y 3.500 dirhams (36.000 y 63.000 pesetas). Para obtener el resto del dinero, los 60.000 u 80.000 dirhams (1,08 ó 1,4 millones de pesetas) que necesitará la travesía, se busca a aspirantes forasteros. En la región o en Tetuán. En general, suelen desconfiar de los africanos, pero también de las gentes venidas del interior, de Rabat, Casablanca, Meknes, Beni Mellal.
 
 

A los recién llegados se les pide entre 7.000 y 10.000 dirhams (126.000 y 180.000 pesetas). Con el dinero recaudado se paga la patera. El motor vale alrededor de 40.000 dirhams (720.000 pesetas). Luego se paga al jefe del puesto de vigilancia de la costa, que acepta cerrar los ojos la noche de la partida. "En los seis kilómetros de playa de Ued Lau", confía una fuente local, "hay siete puestos militares, cada uno con cuatro personas, normalmente. Es imposible salir sin que se enteren". Si la suma recaudada no es suficiente, puede ocurrir que los emigrantes intenten salir sin pasar por la caja.
 
 

El viaje desde Ued Lau es más largo y, por tanto, más peligroso. Un centenar de kilómetros separan esta orilla de la Costa del Sol. El viaje se hace en dos etapas. Primero, la patera se lanza al mar alrededor de medianoche. Navega toda la noche. Con las primeras luces, el raïs se detiene ante la costa española, con sumo cuidado de permanecer en aguas internacionales. Allí aguarda a que vuelva a caer la noche, antes de terminar lo que queda de camino. Es un largo viaje, de 24 horas, en una zona descuidada por las patrulleras de la Guardia Civil. La ventaja es que es una zona menos vigilada. La mayoría de las lanchas españolas recorren el Estrecho. 

El inconveniente es que, en caso de accidente o de problemas, hay que esperar horas a que lleguen auxilios. Y el drama puede sobrevenir muy deprisa. Como ocurrió la noche del 21 de julio, cuando una patera en la que iba gente de Ued Lau se hundió. Una tempestad arrojó al agua a 31 jóvenes de la ciudad. Dos meses después de su desaparición, sus familias siguen creyendo que están aún con vida. No se mata la esperanza, aunque Mohamed Mehdi y uno de sus ayudantes, cuyo hermano estaba entre los desaparecidos, no se hagan demasiadas ilusiones. "Hablé con varios de los náufragos el mismo día en el que se ahogaron. Nos llamaron con los Movistar que llevaban encima. Lloraban, algunos gritaban como locos, decían que el mar estaba desatado y que la barca se hundía. Fue terrible". No ha vuelto a saberse nada de ellos. Entre ellos había jóvenes, tres miembros de una misma familia, un adolescente y un funcionario de un pueblo cercano que había decidido ir en busca de una vida mejor. "Cambiar de aires", había dicho a un amigo la víspera del viaje. Cuando termino de oír el relato, yo también decido cambiar de aires.
 
 

Tetuán. Antigua capital del protectorado español. Esta ciudad, que no hace mucho era hermosa y coqueta, es hoy un verdadero lugar de paso para todos los que sueñan con partir. "Cuando no es Tánger, es Tetuán", dicen los aspirantes a la travesía. La ciudad, que está a 10 kilómetros del mar, no tiene puerto. Pero su región tiene numerosas playas, calas y rincones perdidos de los que cada semana -cada día, en verano- salen lanchas zodiac, pateras y otras embarcaciones precarias. Dicen que el nuevo Wali (gobernador) se niega a los contactos amistosos con las personalidades y los habitantes de la ciudad. Su predecesor abusaba de ellos. Pero, si no hay contactos, no hay coordinación. "El Wali", me dice el responsable de una administración territorial, "vive en una torre. No es consciente de la realidad de la ciudad. Tetuán se ha convertido en un inmenso hangar que alberga a todos los que desean irse del país".
 
 

Es verdad. Resulta evidente cuando uno se pasea por la ciudad. Una ciudad llena de aspirantes a la travesía. La inmensa mayoría no es natural de aquí. La gente de aquí tiene otros métodos para pasar "al otro lado". Con sus pasaportes pueden ir a Ceuta sin visado y, desde allí, pueden pasar con facilidad a la Península gracias a un circuito poco conocido, pero extremadamente eficaz. Prefiero quedarme en Tetuán.
 
 

Antes de venir había llamado a una persona, un amigo periodista que trabaja aquí, especialista en la emigración clandestina. A. E. Y. ha visto a gente, ha buscado contactos, ha hecho varias gestiones discretas para encontrar a un pasador. Por mi parte, sin decírselo, por miedo a extender la cosa, llamo a un pariente lejano, Loyo, un viejo macarra de la alcazaba de Tánger, que sé que tiene muchas cosas que reprocharse. Según los chismorreos familiares, el nivel de vida de Loyo ha mejorado notablemente en los últimos años. Hace seis vivía en una casa alquilada en la medina; hoy vive en un piso en la ciudad. Según esas mismas informaciones, se ha hecho intermediario. También dicen que no siempre ha sido "honrado" con los clandestinos. Él mismo, a grandes carcajadas, confirma que ha estafado en varias ocasiones a emigrantes clandestinos africanos ("no a los hermanos marroquíes, no sería capaz") y les ha hecho darse un paseo por el mar antes de abandonarles, de noche, en una playa de Tánger. "¡Los pobres! Se iban corriendo hacia la carretera, convencidos de que estaban en España". Loyo se propone hacerme pasar. Sin estafas.
 
 

Por su parte, A. E. Y. ha podido encontrar a alguien. Es un conocido suyo, un intermediario que vive en la carretera a Rabat. Después de muchos malentendidos acepta ponernos en contacto con el pasador. Acordamos una cita para el miércoles por la tarde en un café de la carretera de Asilah, cerca del pueblo de Briyeche. El día fijado, nos vemos con el conocido de mi amigo. Y media hora después llega un viejo Mercedes, del que salen dos hombres. Un joven y el famoso pasador, de 50 años bien cumplidos y algo escaso de dientes. Antes de unirse a nosotros llaman a nuestro "conocido" y hablan con él varios minutos para asegurarse de que no somos policías. Luego se acercan. Al contrario que el joven, que se muestra desconfiado, el hombre de cincuenta y tantos (el señor Cincuentena, lo llamo para mí) tiene un aire simpático. Conoce su "oficio", habla de la patera, que se ha quedado anticuada, y de la zodiac, diosa de la mar, que impone su ley en el Estrecho. Para él, la llegada de la zodiac es una revolución. Es fácil de transportar. Es una especie de lona que se hincha en unos minutos y en la que se monta un motor en tres minutos. Además es más rápida y más espaciosa.
 
 

Empezamos a hablar de dinero. Como buen hombre de negocios, Cincuentena se queja de que las cosas ya no son tan florecientes. Pide 15.000 dirhams (270.000 pesetas, por una travesía segura y sin problemas). La zodiac es más pequeña, seis metros y un motor de 40 caballos. "Esa lancha no se vuelca jamás", asegura. "La única desgracia que puede ocurrir es que estalle. Pero no es frecuente". Puede llevar a 25 personas, pero va a llevar a menos. Y ofrece otra garantía: no tocará el dinero hasta que el "viajero" llegue a buen puerto. Declara que está dispuesto a devolverlo si la embarcación es interceptada o si la zodiac estalla. "Si les detienen en mi barca, les devuelvo el dinero. Si les detienen en tierra firme, es culpa suya". Negociamos y conseguimos que baje el precio a 13.000 dirhams (234.000 pesetas). Cuando nos separamos, A. E. Y. insiste en que me compre un chaleco salvavidas, una brújula y una pistola de señales, y en que me haga un seguro de vida.
 
 

Pasan cuatro días. Estoy en un apartamento en Tetuán. El lunes suena el teléfono muy de mañana. Pero no es el pasador de A. E. Y. Es Loyo. La cita es para el día siguiente en Tánger. El martes, hacia las 15.30, Loyo llega al café en el que estoy sentado a una mesa. Está satisfecho. Voy a "pasar" por 10.000 dirhams (180.000 pesetas). Una flor para mí, que soy de la familia. "A las ocho de la tarde", me dice, "pasaré a recogerte". A la hora convenida está allí. Pienso en llevarme la pistola de señales, la baliza de socorro, el chaleco salvavidas, el seguro de vida, etcétera, pero es demasiado tarde. Y además cómo voy a contar lo que pueda pasar si salgo tan protegido. En un reflejo de locura, me digo que tengo que lanzarme, sin pensarlo ni por adelantado ni después. Al fin y al cabo, sé que, en caso de desgracia, seré tal vez el que más posibilidades tenga de salir bien. Yo sé nadar y los demás no. Loyo me repite que "si la barcaza se hunde, se agarran a todo lo que flota, incluidos los que también se están ahogando. Aléjate de ellos. Si hace falta, líate a golpes".
 
 

A las 20.15 salgo del café. Mientras hablo con Loyo, paso suavemente la mano por una barra de madera. Supersticiones, secuelas del pasado. Me subo a un viejo Mercedes 240, que se encamina hacia Ceuta por Ksar Sghir.
 
 

Loyo y su banda no son propiamente una mafia, sino una "asociación de malhechores". En general, no se dedican más que a la travesía del Estrecho, pero Loyo me ha dicho que también pueden "ocuparse" de mí cuando llegue. ¿Cómo, exactamente? Por el doble del precio, su banda, o, mejor dicho, la que trabaja al otro lado, garantiza el traslado a Barcelona, París, Amsterdam, Milán o algún otro destino del espacio de Schengen. "Moscú, si quieres", exclama. El método es sencillo y no tiene tantos riesgos. Si no hay familiares que vayan a buscarlos al sur de España, a los emigrantes clandestinos que estén dispuestos a pagar ese precio les recogen en la misma playa otras personas. Españoles, dicen, pero también marroquíes instalados en España. Después, les "trasladan" en coche a una gran ciudad, Cádiz, Málaga o Sevilla. Desde allí salen en autocar hacia su destino definitivo. A veces son RME (residentes marroquíes en el extranjero) quienes, a cambio de un pago al contado (5.000 francos, 130.000 pesetas, para Francia), se encargan de "transportarlos" hasta el lugar elegido. Les recogen directamente en la carretera nacional que va de Algeciras a Cádiz, pegada a la costa.
 
 

Por el momento, en esta noche de martes, yo sigo en Marruecos. Pasamos por Ksar Seghir. Normalmente, las salidas se hacen desde varias playas próximas a Tánger, me había dicho A. E. Y., o desde el lado de la ciudad que mira hacia el Atlántico. De pronto, el coche gira a la derecha y se precipita por un camino. Tengo la impresión de que vamos al mar; en realidad, vamos a una casa aislada pero discreta. Recogemos a cuatro muchachos mal vestidos, dos de los cuales llevan un bulto de plástico. El coche vuelve a arrancar. Volvemos a la carretera, siempre hacia Ceuta, y esta vez giramos a la izquierda, por otro camino pedregoso, para detenernos al borde de un bosquecillo de arbustos. Bajamos, caminamos en la oscuridad, a través de las ramas, y llegamos a un pequeño claro. Allí hay varios hombres, todos jóvenes, y dos muchachas. 

A un lado, aislados de los demás y mirando hacia todos lados, cuatro o cinco africanos robustos; entre ellos, una mujer. Es poco habitual. Normalmente, una discriminación secreta y tácita hace que los blancos no viajen jamás con los negros, ni viceversa. Los marroquíes no se juntan con los africanos. El racismo en la miseria. El señor Cincuentena, con el que, al final, no he hecho el viaje, nos había dicho que nunca quería trabajar con negros. "Son bandidos. Hay que vigilarlos. Al menor descuido, te desvalijan. He conocido a raïs a los que han desvalijado al llegar a la costa española y a otros que han desaparecido. Yo, cuando hago la travesía, llevo una pistola. Y la enseño".
 
 

En el claro, me llama la atención no ver al raïs. Me pongo en cuclillas. Todo el mundo se mira sin hablar. Tampoco fuma nadie. Loyo, al que nadie pierde de vista, se dirige hacia el mar. Vuelve media hora después. Luego aparece un Renault 4 blanco. Bajan dos hombres. El primero debe de tener unos 50 años y el otro es un joven delgado que lleva un gorro en la cabeza. Los dos recién llegados saludan a Loyo, discuten un poco y luego se alejan, los tres, hacia el mar, con varios aspirantes. Diez minutos más tarde regresan y suben a la colina para reaparecer con un gran motor que arrastran hasta la playa.
 
 

Aguardamos una hora más. Después, Loyo viene a pedirnos que "nos movamos" hacia abajo. "¡Ya está! Llegó el momento". Bajo la pequeña ladera tortuosa y polvorienta y me veo en una cala. No tengo nada, ni bolsa ni bulto. El mar está tranquilo y la zodiac está ahí, delante de nosotros. El motor está en marcha. Los africanos son los primeros en subir. Les dicen que vayan hacia la parte delantera. Les siguen los marroquíes. No hay nerviosismo ni emoción. No hay más que un pesado silencio, roto solamente por el zumbido del motor. Antes de subir a bordo de la zodiac, nos vemos obligados a dar varios pasos por el agua. Después, a bordo de la inmensa lancha, nos acurrucamos como nos ordena el raïs y nos apretamos unos contra otros.
 
 

La zodiac se lanza y gira a la izquierda como para regresar a la playa. El piloto está tranquilo. Mira atrás y adelante, se detiene y, de pronto, arranca en tromba hacia alta mar. Como estoy sentado a su izquierda, me vuelvo hacia la orilla. Ya queda lejos. Ni siquiera sé adónde ha ido a parar Loyo. Navegamos a toda velocidad. Frente a nosotros brillan las luces de Tarifa. Tengo la impresión de poder agarrar España con la mano y de que la travesía va a ser cuestión de 30 minutos. En realidad, para evitar a los tres o cuatro barcos que vamos a encontrar en nuestro camino, el raïs gira sin cesar. En un momento dado, nos perdemos en la oscuridad. Ni barcos ni luces. Todo está oscuro, terriblemente oscuro. La única luz es la espuma que hace la hélice del motor. En ese instante, me acuerdo del chaleco salvavidas, la pistola de señales, la brújula...
 
 

Yo imaginaba una travesía peligrosa en un mar turbulento, una barca que cabeceara, personas aferradas unas a otras y vomitando. La verdad es que el mar está tranquilo. Y si no existiera esta impresión de vacío a nuestro alrededor, y el miedo a que la zodiac reviente, habría podido considerar este viaje como un crucero de placer. Paradójicamente, los grandes buques que atraviesan el Estrecho, y contra los que podríamos habernos chocado, nos dan sensación de seguridad. "Si la zodiac estallara, nos auxiliarían de inmediato", me digo. Poco antes de las cuatro de la madrugada vemos unas rocas. No muy grandes. El piloto costea una playa sin detenerse. Mi pierna izquierda está totalmente insensible. Enfrente no se ve un solo guardia civil ni un policía de ningún tipo. Hemos hecho tres horas de "trayecto" entre un lugar cuyo nombre desconozco y otro cuyo nombre también desconozco.
 
 

"Yallah, yallah, daghia!" ("¡Vamos, vamos, deprisa!"), estamos en tierra española; mejor dicho, a unos metros de la costa. Salto. Sigo sin sentir la pierna. Me arrastro por el agua, que nos llega hasta el tobillo. "Si llegas a buen puerto, no se te ocurra quedarte con ellos", me había dicho Loyo. "Sepárate de ellos, dirígete hacia el bosque, hasta la carretera, y espera a que sea de día para coger el autobús. No hagas autoestop, te descubrirían enseguida". Sigo las consignas. Me quito el pantalón y me quedo en traje de baño para hacerme pasar por un veraneante. Veo a mis compañeros que corren hacia el bosque. ¿Dónde estoy? No tardo en llegar a una carretera. Dudo un poco. No tengo ni pasaporte ni ningún otro documento de viaje. Quinientos dirhams (9.000 pesetas) y 10.000 pesetas, no tengo nada más. Por fin, considero que, si me detiene la policía, puedo muy bien decir que he perdido el pasaporte. Desobedezco las consignas de Loyo. Hago autoestop y, al cabo de varios intentos infructuosos, me recoge una joven que va a trabajar a Algeciras. Me deja a la entrada de Tarifa, donde subo a un autobús de la compañía Comes. Después, la carretera, el parque eólico y, por fin, Algeciras. Me paseo por la ciudad.
 
 

Por la tarde subo en el transbordador hacia Ceuta. Es de la compañía Buquebús. Más caro, pero más rápido. Cuando estoy dentro tengo la tentación de salir a ver el mar. Las grandes puertas de hierro están cerradas y miro a través de las ventanas el azul oscuro del Estrecho. Esta misma mañana he atravesado este maldito trozo de mar en una zodiac, con personas a las que no había visto jamás. ¿Dónde están ahora? Mientras yo estoy sentado en un sillón que me parece el más cómodo del mundo, no sé qué ha sido de mis compañeros accidentales de viaje.
 
 

Cuando llego a Ceuta, desciendo del barco mezclado con los demás pasajeros. Salgo del puerto y voy hacia la izquierda, hacia el paso de Bel Younech. Bel Younech, un pueblo marroquí que suministraba y aún suministra el agua al antiguo presidio, no es exactamente un puesto fronterizo. Esta frontera tiene la particularidad de que los únicos que tienen derecho a pasar son sus habitantes, sin visado ni otras formalidades. Basta con que un soldado eche un vistazo al carné de identidad del viajero para que éste pueda pasar.
 
 

En otro tiempo, me han dicho que los contrabandistas utilizaban a las mujeres que vivían en la comarca para pasar sus mercancías a territorio marroquí. Decido esperar a que caiga la noche. Me aproximo al puesto español, y el policía no dice nada, ni siquiera levanta la cabeza. Unos metros más allá está el puesto marroquí. Dos aduaneros me cierran el paso. Un tercero, que debe de ser el jefe, está sentado dentro de una pequeña caseta situada a la izquierda. Saco 200 dirhams, los disimulo vagamente y se los tiendo al primer encargado de la frontera, un bigotudo, como si quisiera darle la mano. Digo "Salam Aleikum". Responde "Aleikum Salam", me da la mano, me mira, duda y, por fin, coge la mano. Estoy en territorio marroquí. En casa. 


Alí Lmrabet, tetuaní, de 40 años, estuvo destinado en varias embajadas marroquíes hasta que dejó la carrera diplomática por el periodismo. Fue redactor jefe del semanario Le Journal de Casablanca. Ahora es director de la revista Demain

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