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  Domingo, 8 de julio de 2001      
  Domingo  
 
REPORTAJES
    LOS PLANES MILITARES NORTEAMERICANOS EN COLOMBIA, AL DESCUBIERTO
    La guerra secreta de Estados Unidos
     
   
  El general Mario Montoya muestra un alijo de cocaína decomisado por el ejército en la región de Putumayo, en febrero pasado / REUTERS
     
  MARK BOWDEN


 
© 2001 Prospect/NYT Syndicate

George Bush, reacio a intervenir en el extranjero, impulsa el Plan Colombia, destinado a matar dos pájaros de un tiro: el tráfico de cocaína y la guerrilla más antigua de América. Un relato excepcional sobre la más secreta y arriesgada actuación militar norteamericana, en la que a la presencia oficial de asesores militares se suma un creciente número de consejeros privados

Me sorprendió ver a Fast Eddie desarmado. Eddie, un hombre rubicundo y en forma, es exactamente tal como se le describe: un implacable hombre de negocios que preside con una energía frenética su imperio improvisado pero creciente, junto a las ajetreadas pistas del aeropuerto de Eldorado, en Bogotá. 

Es mi primer día de regreso a Colombia y estoy intentando desentrañar lo que, a juicio de muchos, va a ser la próxima gran aventura militar de Estados Unidos, una sombra en movimiento bajo la tranquila superficie de la política exterior norteamericana, mientras George W. Bush se instala en la Casa Blanca. El nuevo presidente ha presentado un rostro neoaislacionista al resto del mundo y ha advertido a posibles solicitantes que no cuenten con la intervención estadounidense, pero es posible que Colombia sea la gran excepción. En abril, el Gobierno de Bush pidió 800 millones de dólares (157.000 millones de pesetas) más para contribuir a la lucha contra la droga. Estados Unidos está ya muy involucrado en el Plan Colombia, una campaña internacional para matar de un solo tiro dos viejos pájaros recalcitrantes: el tráfico de cocaína y una rebelión guerrillera de izquierdas que dura desde hace 40 años. 

Éste es uno de esos planes que resultan inteligentísimos en una sala de reuniones del Capitolio. Si sale bien, podría ser todo un triunfo. Si no..., ya se habla de atolladeros. Algunos invocan el espectro de Vietnam. Para Fast Eddie, la palabra es 'oportunidad'. Su imperio es una red de remolques con techo de hojalata al borde de la pista del aeropuerto, rodeada de una variedad impresionante de avionetas, vehículos, frigoríficos, alambradas y todo tipo de suministros. Son tiempos florecientes para el tinglado de Eddie, Operación Apoyo, que sirve de depósito de abastecimientos, centro de mensajes, lugar de recibimiento y despedida de cada hombre, mujer, arma, ración, perro y poste que llega como parte de la creciente intervención militar norteamericana en esta atribulada nación. 

Hace casi un año que Washington aprobó la contribución a lo largo de tres años de 1.300 millones de dólares (cerca de 255.000 millones de pesetas) al paquete global de estabilización del Plan Colombia, de 7.500 millones de dólares en total (cerca de 1,5 billones de pesetas). El presidente colombiano, Andrés Pastrana, ha aplazado la ejecución de la vertiente militar del plan, una gran ofensiva contra los cultivos de coca y las plantas de procesamiento, protegidos por las guerrillas en dos de los Estados meridionales del país. Sin embargo, hasta ahora, esta amenaza no ha bastado para obligar a los guerrilleros a sentarse en la mesa de negociaciones. Si no retroceden, la campaña debería comenzar este verano. Sus más ardientes partidarios aseguran que no sería más que un paso necesario en el camino que llevará a que toda Suramérica sea un lugar seguro para la democracia jeffersoniana. 

Optimistas y pesimistas

Hay quienes son optimistas y quienes son pesimistas, y hay otros que son pesimistas/optimistas, como Eddie, que considera que esos mil y pico millones de dólares son el primer escalón de una espiral de sangre para el tío Sam. Eddie es un colombiano nacionalizado estadounidense, que sirvió en las fuerzas aéreas norteamericanas. Pero, ante todo, es un hombre de negocios. Como colombiano y estadounidense, la perspectiva de una guerra prolongada le duele. Su rostro se llena de tristeza cuando piensa en ello. ¡Pero eso no quiere decir que uno vaya a olvidarse de las prioridades! En previsión del aumento de efectivos, Eddie ha ampliado la sala de espera.Ya ha dado acogida a 200 soldados al mismo tiempo, y dirige todo con una pistola de 9 mm colgada de la cadera. Sin embargo, hoy no la lleva.

'¿No lleva pistola, Eddie? Me habían dicho que siempre iba armado'. '¿Por qué piensa que no lo estoy?', replica, y levanta uno de los cojines de su sofá de cuero negro para mostrar un rifle automático, un CAR-15, cargado y listo para dispararlo con sólo mover uno de sus dedos enjoyados. 'Siempre voy armado'. 

Es importante tener una estrategia de supervivencia en Colombia, donde los secuestros, los asesinatos y las bombas forman parte del vocabulario habitual. En mi caso, mi instrumento de supervivencia es un ex oficial de las fuerzas especiales del ejército estadounidense, Brent Ballard, un empresario de baja estatura, calvo, gris, fumador en pipa y poseedor de un poblado bigote, que me aguardaba en el aeropuerto de Cartagena hace dos días y no se separa de mí desde entonces. Brent, cuando no se dedica a quedarse con el floreciente mercado del alambre, hace de guardaespaldas, guía y traductor para turistas gringos. Como yo, que he venido en busca de una respuesta a una de las preguntas fundamentales sobre el poder militar de nuestros días. En el caos de nuestro mundo real, ¿es posible todavía llevar a cabo alguna cosa previsible (o deseable)? En la guerra moderna no se hace eso tan anticuado de luchar hasta que el otro bando se rinda. Hoy 'intervenimos'. Intentamos tener 'objetivos claramente definidos' y una 'estrategia de salida'. 

El débil Gobierno central de Colombia está dominado por una pequeña élite urbana que tradicionalmente ha estado al servicio de los intereses de los terratenientes (el presidente Andrés Pastrana es hijo de otro presidente). Sacudido por la violencia política en los años cincuenta y sesenta, y por las guerras del narcotráfico en los ochenta y noventa, durante los que se produjo el ascenso y la caída de los carteles de la cocaína en Medellín y Cali, el país sangra desde hace casi 50 años. La década de los cincuenta es conocida como la violencia, unos años en los que la guerra civil se llevó cientos de miles de vidas. Las guerras del narcotráfico en los ochenta y noventa costaron varios miles de vidas más e hicieron que ocupar un cargo público en Colombia se convirtiera en un riesgo de proporciones aterradoras. Los asesinos a sueldo del rey de la cocaína, Pablo Escobar, mataron a decenas de jueces, a tres de los cinco candidatos a la presidencia en 1989 y, en el intento de matar a un cuarto ese mismo año, derribaron un avión y mataron a los 110 pasajeros que iban a bordo. Amnistía Internacional calcula que en los diez últimos años han sido asesinados o desaparecidos 35.000 civiles, y en el año 2000 Colombia volvió a recibir el calificativo de 'el país más peligroso del mundo para los periodistas'.

Grupos guerrilleros

Además, Colombia alberga a los dos movimientos guerrilleros marxistas más antiguos del mundo, las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) y el ELN (Ejército de Liberación Nacional). Ambos son tenaces, pero ineptos; lo bastante fuertes como para humillar y amenazar al Gobierno, pero no como para derrocarlo. En años recientes, con la caída del comunismo, parece que ambos grupos han perdido sus referencias ideológicas. Se han enriquecido gracias al narcotráfico, pero han perdido prácticamente todo el respaldo popular. 

En el año transcurrido desde que Pastrana cedió a las FARC su propio Estado -un territorio pequeño, de poco más de 40.000 kilómetros cuadrados [como Extremadura]-, ha habido pocos logros significativos, y los informes sobre violaciones de los derechos humanos hicieron que los habitantes de la zona noroeste del país se rebelaran en protesta cuando Pastrana propuso entregar su región al ELN. Hasta ahora, los guerrilleros han rechazado la oportunidad de lograr la paz. El gesto grandilocuente del presidente, que le valió el desprecio de su propio ejército y de los conservadores, ha reforzado el apoyo de la burguesía a paramilitares derechistas de triste fama, como Carlos Castaño, cuyas prisas por atacar directamente a la guerrilla le han convertido en una figura popular y cuyo ejército privado es un interlocutor indispensable en las conversaciones de paz. 

¿Será posible que 1.300 millones de dólares, unos cuantos centenares de boinas verdes, 24 helicópteros Black Hawk y tres nuevos batallones antidroga cambien de verdad las cosas? Cuando se llega desde el Norte por el aire, Bogotá siempre sorprende. Desde la ventanilla del avión, durante la hora de vuelo desde Cartagena, no se ven más que magníficas montañas verdes surcadas por corrientes de color marrón rojizo que se unen para formar los anchos ríos de los valles. Es una naturaleza virgen. 

De pronto, uno se encuentra con una metrópolis moderna y bulliciosa de siete millones de habitantes, cruzada por autopistas, envuelta en niebla y contaminación, llena de rascacielos, chimeneas y barriadas de chabolas. En su parte norte, Bogotá posee anchas avenidas ajardinadas, modernos museos, catedrales clásicas y viejas mansiones que pueden competir con los barrios más elegantes del mundo. Pero en el lado sur y en el oeste se ven arrabales sin fin, donde los refugiados que han llegado huyendo de la violencia en las junglas y las colinas se buscan la vida en medio de basuras pestilentes, con pañuelos blancos que les cubren el rostro para defenderse del olor. 

Brent y Eddie son como otros miles de hombres de negocios, norteamericanos y colombianos, que se disponen a disputarse esos 1.300 millones de dólares y todas las perspectivas que prometen para el futuro. Casi todos son militares recién retirados, estoicos ante el peligro, bien relacionados y dotados de los conocimientos necesarios sobre la logística de la intervención. Están bien acompañados. DynCorp, una empresa en la que trabajan agentes especiales retirados del ejército estadounidense, obtuvo un contrato de 170 millones de dólares (33.000 millones de pesetas) en 1998, y desde entonces lleva a cabo el programa de erradicación de cultivos promovido por Estados Unidos. Sus empleados colaboran con los soldados de las fuerzas especiales norteamericanas procedentes de Fort Bragg (Carolina del Norte), que llegan a trabajar aquí en turnos cada vez más numerosos.

La mayoría de las noches, los bares de los mejores hoteles de Bogotá están abarrotados de jóvenes norteamericanos con un corte de pelo militar. Cuando la maquinaria de guerra estadounidense hace un despliegue semejante, suele hacerlo a lo grande: sacos de arena, lonas, insecticidas, generadores, máquinas de Coca-Cola, vídeos, literas, uniformes, radios, explosivos, cafeteras; todos los artículos de un catálogo de operaciones sobre el terreno y otros que no figuran en él. El aparato militar norteamericano es impresionante, pero además es acaparador. No se limita a levantar un campamento, sino que importa toda la cultura de comida rápida, centro comercial y recipientes de usar y tirar. Y son pocas las cosas que van a sobrar. No son muchos los empresarios confiados en que el Plan Colombia vaya a funcionar según lo previsto, pero se callan y se atienen a la tradición del contratista militar: ellos no son quienes para comprender los motivos, se limitan a comprar barato y vender caro. 

Bases norteamericanas

El punto central del Plan Colombia está a unos 500 kilómetros al sur de Eddie, en la cálida cuenca del Amazonas, bajo las selvas de triple bóveda que constituyen la frontera con Ecuador. Una de las cosas que espero poder hacer en este viaje es visitar a los soldados estadounidenses estacionados en dos bases en la selva, Larandia y Tres Esquinas, a las que sólo se puede llegar en aparatos militares colombianos. Después de meses de intentos infructuosos para lograr un permiso del ejército en Estados Unidos, pretendo lograr una audiencia con la nueva embajadora norteamericana en Colombia, Anne Patterson. El embajador anterior, prudentemente, había decidido mantener a todo el personal norteamericano en Colombia apartado de los periodistas, y ésa es una de las razones de que haya tan poca gente en nuestro país que sepa lo que está ocurriendo aquí. Pero hay otros que piensan que, para lograr el respaldo público a misiones militares en el extranjero que son difíciles y peligrosas, es preciso contar a los ciudadanos estadounidenses lo que ocurre, y según me han dicho, Patterson comparte esta opinión. 

Antes de partir para este viaje, un funcionario del Pentágono me había adoctrinado sobre el esfuerzo militar en Colombia. 'Estamos hablando de una aplicación quirúrgica de la violencia', me dijo. 'En este momento, las circunstancias son las menos deseables. Los envíos de drogas han aumentado y las guerrillas tienen cada vez más fuerza. Hemos identificado el centro geográfico del problema y tenemos previsto encerrarlo en una caja. No hay carreteras, de forma que la única manera de entrar y salir de esa área es por el río o por el aire. Tal vez no podamos cerrarlo por completo, pero sí podemos conseguir que los envíos dejen de ser rentables. Los peruanos no consiguieron derribar más que al 10% o 15% de los aviones del narcotráfico, pero para un piloto la idea de que haya un 10% o un 15% de posibilidades de ser derribado es suficiente para que no quiera seguir volando. Es el porcentaje que queremos alcanzar en Colombia'. 

Conviene recordar que, en la vida real, la cirugía implica sangre. Las guerrillas contraatacarán. Hay que prever que habrá intentos de perturbar la vida en las ciudades colombianas y un aumento de los secuestros y las bombas, más ciudadanos aterrorizados y una nueva campaña en contra de los norteamericanos, que ahora son blancos más fáciles porque son más abundantes. Los nuevos batallones antidroga han sido entrenados y equipados por las fuerzas especiales del ejército estadounidense, que también dirige sus operaciones de forma encubierta. Las FARC ya han anunciado que considerarán como una acción de guerra por parte de Estados Unidos la entrega este verano de los helicópteros Black Hawk. 

El año pasado se vendió el Plan Colombia al Congreso como una operación estrictamente local, que no iba a incrementar de forma significativa la presencia militar de Estados Unidos. Pero las cifras de los norteamericanos estacionados en la actualidad en Colombia son vagas. En un día cualquiera del año pasado se calculaba que había oficialmente unos 200 soldados norteamericanos. El número aumentaba a 500 cuando llegaba un buque de la marina o un equipo especial de la SIGINT (plataforma de señales de información o escuchas electrónicas). Ésas eran las cifras oficiales. El ejército de Estados Unidos posee unidades clandestinas en el país desde 1989, cuando envió a su primera unidad secreta de telemetría por radio con el nombre en clave Centra Spike, para ayudar a la caza y captura de Pablo Escobar, cuyo reinado de terror y chantaje tenía prácticamente paralizado el Estado. Años después llegaron los soldados de la fuerza Delta para ayudar a rematar la labor, y algunos restos de aquellas unidades han permanecido aquí. 

No están incluidos en las cifras oficiales, como tampoco lo están los contratistas privados ni los pilotos de Dyncorp, que fumigan los campos de coca (y son derribados) en los pequeños campos de cultivo que dominan Putumayo. En los últimos años, el ejército estadounidense ha privatizado cada vez más actividades, lo cual significa que los mismos soldados, pilotos y técnicos que aplicaban la política norteamericana en Colombia desde hace años lo siguen haciendo a cambio de sueldos más altos, pero ya no forman parte del ejército. 

Fuerzas especiales

El centro de información regional en Tres Esquinas, en la confluencia de los ríos Caquetá y Orteguaza, en el borde occidental del Estado de Caquetá, está ocupado hoy por empleados que son, en su mayoría, soldados retirados de las fuerzas especiales. El centro suministra información y planificación a las fuerzas armadas colombianas que actúan en la región. Es muy probable que éste sea el primer punto en ser atacado. Los preparativos de defensa son muy amplios y el centro está vigilado por varios miles de soldados colombianos. La selva que lo rodea se ha talado para facilitar la visión en el momento del disparo, pero aun así es un lugar aislado y vulnerable. En las colinas circundantes hay muchos guerrilleros. Si las FARC deciden poner en solfa la ayuda estadounidense, es casi seguro que empezarán por Tres Esquinas.

Existe un búnker en el que se alojan los empleados que se quedan a dormir. No es difícil imaginar a un grupo de norteamericanos encerrados y bajo asedio, y si llega ese momento, ¿qué importancia tendrá para la Administración de Bush el hecho de que sean soldados de uniforme o personal contratado? 'Los miembros de las FARC han estudiado lo de Somalia', dice un oficial retirado de las fuerzas especiales estadounidenses, que pasó dos años en las guerras del narcotráfico y permaneció en Colombia como asesor de seguridad hasta el año pasado. 'Saben que si matan a unos cuantos soldados norteamericanos, el Gobierno de Estados Unidos podría cambiar de opinión y ordenar la retirada. Pero a Bush le van a presionar para que demuestre que las cosas han cambiado. Así que, tal vez, la muerte de unos cuantos norteamericanos podría ser el detonante de una escalada'.

Si los soldados norteamericanos se ven envueltos en tiroteos con guerrilleros colombianos o si varios de ellos son capturados y retenidos como rehenes, ¿qué hará Washington? O aunque los soldados escapen a ese destino, ¿qué ocurrirá si de aquí a dos años se hace evidente que el plan no funciona? Recordemos que el ejército colombiano lleva luchando contra las FARC y el ELN, con una ayuda de Estados Unidos ligeramente inferior a la de ahora, desde hace cuatro décadas. ¿Desea Estados Unidos verse arrastrado por el embrollo violento y sin esperanza de la política colombiana, la guerra civil más prolongada del hemisferio occidental?

El hombre encargado de garantizar que no sea así es el coronel Patrick Higgins, jefe del grupo militar de Estados Unidos, que ha sucedido a una larga serie de jefes frustrados, el último de los cuales se fue en un ambiente de deshonra al descubrirse que su mujer introducía cocaína en las valijas diplomáticas. Fue una noticia sin importancia en Estados Unidos, pero una historia tremenda y muy gratificante en Colombia, donde durante años los funcionarios norteamericanos han acusado de forma más o menos descarada a todo el que ocupaba un cargo de estar a sueldo de los narcotraficantes. Higgins es un militar graduado en West Point, delgado y preciso, que parece un corredor de fondo. De las paredes de su despacho cuelgan mapas y una portada enmarcada de la revista Life, la correspondiente al 2 de junio de 1961, con un primer plano de Fidel Castro y el titular 'Crisis en nuestro hemisferio'.

'En Colombia nunca tenemos a nadie que no necesite estar aquí', explica, a propósito de la presencia militar estadounidense. 'Tengo que evaluar los riesgos de forma individual para cada soldado. Una vez que pasan la prueba, les situamos en lugares en los que no suele pasar nada. En Tres Esquinas hay alrededor de 2.000 hombres, de los cuales, hoy, 13 son nuestros. El centro no ha sufrido nunca un ataque. Nunca. Y aunque lo ataquen, somos perfectamente capaces de defenderlo'. La portada de Life con Castro la tiene, dice, para acordarse de que, cuatro décadas después, Castro permanece en el poder y sigue habiendo guerrillas izquierdistas en las montañas de Suramérica. Intenta no pensar con demasiada anticipación. 

Análisis militar

En términos puramente militares, Higgins está seguro de que el Plan Colombia va a causar gran perjuicio a las guerrillas. Se calcula que el movimiento guerrillero, en su totalidad, está formado por unos 60.000 combatientes entre permanentes y parciales, 'muy extendidos pero con poca densidad'. Ahí cobran importancia los Black Hawks y varios Hueys de doble motor. La movilidad multiplica las fuerzas; permite causar el triple de impacto con el mismo número de hombres. Los tres nuevos batallones tendrán unos 3.000 hombres. Su ventaja, en gran parte gracias a las técnicas de vigilancia estadounidenses, consiste en saber exactamente dónde está el enemigo en todo momento, dónde se encuentran sus bases, sus laboratorios, sus campos de cultivo, sus rutas fluviales. Dos brigadas militares convencionales se dedicarán a asegurar las ciudades, unas unidades fluviales recién formadas cortarán las rutas a través de los ríos, unos expertos en erradicación de cultivos atacarán los campos y los nuevos batallones antidroga se centrarán en los importantísimos laboratorios de tratamiento, aproximadamente unos 30. 'En cuatro años, confiamos en reducir el cultivo de coca en un 50%', dice Higgins. 'Personalmente, creo que son aspiraciones discretas. Me parece que podemos mejorarlas'. De conseguirlo, será la primera vez que los esfuerzos antidroga en Colombia superarán la capacidad de los agricultores para renovar los cultivos. 

Mi siguiente visita es a Luis Moreno, encargado de la sección de narcotráfico en la embajada. Está convencido de que la larga e inútil lucha contra las drogas se encuentra en un momento decisivo por un factor fundamental: hacen falta casi 18 meses para recuperar un campo después de fumigarlo o destruirlo. 

Acabar con la coca

Moreno es un hombre entusiasta y juvenil, que tiene el despacho abarrotado de mapas, fotos aéreas, gorras, juguetes y maquetas de avión. Desprende sinceridad. No le pagan para explicar la situación general, le pagan para acabar con las plantas de coca y se toma su trabajo con espíritu de misionero. Desde hace varios años, Moreno coordina un plan para fumigar glucosato (un ingrediente del herbicida doméstico Round-up) sobre los campos de coca y amapola identificados por imágenes de satélite. Dice que este esfuerzo, y el hecho de que las fuerzas aéreas peruanas hayan logrado interceptar aviones del narcotráfico que servían de puente aéreo entre ese país y los laboratorios colombianos, han restringido el cultivo y el procesamiento de coca a una región muy delimitada, que es además el territorio de las FARC. Los aviones están pilotados por norteamericanos (los que trabajan para Dyncorp), y es frecuente que se topen con fuego de artillería ligera cuando sobrevuelan los campos. De hecho, les han alcanzado en 70 ocasiones, y tres de los pilotos contratados han muerto derribados. 

Mientras habla conmigo, Moreno recibe una llamada en la que le cuentan que han alcanzado a otra de sus avionetas fumigadoras. Respira al escuchar que esta vez, como casi siempre, los daños son mínimos. Su optimismo sobre el Plan Colombia es contagioso.

'Dios se ha portado bien con nosotros', dice. 'Ésta es una oportunidad de oro, un momento que no va a repetirse. Ahora, el 60% de la coca mundial se concentra en esta región del sur de Colombia, controlada principalmente por las FARC, que obtienen enormes beneficios de la droga. El Gobierno colombiano quiere obligar a las FARC y al ELN a participar en las conversaciones de paz. Tenemos la ocasión de matar dos pájaros de un tiro, dar el mayor golpe jamás visto al tráfico de cocaína y acabar con la rebelión marxista más antigua del mundo'. 

Cuando me despido de Moreno, me llevan al despacho de la nueva embajadora, una sala muy adornada. Patterson es una mujer menuda, serena y reflexiva, una diplomática de carrera que parece tan capaz de ser la elegante anfitriona de una cena de gala como de ordenar un bombardeo. Con su cabello bien peinado y su traje de chaqueta rosa, Patterson no encaja con la imagen del embajador en una zona de guerra, pero no es una persona que se asuste fácilmente. A las pocas semanas de llegar, la policía colombiana halló una bomba de gran tamaño en la ruta por la que tenían que pasar los coches que les iban a llevar a ella y a un congresista norteamericano a visitar Barrancabermeja, una pequeña ciudad a 200 kilómetros al norte de Bogotá. Hubo cierta discusión sobre cuál era el objetivo de la bomba. Las autoridades, al principio, lo consideraron un intento de asesinato, pero luego se retractaron. 'No es raro encontrar este tipo de cosas en Barrancabermeja', declaró el portavoz del Departamento de Estado. Patterson acudió a todas sus actividades programadas en la ciudad sin faltar a una sola. Lleva más de una década viviendo y trabajando en Latinoamérica; antes de Colombia, los últimos lugares en que estuvo fueron El Salvador y Perú.

'Si vamos paso a paso, lo conseguiremos', asegura. 'Hace diez años, el problema era Perú. En aquella época, cuando hablábamos de cortar el tráfico de coca procedente de Bolivia y Perú, nadie pensaba que fuera posible. Lo conseguimos. Aquí también se puede hacer'. 

Patterson pertenece a un nutrido grupo de diplomáticos y soldados norteamericanos que ha labrado su carrera en la guerra contra el narcotráfico en los Andes. Las circunstancias se han combinado para ofrecer oportunidades a estos profesionales maduros. Las medidas fracasadas del Gobierno de Reagan dieron paso a la estrategia de Bush (padre) contra los cerebros de la droga, que supuso acabar con los carteles de la cocaína de Medellín y Cali y, a su vez, engendraron los supercarteles de hoy día: una cínica alianza entre los guerrilleros, los paramilitares y la industria del narcotráfico en Colombia. Veinte años de esfuerzos norteamericanos y miles de millones de dólares no han logrado más que ir trasladando la industria de la droga de un lugar a otro, cambiar los lugares del cultivo y el tratamiento de la coca, alterar las rutas del tráfico y cambiar los nombres de quienes se enriquecen con él, pero no han podido impedir el aumento constante de los envíos al hemisferio norte. La última reorganización ha conseguido crear un fenómeno completamente nuevo: unos revolucionarios marxistas ricos. 

Pentágono y Congreso

No siempre ha sido fácil convencer al Pentágono y al Congreso de que los narcotraficantes son un objetivo importante para el poder militar norteamericano, pero cuando se empieza a hablar de guerrilleros de izquierdas, ese lenguaje sí lo entienden. El dinero estadounidense está permitiendo que se aproveche la ocasión y Patterson sabe que puede ser un compromiso muy frágil. Si empiezan a morir soldados norteamericanos en Colombia, 'las consecuencias podrían ser muy graves', dice. 'Hemos intentado que la gente en nuestro país esté preparada para asumir los riesgos. Aquí tenemos ya a mucha gente, y éste es un país muy peligroso. Pero si estamos dispuestos a asumirlo, creo que podemos conseguirlo. Las FARC pueden hacer mucho ruido, pero no tienen la capacidad de realizar una actividad sostenida'. 

En su opinión, debo visitar a los soldados que se encuentran en Larandia. Me despido de ella, Higgins y Moreno, contagiados del entusiasmo ante las perspectivas de esta oportunidad histórica de oro', pero inmediatamente me topo con unos escépticos. En el bar del elegante hotel Dann Carlton, un empresario colombiano asiente de buen grado mientras le resumo el plan militar para luego asegurarme con gesto cansado que todas esas ideas de reducir a la mitad el tráfico de cocaína y herir a las FARC son sólo ilusiones. Me pide que no mencione su nombre, porque él también puja por conseguir algún contrato militar, pero dice: 'Por lo menos, la mitad del dinero que envía Estados Unidos acabará en malas manos en vez de llegar a las fuerzas gubernamentales que están sobre el terreno'. Un empleado de la embajada que está en el bar asiente y reconoce que hay algo de cierto en eso. Explica que unas botas de lona para la jungla, fabricadas en Estados Unidos y remitidas al primero de los nuevos batallones antidroga, se habían convertido al llegar a su destino, por arte de magia, en otras de cuero negro corriente, más baratas. 

Un piloto y ex narcotraficante de Medellín con el que hablo al día siguiente me ofrece su propia conclusión sobre por qué el Plan Colombia está condenado al fracaso. Coge cuatro botellas de agua mineral y las coloca en la mesa, entre él y yo. 'Finjamos que esta agua mineral tiene muchísimo valor para usted y que yo le puedo vender una botella por 200 dólares', comienza. 'Ahora supongamos que el Gobierno decide que no quiere que le venda mi agua mineral y consigue reducir a la mitad mi capacidad de embotellarla y distribuirla'. Quita dos botellas de la mesa. 'Ahora, lamentándolo mucho, tengo que cobrarle 400 dólares por cada botella. Si tiene muchas ganas de tenerla, estará dispuesto a pagarlos, ¿no? Incluso puede que le cobre un poco más por todos los inconvenientes que estoy sufriendo'. 

La moraleja es que lo que rige el negocio de la cocaína no es la oferta, sino la demanda. En Estados Unidos, la demanda se ha estabilizado en los últimos años (cada año entran aproximadamente 330 toneladas), pero ahora hay unas 220 toneladas que se dirigen anualmente a Europa, más del doble que en 1996. En la propia Colombia, el consumo de drogas nunca ha sido un problema muy grave, así que a los políticos siempre les ha costado convencer de que era importante llevar a cabo fuertes campañas contra los narcotraficantes sin que les dijeran que eran lacayos de los gringos. Mientras haya norteamericanos y europeos relativamente acomodados y dispuestos a pagar precios exorbitantes por la sustancia, alguien encontrará la forma de suministrarla. Muchos colombianos opinan que por qué no van a poder ser ellos.

Ministro de Defensa

Uno de los que mejor lo entienden es Luis Ramírez, el ministro de Defensa, de 42 años y aspecto juvenil, con un bigote de color castaño y una mata de pelo ondulado. Su oficina está en lo alto de la colmena deteriorada que constituye el ministerio. Una vez dentro es como estar en un centro de mando en plena actividad. Grupos de oficiales colombianos y norteamericanos de uniforme atraviesan con paso rápido los pasillos, y los norteamericanos me lanzan miradas curiosas. En la antesala de Ramírez hay varios hombres vestidos con trajes bien cortados, oficiales con uniforme de paseo y soldados con uniforme de faena, sucios y recién llegados de la jungla. Unos camareros de chaqueta blanca nos ofrecen bandejas con café, té y agua mineral. 

Mientras espero al ministro, pienso en la lección del agua mineral. Parece lógica. Los drogadictos son clientes cautivos casi por definición. Si los precios suben, la mayoría de ellos encontrarán la forma de pagar. Unos precios más elevados serán mayor incentivo para que se incorporen otros proveedores. La historia sugiere que si el Plan Colombia reduce a la mitad la cocaína producida en ese país, surgirá alguien que tome el relevo.

'No estoy tan seguro de que sea así de fácil', dice Ramírez, desde la cabecera de una ancha mesa de roble. Junto a él se encuentra el general Fernando Tapias, jefe de las fuerzas armadas colombianas, un hombre moreno de dedos gruesos. Saco un mapa de Colombia y les pido que me indiquen la situación de Tres Esquinas y Larandia, cosa que tardan muchísimo en hacer. Por fin, con las gafas puestas, el general Tapias alisa la mitad inferior del mapa y señala con cuidado dos puntos en una remota región del suroeste de Colombia.

'Tenemos 120.000 hectáreas de cultivos de coca aquí, en la región de Putumayo', explica Ramírez. 'Supongamos que las eliminamos por completo y que la demanda en EE UU sigue siendo la misma. No veo ningún otro país que pueda proporcionar una zona tan grande, con un clima tan perfecto para el cultivo y en la que guerrillas y paramilitares se encargan de cuidar las cosechas. De forma que, por primera vez en la historia, si logramos reducir de verdad el suministro, es posible que eso tenga consecuencias a escala mundial'.

Otra consecuencia inmediata muy probable es el aumento de los secuestros y las extorsiones, las otras dos fuentes fundamentales de dinero para las FARC y el ELN. Las guerrillas pueden escoger objetivos conocidos, y en lugar de luchar contra batallones móviles y entrenados en Putumayo y Coquetá, quizá emprendan campañas de asaltos y bombardeos en todo el país para intentar perturbar la vida supuestamente tranquila de las grandes ciudades. 

Estrategia guerrillera

'Ya lo están haciendo', replica Tapias. 'O lo intentan. Anoche atacaron una base militar en Cartagena con un asedio de 18 horas. No triunfaron. No murió ninguno de nuestros hombres. Estamos preparados porque sabemos que ésa va a ser su reacción. Lo intentarán, pero sabemos que no pueden llevar a cabo una ofensiva sostenida de ese tipo, en todo el país, durante más de una o dos semanas'. Tapias explica que la estrategia de las guerrillas ha cambiado poco en 30 o 40 años, mientras que el país ha cambiado mucho. Los grupos son relativamente pequeños, pero siempre han confiado en que sus grandes ataques contra las ciudades desencadenaran levantamientos populares que les llevarían al poder. Ahora, a las guerrillas les resulta cada vez más difícil lograr el apoyo de los campesinos en las zonas rurales, la base más propicia por sus sueños de justicia social y redistribución de las tierras. 'La población campesina está cansada de todo esto', explica Tapias. El hecho de que los guerrilleros recurran al secuestro, la extorsión y el tráfico de drogas les ha costado el apoyo en las ciudades y el respaldo de organizaciones de todo el mundo que antes simpatizaban con ellos. Castro se ha distanciado de las FARC y el ELN. Amnistía Internacional ha condenado sus acciones de secuestro y ha criticado las violaciones de los derechos humanos en las regiones dominadas por ellos. En una visita reciente, Mary Robinson, alta comisionada de Naciones Unidas para los derechos humanos, denunció los secuestros. 

Las autoridades colombianas creen que la posibilidad de que haya un levantamiento popular en apoyo de la guerrilla es nula. Si las FARC y el ELN responden al Plan Colombia incrementando el terrorismo en las ciudades, lo único que lograrán será provocar la hostilidad del pueblo al que desean gobernar. 'No es posible derrotar o destruir por completo a las guerrillas', explica Tapias. 'Pueden resistir en la jungla eternamente. Si no atacamos sus fuentes de financiación, el proceso de paz no avanzará'. 

Ramírez va más allá que Moreno en su defensa del Plan Colombia. Considera que no se trata sólo de que éste sea el momento propicio, sino que es un asunto de obligación moral de los norteamericanos. 'La mejor y única solución al problema mundial de la droga es reducir de forma drástica el consumo', dice el ministro de Defensa. 'Si Estados Unidos y Europa no quieren o no pueden hacerlo, la industria seguirá provocando violencia en Colombia. Creemos que los países consumidores tienen la obligación de ayudarnos en esta lucha'. Lo que hay en Colombia es una especie de guerra civil norteamericana por país interpuesto, ya que ambos bandos están financiados en gran parte por Estados Unidos. El Gobierno recibe una gran inyección de dólares norteamericanos, mientras que las guerrillas obtienen sus fondos de los estadounidenses que compran drogas ilegales.

Carlos Salinas, de Amnistía Internacional, opina que 'se va a desatar un infierno. Todavía nos queda mucho por ver. Éste no es un plan colombiano, es un plan norteamericano, elaborado por el Southcom (el mando sur del ejército norteamericano). Pretendía ser la solución definitiva de todos los males de Colombia. Pero no era más que un truco comercial para ayudar a Sikorsky a vender muchos helicópteros y ayudar a la campaña de Gore, contrarrestando las acusaciones de que el Gobierno de Clinton no había atacado a fondo las drogas. Ya ha fracasado como estrategia política y fracasará en la parte militar, es sólo cuestión de tiempo'. Salinas predice matanzas en masa de civiles y una gran crisis de refugiados en la frontera ecuatoriana. Otros creen que la crisis en Colombia desencadenará la inestabilidad en toda la región. 

Rápido empleo de la fuerza

Claro que quizá salga bien. Ésa es siempre la justificación o la ilusión de estas aventuras militares modernas: que es posible arreglar un problema complicado mediante el rápido empleo de la fuerza. Estados Unidos lo intentó en Somalia cuando decidió que la solución para implantar la democracia en aquel país era eliminar a uno de sus caudillos, Mohamed Farah Aidid. El resultado fue el combate más violento de la era moderna, la batalla del mar Negro, el 3 de octubre de 1993, con varios centenares de muertos (incluidos 18 soldados estadounidenses) y un cambio brusco de posiciones. Por el bien de Colombia, por todos esos funcionarios patriotas e inteligentes de la embajada y por todos los chicos de las fuerzas especiales que se encuentran en la jungla, espero que esta vez salgan bien las cosas. Sin embargo, mientras vuelo de regreso a Miami, me lo pregunto. No dejo de pensar en Fast Eddie. 

Eddie cree que, hasta ahora, las guerrillas han evitado atacar a los norteamericanos, pero que cuando lo hagan 'la mierda va a salpicar todo'. En su voz se detecta cierta fruición. Opina que ya era hora de que el Gobierno plantase cara a los criminales y a los guerrilleros. Quiere a su país natal, pero también está harto de él. 'Dios creó Colombia', dice. 'Le dio las flores más hermosas, ríos, montañas, frutos y animales. La tierra es tan rica, que si uno escupe crece algo. San Pedro se quejó: 'Señor, es injusto para el resto del mundo'. Y Dios respondió: 'Espera a ver la gente que pongo ahí'.

Sobre el tejado de las oficinas de Eddie, en el aeropuerto, ordenadas en montones, hay filas y filas de relucientes ataúdes metálicos.