El País Digital
Lunes
14 diciembre
1998 - Nº 955

El día en que voló Carrero

Veinticinco años después, el asesinato de Carrero Blanco
sigue vivo en la memoria de los españoles. No fue
un delfín ni un mandado, sino un secretario de despacho
ultracatólico y reaccionario.

JAVIER TUSELL

El coche del almirante Carrero,
tras el atentado (EFE).
El coche en que viajaba Luis Carrero Blanco el 20 de diciembre de 1973 quedó convertido en una informe masa de chatarra. El almirante no murió al instante, aunque las heridas que recibió eran necesariamente mortales. Su agenda —de la marca Loewe y regalada por el INI— se ha conservado intacta por sus descendientes. En el dietario está arrancada la pestaña del día anterior a la muerte, el 19, en que, según consta, figuraban las visitas a las que atendió: Kissinger, el secretario de Estado norteamericano, Fernández Miranda y don Alfonso de Borbón. Al día siguiente debía debatir en reunión con los ministros —consejillo, porque a ella no asistía Franco— un largo documento, redactado a mano por él mismo, que puede ser considerado como su testamento político.

ETA asesinó al almirante cuando, tras oír misa en la iglesia de los jesuitas de Serrano, pasaba frente a Claudio Coello, 104. No fue el único asesinato de presidente de Gobierno español en el siglo XX, pero los de Cánovas, Canalejas o Dato dejaron un recuerdo más borroso. Un cuarto de siglo después, en cambio, cualquier español que en ese tiempo tuviera uso de razón política tiene presente en su memoria el impacto que le causó la noticia.

Luis Carrero Blanco fue un personaje esencial en la historia de España durante la dictadura de Franco. Nacido en Santoña en 1904 en el seno de una familia de militares, hubo un rasgo de su formación que explica de manera perfecta la mentalidad que le guió hasta el final. En la biblioteca familiar se encuentra un libro de Vázquez de Mella, conocida figura de la extrema derecha católica, dedicado a su padre: él entregó a sus hijos una Biblia con el deseo de que fuera su permanente compañera durante toda la vida. A este tradicionalismo o integrismo religioso es preciso sumar su condición de militar profesional. Su padre rectificó su partida de nacimiento para que, casi niño, pudiera entrar en la marina; cuando fue asesinado llevaba casi 56 años en ella. Cuando estalló la guerra civil, en cuya conspiración previa él no había tomado parte, se ocultó huyendo por los tejados en el Madrid en que residía para no ser puesto al frente de un buque destinado a combatir a los sublevados.

Carrero se convirtió en un personaje clave del régimen muy pronto, en torno a 1942. Ese año Franco se libró de su principal consejero, el entonces falangista (y cuñadísimo) Ramón Serrano Súñer. Frente a la opción del partido único fascista, Carrero siempre representó una extrema derecha católica contraria al lenguaje revolucionario de los seguidores de José Antonio y propicia a una dictadura burocrático-religiosa dirigida por una élite de administradores. Esa opción ejerció un papel cada vez más relevante en el seno del régimen. Se le ha atribuido un papel importante en impedir la entrada de España en la guerra mundial, pero en este punto fue inequívocamente germanófilo, aunque bastante más prudente que los más destacados miembros de Falange. Su posición fue más decisiva en 1945, cuando el régimen se revistió de nacional-catolicismo, o a fines de los años cincuenta, cuando pasó a ser una dictadura tecnocrática.

Al lado de Franco, de quien fue principal consejero político, las peculiaridades de Carrero revisten determinados rasgos que le distinguen de aquel a quien sirvió como una especie de eminencia gris y de quien fue complementario más que sosias. Carrero, en efecto, no fue ni un delfín ni tampoco un mandado, sino un secretario de despacho, pero en los años sesenta el régimen parecía, hasta cierto punto, una diarquía. Hombre para quien el ideario era más importante que para Franco, buen planificador y dotado de coherencia en sus ideas reaccionarias y carente de la habilidad política de su caudillo, todos esos rasgos explican que fuera también una persona mucho más preocupada por el futuro y por su decantamiento hacia la Monarquía que muchos de los más enfervorizados falangistas.

Por eso puede decirse que el hecho de que Franco optara por la sucesión monárquica en la figura de don Juan Carlos se debió, en buena medida, a él, aunque claro está que la Monarquía que vino tuvo unas características radicalmente distintas a las por él previstas. La decisión con la que Carrero empujó a Franco hacia don Juan Carlos aparece en uno de sus comentarios a López Rodó: "Hay que ver lo que le cuesta parir a este hombre", le dijo.

La victoria de sus tesis se produjo en julio de 1969. Alcanzada la máxima responsabilidad política en esa fecha, la ratificó en 1973 con su nombramiento como primer presidente de Gobierno de Franco. Pero a partir de entonces empezó su declive. Carrero vivió esa fase de su vida en un mundo político y social cada vez más lejano de su mentalidad y acosado por quienes en teoría debían estar a su lado. El despegue de la realidad se aprecia en la lectura de ese testamento político al que se ha aludido. En él aparecen frases que denotan una radical intolerancia hacia la oposición como, por ejemplo, "un juez que se siente liberal o marxista siempre será mal juez, así sepa más leyes que Papiniano". Pero todavía llama más la atención otra frase como la siguiente, en un tiempo en que los ídolos de la juventud eran ya los Beatles o los Rolling: "Se trata de formar hombres y no maricas, y esos melenudos trepidantes que algunas veces se ven no sirven ni con mucho este fin".

Pero a Carrero le importunaron en esos años finales también los próximos. Doña Carmen, la esposa del dictador, se permitía en esos años esperpénticos calificar de "traidores" a algunos de los ministros y pululaban toda serie de conspiraciones y luchas de camarillas. Esta situación es la que explica la larguísima serie de especulaciones a las que dio lugar el asesinato del almirante. A sus deudos y partidarios, la noticia y el relevo inmediato del equipo gubernamental les causó un trauma del que perduró la extrañeza ante lo sucedido. A los opositores al régimen les pareció tan increíble que incluso atribuyeron el asesinato a la CIA. Pero probablemente la explicación del éxito del atentado es la más sencilla imaginable. ETA no había hecho atentados fuera del País Vasco y los servicios policiales eran tan brutales como poco eficientes. Los terroristas pudieron cometer toda serie de imprudencias e incluso los servicios policiales alertar de la inminencia de alguna acción (en principio se trataba de un secuestro, no de un atentado). Pero para la mentalidad de la época, que aquello pudiera suceder era increíble, y eso explica el éxito de ETA, que luego convirtió lo sucedido en una hazaña de aventuras: en eso se resume su libro titulado Operación Ogro.

Muchas veces se ha especulado acerca de lo que podría haber acontecido en el caso de que Carrero no hubiera sido asesinado. Lo primero que en este sentido resulta preciso advertir es que de ninguna manera ETA imaginó favorecer una transición hacia otro tipo de régimen político. ETA pensó en sus presos al planear el atentado, y en potenciarse a sí misma. Logró esto último y, al hacerlo, multiplicó las dificultades de los protagonistas de la transformación de España en una democracia.

Pero supongamos que Carrero hubiera vivido. ¿Hubiera supuesto eso una especie de losa sobre la transición hasta el extremo de convertirla en imposible? Esa evolución negativa resulta improbable: en cualquier caso, el grado de madurez de la sociedad española favorecía el cambio en ese sentido. Por otro lado, quienes estaban más cercanos a Carrero aseguran que consideraba cumplida su trayectoria y deseaba el retiro. Lo más probable es que, proclamado el Rey, se hubiera desvanecido del escenario político, aun estando por completo en contra del camino que siguió la política española. Resulta poco imaginable que conspirara contra don Juan Carlos después de que durante tanto tiempo su propósito fue convertirle en heredero de Franco. Pero, además, aunque lo hubiera intentado, es improbable que estuviera en condiciones de liderar una conspiración, porque estaba muy lejano del tipo característico del conspirador y había permanecido mucho tiempo lejos del mando de unidades militares.

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