El País Digital
Domingo
13 diciembre
1998 - Nº 954

García Márquez regresa al calor del reportaje

El escritor prepara ilusionado su nueva revista mientras dirige talleres de periodismo

ÁLEX GRIJELMO, Madrid
Gabriel García Márquez, de 72 años, premio Nobel de literatura, acaba de comprar la revista colombiana Cambio, que en su día se llamó Cambio 16 y fue propiedad de Juan Tomás de Salas, editor entonces de la revista homónima española. El escritor ha adquirido el 50% de la propiedad a la anterior dueña, la periodista Patricia Lara; el resto se lo reparten prestigiosos profesionales de la prensa colombiana: María Elvira Samper, Mauricio Vergas, Pilar Calderón, Roberto Pombo y Ricardo Ávila (ex asesor del presidente colombiano César Gaviria). Un periodista de EL PAÍS ha pasado una semana con García Márquez en Cartagena de Indias, codirigiendo con él uno de sus talleres de periodismo.


Asistentes al taller de periodismo, con el co-director
del curso, Gabriel García Márquez, (dcha.) (La Nación)
Gabriel García Márquez entra en la sala todo feliz en su camisa blanca y con un pantalón de tenis que deja al aire sus gemelos recios. Pero los 10 alumnos del taller sobre estilo periodístico que le aguardaban hacen un silencio que tal parece que se hubiera personado el presidente del Tribunal Supremo vestido con toga y birrete. Este genial escritor vivirá muchos años, desde luego, si se da por bueno su aserto de que "hacer un trabajo que a uno no le gusta contribuye a la muerte", porque él cree que "el secreto de la longevidad y la felicidad es hacer solamente aquello con lo que uno disfruta". Ahora acaba de concebir una ilusión más que le alienta la vida: ha comprado la revista colombiana Cambio, y se le ve en la cara que ya está imaginando titulares.

Aquel reportero joven que pervive en este García Márquez jovial atraviesa, pues, una etapa de regreso a los orígenes: escribe sus memorias, prepara una publicación semanal que quiere convertir en el mejor hogar de los reportajes y dirige talleres de periodismo para profesionales de España y Latinoamérica, un foro de debate y aprendizaje.

Su casa de Cartagena de Indias es un fortín que preserva la intimidad familiar, pero a menudo se deja interrumpir por alguna llamada relacionada con este desembarco en lo que antes fue la edición colombiana de Cambio 16. Nunca mientras escribe a primeras horas de la mañana, solitario en su despacho de la planta superior, de tresillo inmaculado, de paredes blancas, decorado a la izquierda de la mesa por dos cuadros de arte colombiano y, de frente, por el mar Caribe. Esas primeras horas nadie las toca. Ni tampoco el partido de tenis, que llegará a las puertas de la noche. Pero más tarde, antes de la cena, aceptará ponerse al teléfono para ver cómo van los planes de la gerencia, incluso para conversar con un redactor que sigue esa confusa pista sobre el hallazgo de una fosa común donde muchos de los cadáveres de niños se llaman Andrés. Una novela real.

Se le han juntado ahora, pues, dos pasiones: la compra de la revista Cambio (él ha puesto el 50%; un grupo de periodistas amigos suyos ha pagado el resto) y la enseñanza y la reflexión sobre el periodismo de hoy.

En efecto, durante estos días, Gabriel García Márquez, de 72 años, ha participado en un taller de su Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano, en Cartagena de Indias (Colombia).

"Esto es algo de lo que más me gusta en la vida", explica. Y no hace falta creer en sus palabras, porque se le siente en su sonrisa.

A veces los dirige personalmente; a veces llegan maestros invitados, como en éste al que inusualmente asiste durante cuatro días, mañana y tarde.

Cuando todos los participantes se presentan, él empieza diciendo que es "un colado", un polizón... Pero cada vez que interviene le conceden todos la venia profesoral. Y le salen frases que no resulta difícil relacionar ahora con su revista, su pasión duradera del momento; la aventura con la que espera empaparse otra vez de este viejo oficio que lo reveló ante al mundo como el hombre que había resuelto el misterio del ritmo y las palabras. Y quiere experimentar de nuevo, con la ayuda de todos los periodistas de la plantilla, su modo de concebir el periodismo: la escuela que tiene al reportaje como más excelso género.

Cuando este colado empieza a hablar, hasta las moscas guardan silencio y atienden pegadas a los cristales: "Yo estaba en Nueva York durante el golpe de Estado contra Mijaíl Gorbachov . Me pasé todo el día en el hotel viendo la CNN, que informaba al minuto de cuanto iba ocurriendo. Hablé ese mismo día con Carlos Andrés Pérez, el presidente de Venezuela, y había quedado a cenar con Henry Kissinger . Después de todo eso, al día siguiente empecé a leer el New York Times. ¿Pero qué me podía decir a mí ya el New York Times? Pues sí; resulta que los tipos empiezan a echar el cuento de aquel golpe de Estado como si nadie lo conociera... Y te lo tragabas entero. Porque el cuento hay que contarlo siempre, como hicieron ellos, con una inocencia..., pero perfectamente articulado desde el principio, insuperable; aunque ya supiéramos todo. El primero que ve un accidente es el primero que va luego a comprar el periódico para ver qué dice".

Le escuchan los argentinos Fernán Saguier y Luis Sartori (La Nación, Clarín), los colombianos Víctor Diusaba, Laurian Puerta, Guillermo Franco, Sonia Gedeón (El Espectador, El Heraldo, El Tiempo, El Universal), los costarricenses Armando Mayorga (La Nación) y Laffite Fernández (de El Diario de Hoy, de El Salvador), el mexicano Luis Miguel González (Público) y el peruano Alberto García Castro (El Comercio). Todos ellos, altos cargos en sus respectivas redacciones. Da la impresión de que García Márquez -Gabo entre sus amigos y sus colegas- ha querido empaparse de periodismo porque ya barrunta unas cuantas entradillas.

"El del editor es el trabajo más importante", les explica. Quienes se encargan de la supervisión profesional de los textos "son la cara del periódico. Lo que hacen los editores es más importante incluso que el papel del director. Ellos consiguen la calidad del diario".

Y acude a su memoria: "No entiendo por qué hay ahora tantos errores. Antes, en El Universal escribíamos a veces los redactores sobre el teclado de la linotipia, y no salían tantas erratas ni tantos malos titulares".

En aquellos tiempos el diario tenía apenas cuatro periodistas, uno de los cuales desempeñaba el oficio de "inflador de cables" (el que estiraba los teletipos -llegaban cual escueto telegrama- tras escuchar las emisoras de onda corta). Y entre ellos andaba Clemente Manuel Zabala, el que lo contrató: "Le expliqué que quería trabajar allí, y que había publicado dos cuentos en El Espectador, de Bogotá. Y resultó que él los había leído. Me dijo: 'Siéntate y escribe una noticia'. Después la leyó y lo tachó todo, y fue escribiéndola él entre las líneas tachadas. En la segunda noticia volvió a repetir la misma operación. Las dos se publicaron sin firma, y yo pasé días estudiando por qué cambió cada cosa por otra, y cómo las escribió él. Después ya me fue tachando menos frases, hasta que un día ya no tachó más, y se supone que desde aquel momento yo ya era periodista".

Por entonces los errores se colocaban subrayados sobre un tablón de anuncios, para que todos los vieran en la Redacción. "Se llamaba el muro de la infamia, y todos íbamos avergonzados a mirarlo".

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