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(Ricardo Gutiérrez)

Tiene 31 años y un día reinará. Es el príncipe mejor preparado de nuestra historia. Ha sido educado desde el día de su nacimiento.Y para muchos es un gran desconocido. Así es el hombre que ocupará el trono de España el próximo siglo.

Jesús Rodríguez

La monarquía de Felipe VI

Ojo. No se confundan. No se llama Juan Carlos. Se llama Felipe. Ha crecido con la democracia. Cuando Franco murió tenía siete años. Trece recién cumplidos el 23-F. Uno más cuando los socialistas ganaron las elecciones. Sopló las velas de su mayoría de edad jurando la Constitución. Se chapuzó de libertad en la universidad. Es el príncipe más preparado de la historia de la monarquía española. Un día será rey. Un rey diferente.

23 de marzo de 1999, 16.45, aeropuerto John Foster Dulles. Aleccionados por la tripulación, los pasajeros del vuelo 3662 de Delta Airlines, entre Washington y Cincinnati, ocupan sus asientos en el estrecho Canadian Regional Jet. La mayoría son hombres de negocios norteamericanos. Todos ignoran al joven que ocupa el asiento 1B y lucha por encajar las piernas en el escaso espacio. 1,97 metros. Unos 85 kilos. Arrugas más profundas de lo que corresponden a sus 31 años. Pelo rizado, oscuro y corto domado a base de oficio. Pequeñas pupilas azules. Gruesas cejas. Barba cerrada. Manos nudosas, velludas, con dedos finos y algún padrastro impenitente. Traje gris de raya diplomática con tres botones, camisa pálida con los puños cerrados por gemelos de plata, corbata verdosa perfectamente anudada, zapatos marrones de dos hebillas, cronómetro suizo. Un ordenador portátil sobre las rodillas. Su cabeza sobresale entre el rebaño aeronáutico. Podría tratarse de un ejecutivo, de un banquero. Es el heredero al trono de un país mediano de la vieja Europa. Se llama Felipe de Borbón. Nadie se percata. Tampoco de la media docena de jóvenes guardias civiles bien trajeados que se reparten por el avión.

Comienza un nuevo viaje para el príncipe de Asturias. El número 76 de sus visitas oficiales al extranjero. Esta vez, la capital de Estados Unidos y el Estado de Kentucky. Una cátedra de Estudios Hispánicos en Washington y una planta industrial de la firma española Acerinox en Ghent. Economía y cultura. Dos de las actividades con las que más se identifica. “Me siento cerca del mundo empresarial; es un mundo emprendedor, dinámico, en movimiento. Es un sector que realiza algo tangible por nuestro país. Quiero hacer todo lo que pueda por ese sector, abrir todas las puertas que me sea posible y ser su embajador si ellos lo creen y me siguen llamando”, confesaría más tarde a este periodista durante la entrega de los Premios Príncipe Felipe a la Excelencia Empresarial. Una misión complicada mantener una conversación informal con el heredero al trono español (no concede entrevistas), dado el férreo servicio de seguridad que le rodea. Si se logra, su trato es amable. A esa breve conversación la precedieron y seguirían otras, siempre en actos públicos.

Cincinnati, 17.15. El anonimato se rompe. Un enjambre de todoterrenos con los cristales tintados y sheriffs tocados con sombreros Stetson ocupa la pista de aterrizaje. Los pasajeros observan el despliegue con sorpresa. “Who’s?”.

El gobernador de Kentucky, Paul E. Patton, recibe con calor a su invitado. Es un honor. Un príncipe de verdad en uno de los Estados más deprimidos de la Unión. Felipe de Borbón nos comentará horas después su predilección por Estados Unidos: “Los norteamericanos tienen una serie de características que si las entiendes y conectas con ellas logras que el trato sea muy fluido y carente de protocolo”. Más tarde remataría su razonamiento: “Trabajar para lograr la implantación y el conocimiento de España en el mundo es uno de mis objetivos primordiales”.

Cuando está serio, el Príncipe ofrece una expresión dura, adusta, distante. Impone. La mandíbula tensa, los ojos entornados, los labios perfilados en una línea que los hace invisibles. Escudriña desde su azotea. Su mirada se detiene en algo o alguien y continúa su recorrido. No se le escapa nada. En mitad de un acto oficial puede descubrir a su secretario, Jaime Alfonsín, de pie en un rincón y mostrarle con una seña un asiento libre en la primera fila. “Es un detallista”, afirman sus subordinados.

La imagen hierática se evapora cuando sonríe. El rostro se vuelve infantil y dulce. Aparecen unos dientes imperfectamente alineados que, junto a sendas cicatrices en la barbilla y en el labio superior y una onda rebelde en el tupé, proporcionan un reencuentro con su lado humano. Felipe de Borbón sonríe a menudo. Eso le salva. También se ríe. Fuerte, desde dentro; arquea la espalda y echa la cabeza hacia atrás. Y trae por unos segundos a la memoria una vieja foto de su abuelo paterno, don Juan de Borbón.

Es cierto que muy pocos le conocen. Pocos han logrado atravesar las mil capas de esta cebolla regia, pero muchos coinciden en el juicio. Los cinco primeros mandamientos rezan así: tímido, prudente, preparado, agradable y serio. Si se bucea en un círculo un poco más cercano, se añaden a esta lista los adjetivos responsable, cariñoso, sutil, curioso, reflexivo y reservado. Una vuelta de tuerca más y aparece un testarudo, entrañable, sentimental, romántico, tranquilo hasta la pachorra, dotado de una memoria fotográfica y de un poco frecuente sentido común, sólido en sus convicciones, experto contador de chistes, buen gourmet, adicto a la amistad, enormemente celoso de su intimidad y, sobre todo, “un hombre cómodo en su papel; se encuentra bien en su oficio, ha sabido cogerle el tono y no tiene conflictos existenciales sobre su destino”. La frase la pronuncian calcada uno de los corresponsales de prensa extranjera más prestigiosos de nuestro país y un importante hombre de negocios y ministro durante la transición. Muy ilustrativo.

Dicen que es tímido. Que lo fue mucho más. Que le hacía aparecer huraño y soberbio. Que lo ha superado. Que hoy domina la situación. En cualquier caso, nunca habla si no tiene algo que decir.

Tímido o no, poco importa. Él sabe lo que siente; la sensación que le recorre la espina dorsal en el instante en que hace su aparición, solo, como un torero, en un acto público. Ese momento en que se convierte en la diana, en que centenares de personas enmudecen y centran su atención en esa figura enorme de andar un poco marcial, que se hume dece mecánicamente el labio inferior.

“Claro que está preocupado por hacerlo bien. Se pone nervioso cuando tiene que pronunciar un discurso importante. Pero no lo exterioriza, lo lleva por dentro. Por fuera no se inmuta”, describe un antiguo colaborador de La Zarzuela.

No es fácil descubrirle puntos débiles cuando, tras apretar decenas de manos con la presión de una tenaza, sonríe, pregunta, posa y aguanta el envite de un torrente de personas que, día a día, acto a acto, ciudad a ciudad, quieren saludarle. Siempre sonriente. Actores, políticos, artistas, estudiantes, ecologistas, militares, científicos, deportitas, empresarios. “Quiero que me conozcan los españoles, si no nada tendría sentido; el trabajo, el esfuerzo. Quiero conocer cada vez más a la gente, y que ellos me conozcan cada vez más a mí, y que haya un intercambio de información sobre cómo soy yo y cómo son ellos, y cuáles son sus problemas”, contestaba a este periodista durante un acto cultural en la madrileña Casa de América rodeado de universitarias a la caza de una foto. Entre sus cualidades, un diplomático que ha trabajado con él añade: “Una paciencia digna del santo Job”.

Disciplina y entrenamiento, 31 años de oficio. Desde su primer acto público: su bautizo. Era el 8 de febrero de 1968, y el evento reunió, por primera y última vez, a Franco, don Juan de Borbón y a su bisabuela, la reina Victoria Eugenia, que nunca antes había acudido a un acontecimiento familiar, ni siquiera a la boda de sus hijos. Con Felipe hizo una excepción: dejó constancia de que era el heredero. Fue su último servicio a la familia. Moría un año después.

El oficio. Sabino Fernández Campo, secretario general y jefe de la Casa Real entre 1977 y 1993, opina que, “aunque se repita que los Reyes y sus hijos constituyen una familia normal, se dan en ellos condiciones extraordinarias de tradición, futuro, misiones, seguridad, protocolo y ejemplaridad que marcan una diferencia. Todo ello dentro de una gran sencillez y naturalidad, pero sin olvidar la trascendencia de sus actividades públicas”. Felipe de Borbón es un hombre normal, pero no es un hombre normal. Ésa es la magia de la Monarquía. Cuentan que cuando el Príncipe embarcó hacia Canadá en 1984, el Rey le hizo una advertencia: “Cualquier cosa que hagas la van a mirar con lupa”. No exageraba. La expectación hacia su imagen, palabras, gestos y actitudes es impresionante. Aurelio Menéndez, ex ministro de Educación, catedrático de Derecho Mercantil y coor dinador de sus estudios entre 1988 y 1993, cree que “esa enorme disciplina que necesita para afrontar su responsabilidad histórica sería difícilmente soportable por alguien que no haya sido educado para esa situación. Se consigue viviendo en un ambiente, en un clima determinado. Y el de un príncipe es especial desde que nace”. El Príncipe afirmaba sobre su profesión a este periodista: “Es un oficio difícil de definir, de explicar; un oficio que sólo tiene un objetivo: servir a los españoles. Un oficio de familia que hay que perfeccionar cada día”.

En privado, pero muy, muy en privado, Felipe de Borbón, DNI 015, es uno más. Pero es un mundo al que apenas un puñado de personas tiene acceso. En el que es, simplemente, Felipe. En el que se levanta de la mesa para ponerse una copa, cuenta el último chiste sobre su persona o se machaca al padel. En el que las pizzas se encargan por teléfono. Un mundo con buzón de voz y dirección. Un mundo en el que él mismo recoge con servilletas la deposición que su querido perro Puskin (su inseparable schnauzer negro) acaba de derramar sobre una elegante alfombra. Un mundo en el que el cine, siempre en versión original, es la droga. Y el fútbol, no. Un mundo con rincones recónditos. Un mundo con espacio para el amor. Un mundo en el que él y sólo él decidirá cuándo, cómo y con quién contraerá matrimonio. Un mundo en el que el mar es la libertad.

Nunca hubo a su alrededor curas, grandes de España ni duchas escocesas. Tuvo una niñez feliz. Sus padres han luchado por funcionar puertas adentro como una familia corriente. “La Zarzuela no era una casa lujosa, había muchas casas en Madrid más grandes y pretenciosas”, explica una amiga de la alta sociedad. “Las infantas, por ejemplo, dor mían juntas y el servicio era mínimo. Era una casa muy normalita”. Según el general de brigada José Antonio Alcina, ayudante del Príncipe entre 1982 y 1993, “siempre han vivido de una forma íntima y familiar; a mí me sorprendió cuando me contaron que Franco comía con los ayudantes militares y el jefe de la guardia. En La Zarzuela, la familia se reunía a las 2.30. Y nadie ha sido testigo de esos almuerzos. Hay una reja que indica que de ahí para dentro es su territorio”. “Y yo creo que esa situación de afecto, ese calor, ha conseguido librar a los hijos de muchas cosas por las que han pasado los miembros de la familia real británica. Aquí ha habido cariño. Y broncas, si han hecho falta. Eso lo han cuidado mucho los Reyes”, añade una persona del entorno inmediato. “La relación con sus padres es normal, como la mía con mis padres. Lo que pasa es que el Príncipe tiene al mismo tiempo otra relación paralela con ellos. No es que su relación se divida, es que son dos relaciones distintas a dos niveles. Y el Príncipe disfruta las dos”, explica Jaime Carvajal, amigo de la infancia y hoy miembro del gabinete del presidente del Banco Mundial en Washington.

Lo duro empezó en 1984. Canadá: el frío, la distancia, la soledad. “Aprender a buscarse nuevas amistades en un lugar lejano, en el que se hablaba otro idioma y él era menos conocido que en su país, donde podía estar rodeado de atenciones y, a veces, hasta de aduladores no siempre convenientes”, recuerda Sabino Fer nández Campo, uno de los impulsores de aquella iniciativa.

Un juego de niños respecto a lo que vendría después: las academias militares. Pensar poco y obedecer mucho. Disciplina, orden, servicio, sacrificio, puntualidad, ejercicio. Y destacar. “Y yo creo que el ejército le vino muy bien; en su trabajo, la fuerza de voluntad es fundamental; la preparación, la rigidez, la corneta a las seis de la mañana. Eso es muy bueno para un heredero: que se dé cuenta de que no es un camino de rosas”, explica uno de sus profesores.

Teniente de Tierra y Aire, alférez de navío de la Armada. Enamorado de la aviación hasta el punto de tener que ordenarle más de una vez que aterrizara. Llegaba el momento de “civilizar al Príncipe”, como le dijo el general Fernández Campo a Cayetano López, rector de la Universidad Autónoma de Madrid, en aquel 1988. El equipo que se formó para programar su futuro (entre ellos, Enrique Fuentes Quintana y Aurelio Menéndez) tenía claro que “las academias militares no dan una experiencia de la vida; todo está dirigido. El Príncipe tenía que llevar una vida de estudiante y conocer a jóvenes de distintas procedencias. Necesitaba un baño de mundo civil”, explica uno de los asistentes a las reuniones.

La elección de la universidad (la Autónoma de Madrid) y la carrera (Derecho y siete asignaturas de Económicas) trajo de cabeza al grupo encargado de su formación. No había precedentes. Como en todo lo relacionado con el príncipe de Asturias, se hace camino al andar. En su educación, actividades, funciones, organización. No hay textos. Ni siquiera la historia vale. “Hace cuatro siglos, un príncipe se legitimaba por la sangre; hoy, por el ejercicio”, explica un jurista cercano a La Zarzuela. Tampoco sus predecesores inmediatos sirven como referencia. Alfonso XII fue coronado a los 18 años y Alfonso XIII a los 16; don Juan de Borbón vivió 50 años exiliado como rey sin corona. Don Juan Carlos tuvo que soportar el sable del dictador pendiendo sobre su cabeza durante décadas. En la práctica, el príncipe de Asturias es el primer príncipe de Asturias.

Durante cinco años, el Príncipe se peleó con el derecho y las eco nómicas en la Autónoma de Madrid. “Pero lo más importante es que cuando dejó la universidad tenía un sólido compromiso con la democracia y la libertad. Aquí se codeó con gente distinta. Se abrió al mundo”, define uno de sus catedráticos.

Felipe de Borbón trató en la universidad con profesores que procedían del antifranquismo. Alumnos de todos los niveles sociales. Tuvo encuentros con Santiago Carrillo, Felipe González, Jordi Pujol, José Antonio Ardanza y muchos más. Y quedó fascinado con Francisco Tomás y Valiente, su catedrático de Historia del Derecho y ex presidente del Tribunal Constitucional. Cuando fue asesinado por ETA, en febrero de 1996, lloró. Dos años más tarde presidiría la presentación de las obras completas de su antiguo profesor. Era su homenaje.

Es sensible. Las penas de la gente le tocan hondo. Los que le conocen lo confirman: “Lo pasa mal cuando ve imágenes de catástrofes; en visitas a lugares donde ha habido algún siniestro, ha tenido que hacer de tripas corazón”, explica un antiguo ayudante. Él mismo confesaba en un reportaje concedido a TVE cuando cumplió 30 años: “Cuando se acude a un funeral de esas características no es fácil nuestra presencia, no es una cosa que se haga con comodidad. Pero no hay que olvidar que voy como heredero de la Corona, y no puedo olvidarme de esa condición. No puedo dejarme llevar. Tengo que mantener una entereza digna de lo que represento”.

La prudencia personificada. Dicen que le falta el tirón popular del Rey; su simpatía espontánea. Sus tablas. El olfato, la inteligencia política desarrollados tras muchos años de dificultades. Felipe de Borbón lo suple con reflexión. Tiene su propio estilo. Ni mejor ni peor: el suyo. Escucha. Observa. Estudia. Busca información. Pide papeles. Duerme poco. Internet y CNN le acompañan de madrugada. Toma notas continuamente. Luego las desarrolla. Toca y retoca los discursos que le escriben. Tacha, añade, sube y baja, sustituye, estudia cada palabra hasta el paroxismo. El resultado es prácticamente suyo. En sus intervenciones abunda la palabra solidaridad.

Nunca se precipita. Elabora mucho sus argumentos. Es metódico. Ante una cuestión delicada, para, templa y manda. Tarda en responder. Entorna los ojos, los esconde bajo sus cejas y, con voz un poco monótona, desgrana las respuestas muy serio, paladeando cada una de las palabras. Las frases parecen salirle de muy hondo. Dice lo que debe. Ni una palabra más. Por ejemplo:

–¿Qué opina de la designación de Romano Prodi como presidente de la Comisión Europea?

–Era previsible, ¿no?

Ante una duda, la Constitución es su salvavidas. Se la sabe de memoria. Conoce a la perfección las funciones y competencias del Monarca. Sus límites. Una persona muy cercana al Príncipe recuerda cómo, en un encuentro con periodistas, el heredero se encontró en un momento dado entre la espada y la pared. “Y me agarré al cuello de la Constitución y no me solté hasta que terminó todo”, le explicaba más tarde con buen humor.

Carmen Iglesias, catedrática de Ideas Políticas, que mantiene largas reuniones con el Príncipe cada dos semanas para hablar de temas históricos, explica cómo “el Príncipe es consciente de que posee una legitimidad dinástica, pero sobre todo una legitimidad constitucional. Hay continuidad y al mismo tiempo un cambio que no tiene nada que ver con lo anterior. Es muy consciente de su papel histórico y lo acepta como un bien para el país. No tiene nostalgia del pasado”.

Sin embargo, el papel y las funciones de este entusiasta de la ley de leyes no están perfilados en la Carta Magna. Lo que por un lado le da flexibilidad en el diseño de su oficio como príncipe heredero, en alguna ocasión le puede dejar desasistido. “Respecto al Príncipe, la Constitución sólo prevé el juramento al cumplir la mayoría de edad, la regencia y las normas para el matrimonio”, explica Fernández Campo. “Y el hecho de que no estén reguladas sus actividades puede inducir a la conveniencia de aclararlas o reglamentarlas como complemento de la Constitución. Habría que buscar el término medio ideal: ni una indefinición absoluta, ni una normativa exhaustiva. Porque hasta el momento en que sea coronado, el Príncipe realiza misiones, acude a infinidad de actos, pronuncia discursos, visita países extranjeros y autonomías. Sin duda tiene importancia lo que hace; lo que dice, lo que promete o lo que incluso puede censurar. El tacto tiene que ser adecuado y la prudencia extraordinaria. Su actuación ha de convertirse en una auténtica obra de arte”.

Para conseguir el más difícil todavía, el equilibrio perfecto, el Príncipe cuenta con un equipo mínimo. Tiene a su disposición todos los servicios de la Casa Real, pero a nivel personal dispone de un secretario, tres ayudantes militares y tres funcionarios; todos dependen jerárquicamente del jefe de la Casa. También tiene asignados normalmente los mismos escoltas al mando de un comandante de la Guardia Civil que lleva 11 años a su lado. Y para cuidar su imagen, dos ayudas de cámara.

José Antonio Alcina, de 62 años, fue la primera persona que le acompañó. Su sombra durante una década. Ayudante, consejero, tutor, su tutela fue básica hasta que, a finales de 1993, fue apartado del cargo. Era la última pieza en el cambio de imagen (profesional y generacional) que se dio a comienzos de ese año en La Zarzuela con el relevo de los generales Sabino Fernández Campo y Joel Casino y su sustitución por dos miembros de la carrera diplomática: Fernando Almansa y Rafael Spottorno.

Seguramente, para los dos años que Felipe de Borbón iba a pasar en la Universidad de Georgetown hacía falta un perfil distinto que el del general Alcina. Alguien menos ligado al Príncipe. Éste fue Enrique Pastor, un diplomático que a su brillante carrera, desarrollada en gran parte en Washington, añadía el hecho de ser amigo y compañero de promoción de Fernando Almansa. Pastor, nacido en 1948, fue un secretario coyuntural y eficaz que nunca perteneció al staff de La Zarzuela. Hoy es jefe de protocolo de la Presidencia del Gobierno.

Por fin, tras la vuelta del Príncipe a Madrid, en noviembre de 1995, era llamado para ocuparse formalmente de su secretaría Jaime Alfonsín, un abogado del Estado nacido en 1956 y que nunca había hablado con los Reyes ni con su hijo. Un técnico. Pocos saben de dónde surgió el nombre. Pero el nuevo secretario unía a su condición de servidor público la virtud más valorada en La Zarzuela: la discreción. Además, su carrera incluía experiencia en la Administración, la banca, la enseñanza y la abogacía en uno de los bufetes más prestigiosos de nuestro país: Uría y Menéndez. Hoy, Alfon sín es pieza importante en el entorno del Príncipe.

Pero antes, entre 1993 y 1995, Felipe de Borbón disfrutó toda la libertad: por primera y última vez en su vida. Y de paso se formó en una de las grandes cunas de la diplomacia mundial, la Edmund A. Walsh School, donde el presidente de EE UU, Bill Clinton, había sido alumno 26 años atrás. Fue una buena experiencia. Para su vida y para su oficio. En Georgetown vivió como uno más. Un amigo recuerda al Príncipe al volante de una vieja furgoneta cargada de muebles baratos rumbo a Winfield, 7, el adosado que alquiló con su primo Pablo de Grecia y en el que transcurrió su vida de estudiante. El ordenador en la cocina, un banco de pesas en el dormitorio. Las palizas en bicicleta por el Canal. El supermercado en pantalón corto. Halloween. Las cenas con su vecino Mario Vargas Llosa. Las excursiones en su Ford Explorer. Nueva York. Las fiestas cuando España ganaba un partido en el Mundial 94. Y una escapada en enero de 1994 a Pretoria para la toma de posesión de uno de los políticos que más le a tra en: Nelson Mandela.

Dejó buen sabor de boca en Georgetown. Pasó inadvertido. Más en la calle que en clase, donde sus comentarios sobre los personajes de la política mundial que había conocido siempre eran bien recibidos. Pronto tuvo también fama de buen bailarín de ritmos latinos y excelente elaborador de tortillas de patata, como explica Karen Klein, una mallorquina de su curso hoy dedicada a las finanzas en Filadelfia, que se ríe recordando “cómo en su casa nunca faltaba el jamón que le mandaban de España… por valija diplomática”.

No perdió el tiempo. Consiguió la máxima calificación, summa cum laude, al final de su master en Servicio Exterior. “Se especializó en lo que serán los tres ejes de su labor diplomática: Latinoamérica, norte de África y Oriente Próximo. Hoy su conocimiento y sus contactos en esas zonas son envidiables. Tiene información privilegiada debido a su amistad personal con las monarquías de esas regiones. Y a que asiste a las tomas de posesión de los jefes de Estado americanos. Está tejiendo una red de la que muy pocos políticos pueden presumir. En ella están desde el rey de Jordania, Abdalá; el heredero marroquí, Sidi Mohamed, con el que tuvo mucho trato en Estados Unidos, o, sin ir más lejos, Bill Clinton”, describe un diplomático.

Tras el paréntesis de Georgetown, el Príncipe ha comenzado a ejercer. No para. Aunque su máxima dedicación (casi un empleo bis) es la Fundación Príncipe de Asturias, que otorga cada año los premios que llevan su nombre. Es su pasión. Otra es el voluntariado, el mundo de las ONG. Ahí la infanta Cristina siempre es una fuente de información.

Despacha a diario con su padre (jefe, consejero, amigo y ejemplo), con su secretario; asiste a las reuniones en las que los Reyes repasan con el jefe de la Casa Real y el secretario general el funcionamiento de la institución y analizan y discuten el calendario y el reparto de actividades. Siempre opina. Siempre se apunta a los almuerzos privados de los Reyes con personajes de primera fila; el último, Kofi Annan, secretario general de las Naciones Unidas. Asiste a maniobras militares. A las reuniones de la Junta de Defensa Nacional. Preside organizaciones y fundaciones. Inaugura, visita, patrocina, promueve. Concede audiencias a profesionales de su generación. Ya ha visitado ocho comunidades autónomas, siguiendo el consejo de su padre de hacerse conocer por los españoles. Periplos maratonianos. Hoy por hoy, esta es su mayor ilusión. Y “ser útil”: dos palabras que encierran su pensamiento.

¿Y el futuro? Nunca habla de cuando llegue al trono. Según uno de sus catedráticos, al Príncipe le tocará como rey “gestionar la normalidad, ser un técnico de la Monarquía; no va a tener una misión histórica como la de su padre, pero saber moverse a velocidad de crucero también es difícil”. “¿Su papel?”, se pregunta Fernández Campo, “el mérito tal vez radique en la normalidad de todos los días, sin aspirar a grandes gestos ni a acontecimientos que marquen momentos históricos, sino a ejercer la moderación, que, al fin y al cabo, será su función más importante cuando llegue al trono”. Para Aurelio Menéndez: “El cometido del Príncipe será gestionar su herencia e impulsarla. Tiene que estar alerta ante lo que viene: la tecnología, la internacionalidad, la globalidad; esa Europa de dentro de 20 años que hoy es inimaginable. Tiene un papel lleno de contenido: acertar a impulsar la España del 2000 por nuevos caminos. No será de tal relumbrón como traer la Monarquía o la Constitución, pero tendrá su papel”.

El Príncipe, siempre que puede, lanza un mensaje: “No estoy a la espera. Es cierto que día a día voy creando el puesto, pero no me siento a la espera. Mi puesto tiene un contenido que vas perfeccionando. Acudes a cosas que te piden; pero tú también, de forma flexible, vas añadiendo cometidos. Soy, por ejemplo, como un teniente coronel que está cómodo en su puesto, le da contenido y tiene unas funciones. Y a lo mejor un día asciende a general, pero mientras tanto lo hace lo mejor que puede”.

La Monarquía de Felipe VI

Charles T.Powell

No resulta fácil especular sobre la evolución futura de una Monarquía parlamentaria como la española desde una Europa finisecular en plena transformación. ¿Cómo será la Unión Europea –ese “objeto político no identificado”, en frase feliz del profesor Quermonne– en el año 2030? ¿Qué tipo de relación existirá entre los actuales Estados miembros y Bruselas? ¿Qué quedará para entonces de las soberanías nacionales de dichos Estados? ¿Y cómo será para esas fechas el Estado de las autonomías español? No es éste el lugar ni el momento para intentar dar respuesta a estos interrogantes. Al igual que otros Estados europeos, el español está inmerso en un proceso de cesión de soberanía, tanto hacia el ámbito supranacional comunitario como hacia el ámbito autonómico subnacional, de alcance difícil de precisar. Pero, por importantes que sean los cambios que se produzcan como resultado de ambos fenómenos, parece prematuro decretar la defunción del Estado europeo contemporáneo, y con ella la de su jefatura, sea ésta de carácter electivo o hereditario.

Paradójicamente, la Monarquía española está mejor situada para afrontar los retos que puedan presentarse en el siglo venidero que otras que han conocido una mayor continuidad y estabilidad en el pasado. Ello se debe fundamentalmente a que, tras la muerte de Franco, la institución tuvo que reinventarse a sí misma para adaptarse a las difíciles circunstancias políticas del momento. Animado por las exigencias del proceso democratizador, el rey Juan Carlos pudo forjar una nueva Monarquía a su imagen y semejanza, acorde con las necesidades y posibilidades del Estado al que pretendía servir. Gracias a ello, en la actualidad el Rey de España no tiene que enfrentarse a algunas de las cuestiones que preocupan a otros monarcas, tales como las relaciones Iglesia-Estado, el espinoso asunto de la financiación de la institución o su proyección exterior. Salvo que se produzca una modificación radical de la Constitución de 1978, es de suponer que el papel político del futuro Felipe VI será similar al desempeñado por su padre durante los últimos cuatro lustros, y que ha consistido, según la clásica fórmula de Bagehot, en ser consultado, aconsejar y estimular. Pero además de definir al Rey como jefe del Estado, la Constitución le otorga la condición de símbolo; es decir, aquel elemento de la realidad en el que, mediante imágenes, se expresan no sólo sentimientos, sino conocimientos, y en virtud del cual se tiene acceso a un orden distinto, difícil cuando no imposible de alcanzar por otras vías. Al igual que su padre, el futuro Rey ostentará la representación simbólica de España y la de los pueblos que la integran, lo cual le permitirá desempeñar una función integradora que previsiblemente cobrará aún más importancia en el futuro. Tampoco hay motivo para pensar que a corto o medio plazo pueda sufrir grandes cambios lo que podríamos denominar la función exportadora de la Corona, que de forma tan destacada ha contribuido al conocimiento y al prestigio de España en el exterior, y muy especialmente en América Latina.

El potencial integrador de la Corona no tiene por qué circunscribirse al ámbito territorial. Las tendencias migratorias actuales permiten suponer que, con el paso de no mucho tiempo, la sociedad española será notablemente más heterogénea desde un punto de vista étnico y cultural. En otras sociedades ya se ha constatado que, gracias a su enorme visibilidad, una magistratura simbólica como es la Corona puede facilitar la integración de los inmigrantes al fomentar la tolerancia y el respeto mutuo, fenómeno que también podrá darse en el caso español. Un autor británico, deseoso de dotar de nuevos objetivos a la monarquía de su país, el profesor Prochaska, vaticinó en 1995 que las preocupaciones sociales de la Corona pronto se convertirían en su principal razón de ser, dando lugar a una nueva monarquía del bienestar (welfare monarchy). Por bienestar no entendía solamente la calidad de vida material de los ciudadanos, sino también los beneficios que podían derivarse de la integración de los sectores marginados de la sociedad. Como ha reconocido el propio Prochaska, la filantropía a gran escala auspiciada por la Corona entraña cierto riesgo, ya que puede entrar en conflicto con otras instituciones del Estado si da la impresión de querer suplir (o contrarrestar) sus políticas. A pesar de ello, es probable que en el futuro una Monarquía como la española procure intensificar sus relaciones con la sociedad civil. Nos guste o no, esta última se moviliza con mayor rapidez y entusiasmo a instancias de la Corona que cuando es convocada por el Gobierno, el Parlamento o los partidos políticos. Es posible que ello refleje no sólo la fuerza de la dimensión simbólica de la Corona y su capacidad de convocatoria, sino también el escaso prestigio y popularidad del que gozan actualmente los políticos profesionales en nuestras democracias. Pero, en todo caso, también demuestra que la sociedad civil ve en la Corona algo más que la encarnación de la jefatura del Estado, y no hay motivo alguno para que ésta no aproveche al máximo su potencial. A lo largo de la historia, la Monarquía ha demostrado ser una institución sorprendentemente adaptable. Desde un punto de vista constitucional, Bill Clinton está mucho más cerca de George Washington que Juan Carlos I de Carlos III. Como en su día descubrieron los Gobiernos socialdemócratas de buena parte de Europa, y algo más tarde los españoles de 1977 o 1982, la Monarquía puede proporcionar grandes dosis de estabilidad y legitimidad. Y todo hace suponer que así seguirá siendo bajo el reinado de Felipe VI.
Charles T. Powell es historiador.



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