El País Digital
Lunes
31 mayo
1999 - Nº 1123

Santiago no está enterrado aquí

Miles de peregrinos acudirán este Año Santo a Compostela para ganar el jubileo. Pero no parece que sea el apóstol Santiago quien descansa en la catedral. Un tinglado político, turístico y cultural mantiene vivo el mito del patrón de España.

Xosé Hermida
Urna de plata de 1886 que guarda las supuestas
reliquias del Apóstol Santiago (M. Polo).
Lutero sostenía con desdén que las reliquias de Compostela podían pertenecer a un perro o a un caballo, y las tropas inglesas que se batieron con los ejércitos de Felipe II las consideraban "el principal emporio de la superstición papal".

El supuesto osario de Santiago Zebedeo incluso estuvo perdido durante tres siglos y, tras su redescubrimiento, en 1879, se le entregó a un grupo de científicos que sólo pudo certificar que se trataba de restos humanos muy antiguos. Algunos heterodoxos han defendido que quien en realidad ocupa el sepulcro de la catedral de Santiago es el cuerpo de Prisciliano, obispo místico y hereje del siglo IV, ajusticiado en Tréveris, la ciudad natal de Karl Marx. Pero esta hipótesis adolece de la misma falta de rigor que la doctrina oficial. No hay un solo testimonio que confirme con fundamento la leyenda de Santiago el Mayor, el hijo del trueno, evangelizador de España, feroz guerrero contra el infiel musulmán y origen de un mito religioso que ha resistido once siglos hasta derivar en un fenómeno entre espiritual, mágico, turístico, cultural y festivo.

Cada 30 de diciembre, una alta personalidad política o un miembro de la familia real acude a Santiago para presentar una ofrenda que conmemora la pretendida traslación de los restos del apóstol, en una barca que navegaba abandonada al albedrío de Dios, desde el puerto palestino de Jaffa a la villa romana de Iria Flavia, hoy Padrón (A Coruña).

Durante estos días del Año Santo de 1999, miles de personas desfilan a diario, con una mezcla de veneración y curiosidad, por la cripta donde se muestra la urna de plata que cobija las reliquias. Tanta pompa institucional y tanto fervor mitológico se inspiran - y admitir esto tiene poco que ver con las convicciones religiosas- en hechos sin demostrar. O, si se prefiere, en vagas referencias históricas carentes de valor científico.

Fernando López Alsina, profesor de historia medieval de la Universidad de Santiago, apunta que en la leyenda de la tumba del apóstol "cabe tanto el hallazgo como el invento". Descubrimiento o fabulación, sus resultados son igualmente fantásticos: la llamada del sepulcro de Compostela desató uno de los mayores movimientos de masas de la cristiandad, que, como ya observó Dante, dio origen a la palabra peregrino y que, según Goethe, fue el hecho social que propició el nacimiento de la noción de identidad europea.

El ecuestre y belicoso Santiago que muestra la imaginería española era un pescador palestino, hijo de Zebedeo y Salomé, quien, junto a su hermano Juan el evangelista, debió de tener una relación personal muy estrecha con su maestro y profeta, Jesús de Nazareth. La Biblia consigna que Herodes lo ordenó decapitar en Jerusalén en una fecha que los historiadores sitúan entre los años 42 y 44. El lugar donde se dictó y ejecutó la sentencia de muerte hace suponer que Santiago predicó sin salir de Palestina y que su cuerpo también debió de ser inhumado en Tierra Santa.

Hasta fines del siglo VI no hay la menor mención documental a la hipotética presencia en España del hijo de Zebedeo. La primera alusión se encuentra en el Breviario de los Apóstoles, una obra anónima escrita en las Galias en la que se refiere que Santiago "predicó el evangelio a Hispania y a los lugares occidentales y difundió la luz de su predicación en el ocaso del mundo", y se cita que su cuerpo yace en un lugar denominado Aca Marmarica, enigmático topónimo cuyo significado nunca se ha esclarecido del todo. El escrito pretendía relatar la dispersión de los discípulos de Cristo, y algunos especialistas creen que las referencias geográficas eran una manera de subrayar que el mensaje de Jesús había sido llevado hasta los últimos confines: en un extremo, la India y en el otro, el Finisterre galaico.

Por esa misma época surgió en la Península otra tradición, que tendría menos fortuna y que de algún modo se fundiría con la jacobea, que atribuía la evangelización de España a Siete Varones Apostólicos enviados por Pedro desde Roma. Aunque esta leyenda se esparció por el sur, Isidoro de Sevilla prefirió dar verosimilitud en sus escritos a la versión del Breviario, que también encontró gran eco durante el siglo VIII en Asturias, la reserva cristiana frente a la invasión islámica.

Las bases del mito se consolidaron entre el 820 y el 830, cuando se data el hallazgo de su sepulcro en un monte en el que pocos años después nacería la ciudad de Compostela. El relato de ese descubrimiento pertenece casi por completo a la leyenda. Un ermitaño, también de nombre Pelayo, vio extraños fenómenos luminosos en el bosque cercano a su iglesia y recibió en sueños revelaciones angélicas. Avisó entonces a Teodomiro, obispo de Iria Flavia, quien, después de tres días de ayuno, ordenó rastrear la zona y halló entre la maleza un monumento funerario que al instante identificó como la tumba de Santiago. El rey de Asturias, Alfonso II el Casto, fue el primer peregrino que acudió a venerarla.

Para apuntalar el mito era preciso justificar cómo habían podido llegar hasta allí los restos de un personaje al que las Sagradas Escrituras daban por muerto en Jerusalén. De esa necesidad nació el fantástico relato de los siete discípulos de Santiago que recogieron su cadáver en Palestina, se embarcaron dejándose guiar por la Providencia, arribaron a Iria Flavia y allí se enfrentaron a dragones, a bueyes salvajes y a las artimañas de la gobernante del lugar, la reina Lupa, una pagana que acabó convertida al mensaje de Cristo. Tres de los discípulos murieron en Galicia y se enterraron con Santiago.

En los tres siglos siguientes, los sucesores de Teodomiro, obispos como Diego Peláez y Diego Gelmírez, explotaron el hallazgo para propagar la noticia por toda la cristiandad y erigir un centro urbano alrededor del mausoleo. Las peregrinaciones ya habían empezado a crecer desde fines del siglo X, cuando el papa León escribió una epístola a todos los reyes cristianos dando carta de naturaleza al descubrimiento. Y la leyenda siguió alimentándose de episodios más o menos falseados: Carlomagno visita Santiago después de que un ángel le animase en sueños a emprender un viaje siguiendo el rastro de la Vía Láctea -todo un despropósito histórico-, el propio hijo del trueno regresa de entre los muertos para, a lomos de un corcel blanco, ayudar al ejército de Ramiro I a derrotar a 70.000 musulmanes en la batalla de Clavijo -siempre el enemigo infiel- y el caudillo islámico Almanzor saquea Compostela, pero no se atreve a tocar el relicario.

El recuerdo de Almanzor debió de tenerlo muy presente en el siglo XVI el arzobispo Juan de San Clemente cuando navíos ingleses, al mando del pirata Francis Drake, arrasaron A Coruña en respuesta a la frustrada invasión de Inglaterra por la Armada Invencible. San Clemente ordenó ocultar las reliquias, que, con todo secreto, se enterraron tras el altar mayor de la catedral. En los 300 años siguientes decayó el fenómeno de las peregrinaciones y, sin que se sepa muy bien cómo, se perdió también la memoria del escondrijo. A fines del siglo XIX, contagiadas del nuevo espíritu científico, las autoridades eclesiásticas ordenaron excavaciones en el templo. Una noche de enero de 1879 se produjo el segundo descubrimiento de los restos de Santiago: fue encontrada una caja de piedra que contenía un osario. Una comisión científica de la Universidad examinó el hallazgo y concluyó que los huesos eran muy antiguos y pertenecían a tres personas distintas. No hubo dudas: se trataba del apóstol junto a dos de sus discípulos.

La Iglesia volvió a sentirse reconfortada en 1955, cuando en unas nuevas excavaciones apareció la lápida funeraria del obispo Teodomiro, el original descubridor del sepulcro apostólico, a quien algunos historiadores tenían por un personaje de fábula. Desde entonces, ni el materialismo de la época ha podido con una leyenda que, además de las viejas historias, se sustenta ahora en un tinglado político, turístico y cultural . Como en la Edad Media, Compostela ha vuelto a convertirse en destino de millones de visitantes, a quienes parece importar muy poco el origen de las reliquias que se muestran en la catedral. Los tiempos cambian, pero no tanto como para apagar en el hombre la sed de mitos.



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