El País Digital
Domingo
21 febrero
1999 - Nº 1024

España blinda su frontera sur a la inmigración

Miles de africanos se hacinan en Tánger, Tetuán y Larache en su intento de cruzar el Estrecho



Inmigrantes ilegales en una pensión de Tánger,
el viernes (G. Lejarcegi).
Grandes riadas humanas de los países del centro de África están eligiendo Marruecos como zona de paso para España en su camino hacia la opulenta Europa. Tánger acoge actualmente a cerca de 1.000 inmigrantes escondidos en casas particulares a cambio de dinero, y los servicios de seguridad españoles calculan que en Tetuán aguardan más de 2.000 y en Larache varios centenares más. España ha blindado su frontera sur para impedir el paso masivo. El campamento de inmigrantes de Calamocarro, en Ceuta, pensado para acoger a 900 inmigrantes, alberga ya a cerca de 2.000. Allí se hacina gente de Camerún, Guinea, Senegal, Nigeria, Sierra Leona, Angola, Zaire, Etiopía, Sudán y Eritrea.

JOAQUINA PRADES / ENVIADA ESPECIAL, Tánger
Corren tiempos terribles para la inmigración. Durante las dos últimas semanas las fronteras españolas en el norte de África se han vuelto más inexpugnables para los miles de centroafricanos que aguardan en Marruecos su paso clandestino al primer mundo. En este tiempo Ceuta ha reforzado la valla —Melilla lo hizo antes—; 127 guardias civiles se han sumado a los 400 que vigilan las montañas fronterizas de Jbel Musaa, y otras dos patrulleras se encargan de frenar todo lo que flota de madrugada en las aguas del Estrecho. Así que las tarifas que cobran los traficantes de hombres se han disparado en Tánger, Tetuán y Larache; las pensiones revientan en su hacinamiento y nuevos contingentes de subsaharianos son deportados por la policía marroquí hacia zonas del desierto entre Marruecos y Argelia.

Así lo cuenta Nessala (anagrama de su verdadero nombre), un senegalés de 27 años que el pasado jueves contó su historia a EL PAÍS en el café L'Marsa de Tánger, seis horas antes de acudir a la cita con quien les prometió, en esa noche sin luna y con el mar tranquilo, trasladarles silenciosamente a España. Es el mayor de una familia de ocho hermanos. De elevada estatura, combina con elegancia un jersey de puños agujereados y unos pantalones viejos algo sucios. Sabe inglés y español —los aprendió en tres años de estudios en la Universidad de Dakar—. Eso le ha convertido en el líder del medio centenar de centroafricanos que comparten con él la pensión F, en el Zoco pequeño de Tánger.

No quiere tomar nada sólido. Sólo café. Dice que en una semana o dos espera cruzar clandestinamente la frontera. Al cabo de una hora de conversación, cuando ya se ha convencido de que no está compartiendo mesa con confidentes al servicio de Hassan II, dice: "Será esta misma noche. Vendrán a buscarnos a la una en punto. Si todo va bien, antes del amanecer estaré en España".

Atrás queda el Senegal que abandonó en diciembre porque la economía familiar no le permitía seguir estudiando. Quiere trabajar unos años "en Barcelona" y después regresar a su país. Ha oído que los españoles no son muy racistas y que la policía trata bien a los indocumentados. Por eso viajó en avión hasta Rabat, pagó en el aeropuerto su primera factura bajo cuerda (500 dirhams, unas 5.000 pesetas) y procuró pasar inadvertido. En Marruecos la gente como él empieza a ser como una pesadilla para Interior. No disponen de cárceles suficientes, ni de comida. Son cada vez más.

Grandes riadas humanas del centro de África eligen Marruecos como zona de paso a España, la llave de Europa. Y la policía marroquí no sabe qué hacer con ellos. Hasta hace dos meses la plaza de toros de Tánger sirvió de calabozo para unos 200 centroafricanos. Lo cuenta Alí, un marroquí de 25 años que conoce España porque jugó en los alevines del Burgos como delantero. Alí pasa las tardes recostado en la puerta de la mezquita, al lado del coso. Recuerda que salían de vez en cuando a jugar al fútbol y que la policía les vigilaba día y noche. Estuvieron una semana en huelga de hambre, paradójicamente, por el hambre que tenían. Se los llevaron. Sólo la policía sabe adónde. A la Delegación del Gobierno en Ceuta llegaron noticias de que son abandonados en el desierto, en la frontera argelina.

Ahora, Tánger acoge a cerca de mil inmigrantes que se esconden en casas particulares a cambio de dinero. O se ocultan en una decena de pensiones en la parte antigua de la ciudad. La policía española calcula que en Tetuán aguardan más de 2.000, y en Larache varios centenares.

Nessala, un privilegiado dentro de la marea inmigratoria que marca el fin del milenio, paga 20 dirhams diarios por un habitáculo en forma de nicho, sin ventilación, pegado a una letrina tan atascada que su uso se prolonga por el pasillo en medio de un hedor que produce arcadas. Mostrando un ángulo del cuarto, con un hornillo en el suelo, dice con sarcasmo: "Aquí, la cocina".

Esa noche ni Nessala ni los otros cuatro senegaleses y el de Guinea Bissau con quienes va a compartir la fuga han cenado. "Hemos comido a las cuatro de la tarde. Arroz blanco y algo de carne. Hasta que llegue el momento, sólo tomamos té". Los seis necesitan estar bien despiertos y con el estómago vacío. Así combaten el miedo y el riesgo de vomitar. Son los únicos que no prestan atención al Barcelona-Valencia. Muchos de sus compañeros se apretujan en la entrada en torno al televisor del dueño, un viejo que chilla hasta que se embolsa la mitad de la disparatada suma que ha exigido por permitir pasar a los periodistas. Los centroafricanos siguen atentamente el partido. Pero tienen tan interiorizada la humillación que ni pestañean cuando el viejo descarga su ira sobre ellos, insultándoles; o cuando los visitantes, sin darse cuenta, les impiden la visión de varias jugadas de gol.

En el primer piso Nessala y los otros repasan el plan tomando té en envases de yogur que hacen la función de tazas. El dinero, lo único que cuenta en este macabro negocio, está en orden: Mil dirhams para quien fue a la pensión a ofrecer su ayuda; 400 adelantados al taxista del Mercedes que les conducirá hasta la playa de Belione, y 10.000 al cerebro de la operación, el que ha diseñado la ruta y buscado la lancha para cruzar los 200 metros que separa Beliones de Ceuta. En total, cada uno ha pagado 194.000 pesetas, imprevistos aparte.

Nessala se esfuerza por parecer optimista. Es su quinto intento. Dice que esta vez todo saldrá bien. Tanto, que cuando se entera de que los periodistas tienen previsto pasar el viernes en Ceuta se despide con un alegre "hasta mañana". Apenas una hora después, exactamente a la una de la madrugada, saldrán de la pensión en silencio, con gesto grave, a paso rápido. Van poco protegidos contra el frío: jersey, chaquetas y gorros de lana. En la mano llevan pequeñas bolsas de plástico con la comida: dos hogazas de pan por cabeza y una lata de atún. El contacto marroquí sale el último. En cuestión de segundos se esfuman en La Medina. Sólo caminan ellos y algunas prostitutas vigiladas por el chulo. Pisan fuerte. Al poco se pierde el eco de sus pasos.

A la mañana siguiente, el delegado del Gobierno lee en su despacho el parte rutinario de la Guardia Civil: "La patrulla nocturna ha interceptado una lancha con cinco senegaleses y un súbdito de Guinea Bissau a bordo. No se registraron incidentes". Ocurrió a las 3.30 horas del viernes, a 25 metros de España. Sólo faltaban 25 metros en una ruta de 92 kilómetros. Los más caros de Europa.

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