Proyecto de país
ABC, 23 de junio de 1999
 

HABÍA ayer expectación por descubrir las capacidades dialécticas de Almunia. Las de Aznar eran más conocidas, habida cuenta de su ya larga andadura parlamentaria. Y no hubo sorpresas. El primero hizo gala de un estilo ágil y agresivo. El segundo confirmó la solidez que la experiencia confiere. El tono del debate sobre el estado de la Nación fue, desde luego, más elevado que el de la edición anterior. Aznar fue el claro ganador, y Almunia mejoró el papel del PSOE respecto al año pasado. Es natural, dada la imprevista bisoñez con la que Borrell se desinfló entonces. Pero, en ocasiones, dio la sensación de que no estaba interesado en hablar propiamente de la situación del país. Aznar se apoyó en los éxitos económicos de su gestión para proyectar un modelo futuro de España, pero no encontró respuesta ni alternativa, de ninguna clase, en su oponente, que más bien prefirió criticar los aspectos formales que de contenido de la acción de Gobierno. Al final, lo más interesante de la propuesta de Aznar, que dio por terminada la etapa de transferencias a las Autonomías y postuló el inmediato desarrollo de los servicios, apenas fue objeto de discusión.

En un momento en el que Estella busca desbordar el marco político y legal, Aznar se comprometió a afianzarlo. Pero en ese sentido no obtuvo de Almunia sino una vaga promesa de colaboración, que no se plasmó en una defensa argumentada y equivalente de la Constitución y el Estatuto de Guernica. El líder socialista estaba concentrado en otras facetas del debate, quizá más lucidas, pero menos sustanciales. El hecho de que esta vez no hubiera que lamentar ninguna muerte fue un logro incontestable del Ejecutivo -pero sobre todo de la sociedad-, que reafirmó la imposibilidad de recompensar políticamente el cese de la violencia y mantuvo la vigencia del punto 10 de Ajuria Enea. «El orden constitucional -dijo Aznar- no se puede romper ni matando ni por dejar de matar».

El proyecto expuesto por el presidente del Gobierno fue coherente con un principio de cohesión territorial y social, en el que el respeto a la caja única es garante de las pensiones, el crecimiento de la economía apuntala el aumento del empleo, y ambas cosas redundan en el aseguramiento de los beneficios sociales, sin menoscabo de la política reformista que persigue su gestión eficaz. Todo en aras de un «salto hacia delante» que sitúe al país en la línea de los más avanzados, con una política exterior que no conciba el protagonismo español como una utopía.

No pudo Almunia, a la vista de la solidez de los cimientos que sustentan este proyecto de país, atacarlo más que por el lado formal. Eligió el estilo de gobierno como blanco seguro al que lanzar un reproche certero pero de corto alcance, que no tocó la fibra de las preocupaciones de los españoles, y cargó las tintas dialécticas con un exceso de catastrofismo, si bien, justo es decirlo, no insistió en el previsto y demagógico pretexto que brinda la hoy exigua corrupción. Dio imagen quien aún no sabemos si será candidato de cierta desenvoltura, mas eso no resulta suficiente para precipitar el cambio político que él auguró. Hoy se sigue sin saber qué haría Almunia con España si los ciudadanos confiaran en él. Aunque la buena marcha del país, minuciosa y triunfalmente desglosada por Aznar, hace de esa hipótesis algo muy lejano.

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