El País, domingo 20 de junio de 1999
MARUJA TORRES
TAN CERCA Y TAN LEJOS
Los sábados por la mañana, a esa hora en que muchos aprovechamos para
dormir un poco más o, simplemente, practicar la sana vagancia entre
sábanas, suenan insistentemente los timbres del portero automático en
los portales de numerosos barrios: "¡¡¡Butaaano!!!, ¡¡¡butaaano!!!", brama
un vozarrón cuando te arrastras hasta el vestíbulo y descuelgas el
telefonillo. Normalmente, gritas "¡¡¡Noooo, graaaacias!!!", y sueltas
unas cuantas blasfemias. Pero si por casualidad estás en la calle, ves
que esas brigadas incansables de hombres embutidos en monos color
naranja fuerte y cargados con bombonas están formadas en su totalidad
por inmigrados. Piel oscura, cabellos ensortijados, dientes
blanquísimos. Y te preguntas cómo y dónde vivirán, cuánto les durará
este trabajo, cuánto les pagan y qué no habrán tenido que sufrir para
conseguirlo.
A veces, por la noche, de algunos restaurantes cercanos surgen por una
pequeña puerta, casi una gatera, personas que arrastran enormes bolsas
de basura hacia los contenedores situados en la esquina. Inmigrados,
también. Y aunque casi siempre aparecen sonrientes, bromeando entre
ellos, te inquieres qué clase de existencia arrastran más allá de las
cocinas, en su mundo que está en nuestro mundo pero en el que no les vemos más que en ocasiones así, puntualmente.
Muchos mensajeros son también inmigrados. Llaman a nuestra puerta,
algunos poseen una misteriosa elegancia andina: entregan el paquete y
se van.
Una minoría de españoles solidarios les conoce, ayuda, se preocupa por
ellos. La mayoría es indiferente- y numerosos ciudadanos que no
osarían calificarse a sí mismos de nazis no dudan en decir que nos
quitan el trabajo a los nacionales: cargar butano, abrir zanjas, hacer
equilibrios en andamios, fregar suelos, repartir bultos... Trabajos que
no queremos, lo sabemos bien: somos un país perezoso y engreído en el
que (hablo de quienes no han sido expulsados del sistema: tenemos
millones de pobres) hasta un fontanero elige atender primero al cliente
que más le compensa. Lo cual no estaría mal si dejáramos de poner
trabas a los extranjeros para que tengan su lugar en nuestro sol aunque
sea recogiendo nuestras migajas.
Pero no es así. El Informe anual sobre el racismo en el Estado español,
que SOS Racismo se dispone a hacer público a finales de este mes (por
cuarto año), muestra hasta qué punto las cosas no sólo no mejoran, sino
que han empeorado, pues a los imperativos legales que les atenazan se
suma una represión policial que ha aumentado desde la victoria del
Partido Popular y, especialmente ("de forma espectacular", señala el
informe) a partir de 1997.
Las detenciones en todo el Estado casi se triplicaron, en los dos
últimos años; lo cual resulta curioso, cuanto menos, si consideramos
que el nivel de expulsiones se mantiene. Se trataría, supongo, de
hacerles la vida imposible, de desanimarles. Objetivo que las propias
autoridades reconocen que no se consigue: a lo mejor, lo hacen también,
lo de reprimir al inmigrado, porque les da gusto.
No hay motivos para el optimismo a raíz de la lectura del informe, y
tiempo habrá de volver sobre ello cuando SOS Racismo lo entregue a la
opinión pública, el próximo día 30 de junio. No ha mejorado nuestro
trato a la comunidad gitana, que sigue siendo la más discriminada entre
nosotros, especialmente sus miembros de menor nivel socioeconómico,
es decir, la mayoría; y eso que son españoles, como lo son los
musulmanes de Ceuta y Melilla. Los otros colectivos de inmigrados
extranjeros no les van a la zaga.
Se construyen muros, se persiguen menores, se perpetúan los centros de
internamiento. Tenemos sólo un 2% de inmigrados extranjeros entre
nosotros, muy lejos de los porcentajes de otros países europeos y
mucho menos de lo que podríamos permitirnos si tuviéramos un poco
más de solidaridad.
Que consistiría, en este caso, en batallar por leyes más flexibles y
exigir, exigirnos, un comportamiento más cívico.
© Copyright DIARIO EL PAIS, S.A. - Miguel Yuste 40, 28037 Madrid