El País, Martes 22 de Junio de 1999-07-06

ANDALUCIA

Otra vez Carmen

J. M. CABALLERO BONALD

Acabo de leer por ahí que Carmen, la más que manoseada heroína de

Mérimée, fue "una mujer comprometida con su época". Nunca lo hubiera

pensado, es que ni idea. Así que me ha parecido por lo menos

sorprendente la atribución de tan inaudita cualidad a la veleidosa

cigarrera sevillana. Creo que quien defiende con mayor empecinamiento

semejante hipótesis es Salvador Távora, a partir sobre todo de su

versión escénica del cuento de Mérimée: esa "ópera andaluza de

cornetas y tambores" cuyo sólo enunciado parece anticipar algún exceso

acústico. No pretendo enjuiciar ni el valor artístico de esa obra ni su

presunta aspiración a neutralizar tantos consabidos lastres folclóricos,

pero sí me tienta sugerir algún correctivo general.

La figura de Carmen ha sido objeto de muy peregrinas interpretaciones

Casi todos los comentaristas coinciden en defender la peculiar noción

de la libertad que anima en todo momento al personaje de Mérimée y,

correlativamente, de Bizet. Nada que objetar. Carmen fue en efecto una

mujer libre, de una independencia más bien antojadiza una mujer que

"afrontó incluso su propia muerte en defensa de esa libertad", como

reitera Alberto González Troyano en su espléndido libro La desventura de

Carmen. Pero—que yo sepa—nadie ha sacado ninguna conclusión

relacionada con la actitud socialmente comprometida de ese confuso

modelo femenino, no ya por lo infundada de la suposición sino por lo

insólita.

Mérimée, que fue un ponderado cronista de la vida andaluza, creó un personaje surgido de la más pueril tipología popular andaluza: esa gitana seductora, embaucadora, supersticiosa, díscola, que además—según Mérimée—"hablaba bastante bien el vasco", lo que ya roza directamente el desatino. Pienso que, a no ser por la eficiente apoyatura musical que supuso la

ópera de Bizet, por su muy profusa tramitación de exotismos, Carmen

no habría pasado de ser la protagonista de un melodrama carente del

menor atractivo literario y mucho menos humano. Pero la ópera hizo de

Carmen una aspirante al mito de Carmen. Lo malo es que ese mito se

parecía mucho a una majadería que el uso ha ido perfeccionando. Todos

los tópicos de la imaginación romántica están ahí reducidos al peor de

los clichés: esa mezcla de bandoleros generosos, pasiones primitivas,

embrujos gitanos y demás trivialidades de guardarropía que Carmen

arrastró consigo. Pretender buscar por ahí un compromiso social o una

postura en favor de los derechos de la mujer, es manifiestamente un

despropósito.

Lo mejor que podría ocurrirle a Carmen—a su tornadiza representación

social—es que terminara ingresando en el panteón de los olvidos

decorosos. Si su muerte literaria, a manos de otro fantoche—don José--, obedeció a "la necesidad social del castigo", su desaparición de la

genuina estirpe popular de Andalucía sería de lo mas deseable. No por

ninguna especial suspicacia, sino como una simple consecuencia del

veredicto justiciero del tiempo. Quizá se consiga invalidar así la

obstinada divulgación de un tópico de tan ridículos aderezos raciales y

culturales.