El País Digital
Lunes 
27 diciembre 
1999 - Nº 1333
 
 
 
 
 
 
CULTURA
Cabecera
Gloria y fango de la movida 
Javier Marías escribió que los años ochenta en Madrid fueron un recreo merecido tras los sobresaltos de la transición, pero demasiado prolongado y tal vez estéril: "En el recreo, lo más que se hace es presumir, pegarse un poco y jugar a la comba". Lo que se dio en llamar "movida madrileña" alcanzó una prodigiosa proyección nacional e internacional, pero ha sido juzgado con extrema dureza en los años noventa.
 
Pedro Almodóvar canta con Fabio McNamara
en la sala Morocco en 1993 (U.Martín).
DIEGO A. MANRIQUE
Las muertes donde intervienen las drogas tienden a ser particularmente sórdidas. La de Enrique Urquijo (Madrid, 1960) acumuló suficientes horrores para grabarse en la memoria. A última hora de la tarde del 17 de noviembre, el cantante de Los Secretos y Los Problemas fue hallado muerto en un portal de la calle Espíritu Santo, en el madrileño barrio de Malasaña, alias Maravillas, donde tantas veces se le vio dando tumbos en soledad. Del Insalud y el Cuerpo Nacional de Policía, la noticia saltó a este periódico. La necesidad de comprobar que realmente se trataba del músico hizo que fuera un periodista el que se pusiera en contacto con su discográfica, desencadenando una serie de llamadas que llegaron hasta su familia. Algunos de sus asociados se sorprendieron. Todos lamentaron que hubiera muerto solo.
 
 

¿Solo? No exactamente. Poco antes, Enrique, empujado por su gente más próxima, se había internado en una clínica para otro tratamiento de desintoxicación. Unos días después, pidió el alta voluntaria y se largó de la institución, arramplando con el dinero sobrante, y se perdió en Malasaña. En realidad, tampoco se esfumó. Con, digamos, 180.000 pesetas en el bolsillo, cualquiera es recibido como el rey del mambo en casa del camello habitual. Allí pasó sus últimas horas, en compañía de quienes prefieren no hablar o se han esfumado para evitar preguntas policiales (parece que intentaron reanimarle antes de abandonarle en la calle). Cuentan que los allegados le habían estado buscando, que incluso intentaron penetrar en el piso maldito, pero no pudieron franquear la puerta; tal vez Enrique escuchó la bronca, tal vez no quiso o no pudo hablar con sus seres queridos.
 
 

Al día siguiente, doloridos músicos de su generación recordaban a Enrique en voz baja. En los primeros tiempos de lo que luego se llamaría la movida, el pérfido clan de Los Pegamoides tenía una división del movimiento para uso interno: "Estamos los que nos teñimos el pelo y los que nunca lo harían". Implícitamente, la clasificación sugería que los teñidos eran más audaces y cosmopolitas, más predispuestos a experimentar en sexo y drogas. "Pero eso nunca estuvo muy claro: ya en 1981, muchos de los grupos de pop, los que iban de niños buenos con corbata delgada, ya andaban metidos de cabeza en la heroína". A continuación, el juego macabro de contabilizar los caídos de ambos campos. Y una conclusión desoladora: las muertes por sida o por sobredosis han sido tan frecuentes entre los popies como entre los ultramodernos.
 
 

Una tragedia unía brevemente a los supervivientes de la movida, aunque fuera únicamente en clave de pasmo y pesadumbre. Hace veinte años, otra muerte relacionada con Los Secretos había sido la justificación para la primera presentación colectiva de lo que se empezaba a llamar nueva ola madrileña. En las primeras horas de 1980, José Enrique Cano, Canito, baterista del grupo Tos, fallecía en accidente de circulación. Unas semanas después, el auditorio de la Escuela de Caminos acogía un Homenaje a Canito donde coincidían Nacha Pop con Alaska y Los Pegamoides, Paraíso con Tos, rebautizados como Los Secretos. Las cámaras de Pop-grama, de TVE-2, captaron el acto y retransmitieron al país la buena nueva de que en la capital del reino habían surgido unos conjuntos que, para qué negarlo, tocaban mal pero tenían canciones arrebatadas y una imagen que anunciaba una estética naciente, que buscaba cancelar la grisura del franquismo y la transición. Aunque la primera reacción fue el rechazo, la bola empezó a rodar: un año después, un cartel similar abarrotaba el campo de deportes de la Escuela de Arquitectura. Todos los grupos que actuaron en memoria de Canito habían grabado discos y muchos habían empezado a paladear el éxito.
 
 

Esta vez, quizás no haya un Homenaje a Enrique de dimensiones similares. Y eso que un ejecutivo discográfico que había trabajado para Los Secretos en su primera época puso inmediatamente el Palacio de los Deportes madrileño a disposición del posible concierto; al no verlo claro, la familia se negó . Además, hubiera sido imposible convocar a un elenco equivalente al que acudió a tocar en el acto de Canito. La desaparición de Enrique fue sentida por todos los que le trataron, como ocurre cuando muere una persona esencialmente buena y un artista al que ni siquiera los situados en sus antípodas musicales podían negar sinceridad e intensidad. Pero la muerte, especialmente si ocurre en la zona de sombra de las drogas duras, todavía es un tabú en los ambientes musicales españoles. Y una reunión por Enrique Urquijo casi inevitablemente se hubiera convertido en una extemporánea evocación de la movida. Con más de funeral que de celebración.
 
 

Hoy, lo más chocante de la movida es su indefensión. Cada cierto tiempo es vituperada con saña por el alcalde de Madrid o alguno de sus concejales. Álvarez del Manzano ni siquiera quiere concederle los últimos honores: "No hay que enterrarla porque se ha evanescido, ni tan siquiera tiene cuerpo para enterrar. Era algo etéreo, una propaganda política, no ha dejado un solo poso. Yo no recuerdo un solo libro, un solo cuadro, un solo disco; nada, de la movida no ha quedado nada".
 
 

Y nadie responde, a pesar de lo grotesco de las acusaciones y de la alternativa cultural que propone el regidor: la recuperación de la zarzuela y el cuplé. De hecho, abundan los antiguos simpatizantes, genuinos compañeros-de-viaje que ahora abominan del movimiento cultural que agitó Madrid desde finales de los setenta: estos renegados incluso hacen suyas mentiras interesadas, como la que lo convierte en un montaje del Ayuntamiento del PSOE.
 
 

Los munícipes del puño y la rosa desconfiaban profundamente de la gente de la nueva ola, prefiriendo la autenticidad vallecana encarnada por Ramoncín, preconizada por las columnas de Francisco Umbral. Todavía quedan implicados que recuerdan el tango imposible bailado por la movida con Enrique Tierno Galván: Borja Casani visitó al señor alcalde -"un oportunista nato"- para presentarle el proyecto de La Luna de Madrid; fue ignorado... hasta que la revista se convirtió en un medio poderoso, momento en que don Enrique llamó al editor e intentó subirse al carro triunfal. Fue rechazado, pero el abordaje se repetiría mil veces con éxito en los años siguientes, entre el deleite de los creyentes en el todo-vale, convertidos en expertos del coge-el-dinero-y-corre.
 
 

Lo extraordinario es que, antes incluso de que irrumpieran los noventa, los propios implicados en la movida se apresuraron a echar tierra sobre la deforme criatura en un festín de recriminaciones y desdenes. La historia de todos los ismos de la vanguardia artística del siglo registra similares negaciones radicales, aunque rara vez tan tempranas, unánimes y agrias. Un texto tan indispensable como Sólo se vive una vez: esplendor y ruina de la movida madrileña (Ediciones Ardora, 1991), la suma de centenares de horas de conversaciones grabadas por José Luis Gallero, ofrece un inmenso catálogo de descalificaciones y desmitificaciones. Hay quien recurre a razonamientos etimológicos: lo de movida es una denominación impuesta desde fuera, que rebautizó algo que, al menos en lo musical, se conocía como nueva ola. Los veteranos tuercen el morro y aseguran que "una movida era exclusivamente ir a comprar chocolate", como si una palabra no pudiera cambiar su significado por la santa voluntad de sus usuarios y el machaqueo de los embelesados periodistas.
 
 

Tal pedantería suele ir acompañada por juicios tajantes, que distinguen entre una verdadera y una falsa movida. La buena es la que él o ella vivió como parte del colectivo que usufructuó en exclusiva el movimiento; cuando llegaron los pardillos deslumbrados, las diversas movidas de la periferia, los medios de comunicación, el poder con sus cantos de sirena, ah, entonces todo se fastidió. Se palpa también un verdadero complejo de culpabilidad por la facilidad con que muchos creadores entraron en la cultura de la subvención o de las actividades patrocinadas por instituciones.
 
 

Y un sentimiento de embarazo por la aceptación entusiasta de las drogas duras y sus calamitosas consecuencias. El cineasta Iván Zulueta, figura esencial de la premovida, huyó hacia San Sebastián tras acabar Arrebato, pero aceptó compartir su experiencia generacional en el libro de Gallero, donde explica la mecánica del autoengaño: "La época en que me ha tocado vivir ha consistido en ir descubriendo que todo lo que te han dicho es mentira. Quizás toda juventud se encuentra con que le han mentido. Pero fue una vergüenza, un escándalo: llegabas al caballo convencido de que no era como decían. Pensabas: 'seguro que es como el sexo y todo lo demás'. Pues, por una vez, era verdad".
 
 

Con todo, las sucesivas devastaciones no acabaron con el impulso de la movida en los más diversos frentes artísticos. Aunque el balance no sea homogéneo. Alberto García Alix se ha mantenido en sus trece y acaba de ser reconocido con el Premio Nacional de Fotografía (fiel al carpe diem, le entrevistan en los telediarios y anuncia que quiere "pulirse" a toda prisa el dinero que acompaña al premio). Ceesepe, El Hortelano, Mariscal, Javier de Juan y otros dibujantes de cómics muy activos en los primeros tiempos terminaron deslizándose felizmente hacia la pintura o el diseño, en parte motivados por carencias de la industria editorial de la historieta. Tampoco parece que los creadores de moda española preocupen excesivamente a los imperios italianos.
 
 

Por el contrario, el realizador español más celebrado internacionalmente es Pedro Almodóvar, que pisó los escenarios de los primeros ochenta como parte del delirante grupo-espectáculo Almodóvar & McNamara, aparte de filmar la única película -Laberinto de pasiones- que refleja en caliente la locura de aquellos momentos, con abundantes papeles para personajes del Madrid movido. No hubo nada comparable en la producción literaria, aunque en 1999 haya salido Madrid ha muerto, una novela de Luis Antonio de Villena sobre la primavera de la (pos)modernidad capitalina, que se reconoce más observador del alboroto que participante activo.
 
 

En su actividad más visible, la musical, queda un sabor agridulce. A principios de los noventa, los grupos novísimos reaccionaron contra la banalización de la movida con cancioneros que usaban un inglés generalmente primario, a la vez que renunciaban más o menos conscientemente a la búsqueda de la popularidad (sin olvidar que los de los ochenta habían arrasado el negocio del directo, al cobrar cachés disparatados y acostumbrar al personal a actuaciones gratuitas o con precios políticos). No obstante, en los últimos tiempos se ha producido una reconciliación: han salido espontáneos discos de homenaje, ha brotado un puñado de conjuntos -Fresones Rebeldes y Meteosat en cabecera- que buscan recrear la efervescente frivolidad de 1980.
 
 

Las listas de venta todavía acogen a artistas hechos al sol de la movida, como Manolo García, voluntarioso animador de Los Rápidos y Los Burros que conoció el éxito con El Último de la Fila antes de iniciar periplo en solitario (y uno de los rendidos admiradores de Enrique Urquijo que acudió humildemente a cantar en el último concierto multitudinario de Los Secretos en Madrid). Menos afortunado en términos de ventas ha sido Santiago Auserón, cabecilla de Radio Futura, que se reencarnó en Juan Perro y creó una fusión única -rock con música cubana- que, sin embargo, fue aprovechada comercialmente por Jarabe de Palo y lo que se ha dado en llamar rock latino.
 
 

Otros solistas funcionan de modo guadianesco, como es el caso del venerado Antonio Vega, antes en Nacha Pop, o del irredento Javier Corcobado, de Mar Otra Vez. Jaime Urrutia sufrió años de oprobio al frente de Gabinete Caligari y ahora planea grabar bajo su propio nombre, alentado por admiradores como Andrés Calamaro, Loquillo y Enrique Bunbury, que le invitan a sus conciertos y reivindican su cancionero. Caso contrario es el de Nacho Campillo, que no funcionó como solista, pero ha refundado su anterior grupo, Tam Tam Go!, con excelentes resultados comerciales. Lo contrario de las reapariciones de Golpes Bajos, dos excepcionales músicos penosamente fuera de onda, o Mecano, un trío carcomido por incompatibilidades personales entre los hermanos Cano.
 
 

Con todo, la nómina más amplia corresponde a los que supieron reconvertirse: ciertamente, hay vida después de la movida. La principal compañía independiente de los años ochenta, DRO-Gasa, terminó siendo engullida por la multinacional Warner Music, pero sus fundadores, antiguos músicos, siguen en la empresa o son directivos y cazatalentos en la competencia. Bernardo Bonezzi, el niño prodigio de Zombies, ejerce de músico cinematográfico. Nacho Canut y Alaska, que triunfaron con Los Pegamoides y Dinarama, desarrollan sus ideas electrónicas en Fangoria (el tercer vértice pegamoide era Carlos Berlanga, autor de discos bellos que no han encontrado eco). Paco Trinidad, inicialmente con los frenéticos Ejecutivos Agresivos, es hoy un productor con rico currículo. Víctor Aparicio, responsable de los turbulentos e indispensables Coyotes, también expone, diseña portadas, publica historietas y sigue ejerciendo de feroz disidente frente a las tendencias dominantes. Julián Hernández, de Siniestro Total, lo mismo escribe libros que protagoniza películas pintorescas. Rossy de Palma, que dio a conocer su fantástico perfil en el grupo mallorquín Peor Impossible, fue lanzada como actriz -la varita mágica de Pedro Midas Almodóvar- tras ejercer de camarera en locales de Malasaña.
 
 

Entre sus filas, el gremio de la hostelería madrileña contó con muchas futuras actrices de renombre. Ignacio Cubillas, conocido como Pito, que fue el más poderoso -y culturalmente ambicioso- de los managers de la movida y que ha reaparecido en Madrid tras superar una drogodependencia épica, especula que se podría filmar una película sobre el eclipse simplemente con los testimonios de las antiguas camareras del que fue su local, Morocco. Y es que el debe y el haber de la movida serían incompletos sin hacer cuentas de su capacidad para crear espacios de encuentro, lugares de esparcimiento. Que se han multiplicado en los últimos veinte años, aunque se haya perdido el espíritu grupal de los primeros ochenta. La noche madrileña se ha hecho más elástica, más feroz, más viciosa, a la vez que ha perdido en fecundidad, en contubernios creativos, en voluntad renovadora.
 
 

Y por las noches de esa ciudad acelerada navegan abundantes náufragos como Enrique Urquijo, descolocados por temperamento o por el paso del tiempo, encerrados en mundos propios o artificiales.
 
 

Enrique era un depresivo, pero a la vez un tipo bondadoso que recriminaba a amigos su tabaquismo, "los cigarrillos son muy malos"; le respondían airados que él tenía hábitos bastante más peligrosos, algo que rechazaba: "Lo mío no se puede llamar drogadicción, sólo abuso de cuando en cuando" (era cierto, pero no como para presumir). Los que le trataban se asombraban igualmente de que Enrique no supiera, por ejemplo, de la existencia de un conjunto británico que marcaba pautas y se llamaba Oasis. Se quejaba en 1998 de que su grupo no tenía contratos: cuando le explicaron que ése era un mal general en aquellas semanas, se descubrió -bendito sea- que era aproximadamente el único humano que ignoraba que estaba celebrándose el Mundial de Fútbol. 

La salvación catódica

La televisión es nutritiva", proclamaba Aviador Dro en su etapa de agitación y propaganda, un lema entonces apenas más irritante que aquel otro del mismo grupo, "Nuclear, sí, por supuesto" (más de una vez, los Obreros Especializados del Aviador fueron agredidos por semejantes provocaciones). Una diferencia radical entre los animadores de la movida y la progresía que les precedió está precisamente en la actitud frente a la televisión. Referencia inevitable para los primeros, opio del pueblo para la quinta de la pana.
 
 

Así que no debe sorprender que las televisiones hayan absorbido a buena parte de los talentos más comunicativos de los ochenta. Además, una de las características de aquella época fue la permeabilidad, el trasvase entre disciplinas. Alaska, que ya animó La bola de cristal -el programa no-tan-infantil de Lolo Rico en TVE- y que ahora aparece regularmente como jurado de los exitosos Lluvia de estrellas y Menudas estrellas, donde sigue asombrando al pueblo llano con su sensatez y su tolerancia. Antón Reixa, el iconoclasta impulsor de Os Resentidos y actual solista, también se convirtió en habitual de programas masivos, aunque volviendo siempre a la televisión gallega, donde dirigió programas heterodoxos y ahora triunfa como guionista de una notable serie autóctona, Mareas vivas. La misma TVG acoge a Xabarin, un popularísimo espacio infantil que en cierto modo recoge el espíritu de la fértil movida gallega.
 
 

Pedro Reyes y otros humoristas televisivos tuvieron su primera oportunidad en locales pop como Marquee y Rock-Ola (que ocupaban un espacio que antes había acogido a Tip y Coll). El tan premiado Caiga quien caiga incluye en sus filas a personajes en la periferia de la movida. Con su grupo Paracelso, El Gran Wyoming conoció los locales de ensayo del Ateneo de Prosperidad, un enorme colegio de mandos falangistas que fue okupado, donde también probaron la libertad los miembros de Kaka de Luxe, Zombies, Aviador Dro y otros; en un reciente réquiem por la Prospe, Wyoming recuerda que el experimento terminó con la reconquista policial, en tiempos de Tierno Galván. Otro rey del desparpajo, Pablo Carbonell, también habitual de Rock-Ola, fue el cabecilla de Toreros Muertos y abrió un local junto a la Gran Vía madrileña, Ya'stá, que fue asediado implacablemente por las autoridades municipales del PP y escenificó su derrota: socios y clientes construyeron un muro de ladrillos que cegaba el escenario. 
 



 

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