España y sus Ejidos
Sin la llegada providencial de los inmigrantes el 'milagro
almeriense' no habría sido posible
JUAN GOYTISOLO,
Un grupo de inmigrantes observan cómo
arden unas chabolas en El Ejido (J. Rojas).
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Nadie es racista en España: ni el señor Arzalluz, aunque
tan a menudo hable de la raza y pureza racial de los vascos; ni el alcalde
y los vecinos de Albadalejo, en Ciudad Real, que reclamaron todos a una
y durante un mes entero la libertad de los "inocentes" agresores de un
"sospechoso" de etnia gitana; ni el señor Juan Enciso, que tras
cuatro días de una despiadada "caza al moro" cuyas imágenes
dieron la vuelta al mundo, afirma serenamente: "Hay que dejar bien claro
que el pueblo de El Ejido no es racista ni xenófobo"; ni desde luego
los habitantes de este municipio cuando proclaman que están hartos
de que se les tilde de racistas y achacan a "los escritores seudoprogresistas
y los medios de comunicación la mala imagen de un pueblo hospitalario".
Puestos a puntuarse a sí mismo, los españoles obtienen -¡oh,
maravilla!- la nota más alta.
Para desenredar la enmarañada madeja de contradicciones creadas
por la mutación de una pedanía semidesierta en el municipio
de mayor renta per cápita de la Península resulta
indispensable el manejo de algunas cifras: la superficie actual de las
explotaciones agrarias en El Ejido es de 17.000 hectáreas; el número
de explotaciones ronda las 6.000; la población total del Poniente
almeriense, venida en su mayoría de otras partes de Andalucía,
suma unos 138.000 habitantes; los beneficios anuales de los cultivos de
hortalizas y frutas bajo el plástico asciende a 312.000 millones
de pesetas; el número de inmigrantes en situación legal o
sin documentos de toda la zona, de Adra a Roquetas de Mar, se sitúa
en los 40.000.
Todo empezó a comienzos de los ochenta. Alentados por las multinacionales
belgas y holandesas, los agricultores de la pedanía, dependiente
aún del Ayuntamiento de Dalías, se lanzaron al cultivo intensivo
de hortalizas en lo que pronto sería ese mar de plástico
que reverbera al sol como un alucinador espejismo. La afortunada conjunción
de calor, regadío y "mejora genética" permitía, permite
todavía, incrementar la productividad y el número anual de
cosechas. El trabajo familiar a destajo en El Ejido, Roquetas y La Mojonera
enseguida resultó insuficiente. A medida que los agricultores y
empresarios agrícolas se enriquecían de forma vertiginosa,
hubo que recurrir a mano de obra de fuera; ningún español
quería trabajar en los invernaderos. Los inmigrantes del Magreb
y África subsahariana comenzaron a llegar a fines de la década.
En 1991 había casi 3.000 regularizados. Ocho años después,
sólo en El Ejido, la cifra ascendía a 21.000; a la que habría
que añadir la de alrededor de 5.000 ilegales. Sin su llegada providencial,
el milagro almeriense no habría sido posible.
En este edén de puertas afuera -e infierno dentro, al menos para
los inmigrantes- el flujo rápido de bienes, capitales y recursos
humanos originó contrastes espectaculares. Los artífices
manuales de esa riqueza fueron tratados como mercancía desechable.
Los empresarios del plástico ignoraron desde el principio las necesidades
más elementales de una mano de obra barata y sumisa: nadie pensó
en procurarles vivienda y condiciones de vida digna. Junto al fraude empresarial
y las ganancias de los bancos, grandes empresas agrícolas y multinacionales
de semillas, fertilizantes y pesticidas, aparecieron las secuelas de la
economía sumergida: el hacinamiento infrahumano en chabolas y cortijos
abandonados, la explotación más aberrante y salvaje. Los
gérmenes de la explosión de los bantustanes creados
por una segregación similar a la que existía en Suráfrica
-señalados ya en 1995 por Ubaldo Martínez Vega, catedrático
de la Universidad Autónoma de Madrid- eran visibles para cualquier
observador sin anteojeras. En febrero de 1998 fui declarado persona
non grata por la corporación municipal de El Ejido por mi retrato
("Quién te ha visto y quién te ve", EL PAÍS, 2-1998)
de la disparidad económica y social engendrada por el maná
de los invernaderos: encomenderos y esclavos, proliferación de entidades
bancarias y guetos infames, casinos de juego y pintadas xenófobas,
prostíbulos de lujo y hostilidad generalizada al "moro". La mayoría
de los magrebíes dormían en el tajo o en chabolas de plástico
adjuntas a éste.
Me he equivocado a menudo a lo largo de mi vida, mas no erré
cuando hacia 1966 escribía: "Con la excitación y las prisas
del último comensal llegado al banquete, los españoles procuran
atrapar como pueden y se esfuerzan en alcanzar en unos meses el nivel técnico
y social que los pueblos europeos han conquistado pacientemente, como resultado
de una experiencia lenta e ininterrumpida. Gracias al turismo y a la emigración,
han descubierto los valores de las sociedades más avanzadas y los
cultivan con celo de neófito. Enriquecerse, ascender, sin tener
en cuenta los obstáculos, tales son las normas de la nueva religión
monetaria (hoy diría calvinista) que gana todos los años
centenares de miles de adeptos. El fracaso, la pobreza, son condenados
ya moralmente por el español medio y, al paso que vamos, con el
extremismo que nos es propio, quemaremos públicamente a los mendigos
y pordioseros con idéntico ardor al que, siglos atrás, quemamos
a herejes y protestantes" ("Examen de conciencia" en El furgón de
cola, París, 1967).
En lo social como en lo económico hemos querido quemar las etapas
sin percatarnos de que ni las costumbres ni los valores ciudadanos pueden
improvisarse de la mañana a la noche. En nuestro país de
nuevos ricos, nuevos libres y nuevos europeos, la clase política
ni ha intentado aclimatar una cultura moral ni fomentar un civismo que
sirvan de contrapeso a la ignorancia y al desprecio de lo ajeno. El 56%
de los beneficiarios de la prosperidad económica de El Ejido son
analfabetos funcionales. Como me escribe un almeriense, buen conocedor
de la zona, "los que apalearon al subdelegado del Gobierno no saben leer,
apenas escribir, y tienen en muchos casos dificultades para expresarse
y hacerse entender oralmente... Sus códigos son muy primarios: darían
un brazo por un amigo, pero se lo cortarían a un moro, a un negro
o a un gitano si alguien de su raza hubiese quitado un adoquín de
su acera... La simple lectura es considerada allí como un fenómeno
sospechoso cuando no afeminado, o una pérdida de tiempo. Impera
la ley del más fuerte, el más bruto".
Todas estas características sociales o, por mejor decir tribales,
de las llamadas peyorativamente sociedades del Tercer Mundo afloran, no
sólo en el Poniente almeriense, sino también en Níjar,
el Campo de Cartagena y algunas comarcas de Cataluña. Después
de veinte años de democracia, el fracaso educativo de los sucesivos
Gobiernos de UCD, PSOE y PP no puede ser más palmario.
Los niveles de explotación inhumana del emigrante son consecuencia
directa de la súbita aceleración de los cambios sociales,
de la incapacidad ética y cultural de los horticultores del Poniente
almeriense para asumir su nuevo estatus. A mayor número de
Mercedes por habitante, mayor desprecio al "moro" esclavizado en los invernaderos.
Paradoja cruel: el inmigrante necesario dentro de ellos es indeseable fuera.
Su mera presencia ofende e inquieta. Sin la menor ironía, el alcalde
de Roquetas aconseja a sus senegaleses que procuren pasar inadvertidos
(¡algo extraordinariamente difícil para un grupo humano cuya
altura media es de alrededor de un metro ochenta!).
Como resultado de tal segregación, los magrebíes viven
en chamizos sin agua y sin luz, en cobertizos inmundos o alquerías
ruinosas o abandonadas en los que se guardan los aperos o se depositan
los fertilizantes. Otros duermen en petates en el interior mismo del tajo.
Casi nadie les alquila una vivienda en el perímetro urbano de El
Ejido ni les sirve en los cafés y los bares. Relegados en el mar
de plástico, en zonas carentes de la menor infraestructura, no disponían
siquiera, hasta su primera huelga reivindicativa, de medios de transporte
para ir a los supermercados donde se les sirve a regañadientes.
Las pintadas de "moros fuera" y "marroquíes, no; rusas, sí"
les dan la bienvenida por doquier. Son, como escribe un internauta local,
"una simple herramienta que permite mantener la producción, igual
que la maquinaria o los abonos, y, fuera de este papel, todo les está
negado". La explotación despiadada descrita por Marx se ha trasladado
de Manchester al Poniente almeriense. Algunos empresarios alquilan sus
alhóndigas a 15.000 pesetas por barba. El país de sueño
de millares de marroquíes se ha transformado así en el país
de las pesadillas. El trato que reciben, declaran a la prensa, es peor
que el de los animales.
El estallido de furia xenófoba tras el homicidio de dos dueños
de invernaderos por el jornalero de uno de ellos y el de la joven Encarna
López a manos de un perturbado marroquí en tratamiento psiquiátrico
venía gestándose desde hacía tiempo; sólo requería
un detonador. La violencia de los autóctonos contra los generadores
de su riqueza se remonta a mediados de los noventa: desalojo a la fuerza
de decenas de inmigrantes de una vivienda del Instituto Andaluz de la Reforma
Agraria, obligados a refugiarse en una iglesia de la que tuvieron también
que huir tras el lanzamiento de cócteles mólotov contra
ella; muerte a tiros de un inmigrante en la barriada de Matagorda por unos
encapuchados; incendios provocados de chabolas ocupadas por magrebíes;
expulsión por orden municipal de los mismos de cortijos ruinosos;
paliza brutal a dos "moros" por parte de un empresario agrícola...
La identificación y encarcelamiento de uno de los justicieros del
Ku-Klux-Kan por la policía local provocó -como en Albadalejo
con respecto a los agresores de su convecino gitano- una manifestación
de ejidenses solidarios con el "héroe".
Los agravios expuestos por los habitantes de El Ejido a Joaquina Prades
(EL PAÍS, 13-2-2000) no tienen desperdicio: no guardan la cola como
los demás, manosean los alimentos, orinan en la calle, se amontonan
en los -escasos- pisos de alquiler, alborotan a las cuatro de la mañana
cuando se levantan para ir a los invernaderos, no se lavan (¿dónde
podrían hacerlo?), rezan cánticos a horas extrañas,
caminan cogidos de la mano sin ceder el paso a los nativos (hace cuarenta
y pico años, los reclutas almerienses del cuartel de Mataró
paseaban cogidos del meñique y eran objetos de burla para los catalanes),
son impertinentes, chulos y agresivos, no saben beber... Desde el 22 de
enero, fecha del doble crimen, los enfrentamientos entre autóctonos
e inmigrantes se multiplican: miles de vecinos desfilan por las calles
de El Ejido con gritos y silbidos a la vista de letreros escritos en árabe;
los "moros" son tratados de "hijos de puta" por los manifestantes en la
capital provincial, la Asociación Agraria Jóvenes Agricultores
(Asaja) exhorta a los productores agrícolas a denunciar las amenazas
que reciban por parte de los magrebíes, ataques a la sede local
de Almería Acoge e insultos a la presidenta de la Asociación
de Mujeres Progresistas de El Ejido, acusada de "inventar historias de
supuestas palizas a inmigrantes". Un ejidense declara a la prensa local:
"Las mujeres tienen miedo de ir solas al trabajo por miedo a las violaciones.
Hay muchas violaciones que no salen a la luz pública por miedo a
que se conozcan. Llevamos cinco años así". Pero estas violaciones
sólo existen en la imaginación calenturienta de algunos individuos.
Más circunspecto, otro vecino declara que "los moros hacen gestos
obscenos a las mujeres y las miran con lascivia".
Una ojeada a la prensa local -como a la de Ciudad Real en el Fuenteovejuna
de Albadalejo- nos muestra el papel desempeñado por los medios de
información en la propagación quizás involuntaria
de los sentimientos xenófobos y racistas. Algunos títulos
espigados entre el 22 de enero y el 5 de febrero, esto es, entre las fechas
del brutal homicidio de los tres ejidenses, revela en efecto la existencia
de un doble patrón: "Detenido un árabe de 24 años
por la muerte de dos agricultores en un cortijo de El Ejido", "El homicida
era de raza árabe", "Arrastra a un anciano de 74 años
para arrebatarle un bolso de mano" (no precisa su raza ni origen étnico),
"Arrestados dos hermanos por tentativa de homicidio a un empresario y daños
a un local" (tampoco), "Apresado un marroquí por arrojar
piedras contra el albergue municipal de la capital", "Detenido un senegalés
por robar una motocicleta", etcétera.
Para encrespar todavía más los ánimos, la llamada
"batalla del tomate" alienta titulares bélicos sin que nadie, con
la excepción de Antonio Puertas, presidente de Almería Acoge,
señale la contradicción existente entre condenar con vehemencia
la hostilidad de los agricultores franceses a la entrada de nuestros productos
en la Unión Europea y aplaudir con igual brío la misma actitud
pendenciera cuando se trata de los de nuestros vecinos de la otra orilla.
Un comentarista de esos desafueros (arrojar toneladas de pescado, naranjas
y clementinas a las aguas del puerto) titulaba con manifiesta aprobación:
"Almería toma las riendas" y aducía para justificar la actuación
de sus paisanos que éstos "sufren en sus carnes el hundimiento
del mercado del tomate debido a las cuantiosas partidas que llegan a la
UE procedentes del país magrebí". Para quien así se
expresa, los inmigrantes coartífices de la riqueza de El Ejido no
sufren en sus carnes los horarios abusivos de trabajo ni las temperaturas
de más de 45 grados en los tempranales, ni el hacinamiento en chozas
y cobertizos insalubres ni un régimen de segregación digno
de la "negrada" de los centrales azucareros cubanos del siglo XIX... Los
"moros" no tienen derecho ni a sufrir. Son los autóctonos quienes
sufren de su molesta presencia.
La descripción de los sucesos de El Ejido dio la vuelta al mundo
y no me demoraré en ella sino para tocar algunos puntos insuficientemente
esclarecidos. Las bandas de nativos descritas por un internauta del lugar,
armados con palos, bates de béisbol (a propósito, ¿quién
los distribuyó?), machetes y barras de hierro, "enloquecidos -le
cito- por el odio irracional a los 'moros", eran encuadrados en grupos
dirigidos por destacados militantes del PP, entre ellos "dos hermanos del
alcalde Juan Enciso, con coches, megafonía y teléfonos portátiles.
Las escenas de saqueo de los pequeños negocios de los inmigrantes,
incendios de chabolas y oratorios por encapuchados, caza despiadada de
magrebíes, patrullas armadas de agricultores por el laberinto de
caminos rurales de plástico, la huida de los nuevos cimarrones a
las montañas de la sierra de Gádor evocan las de un pasado
indigesto que arrastramos aún, como dice de los alemanes Günter
Grass, "cual una rueda de molino sujeta al cuello". Los miles de personas
congregadas detrás de la pancarta Plataforma España 2000
y de su dirigente Antonio Martínez Cayuela coreaban consignas racistas
muy similares a las de sus compadres de Misuri o Luisiana: puro Faulkner.
Si, como me escribió un intelectual almeriense, el objeto de la
salvaje tentativa de linchamiento en vez de ser el subdelegado del Gobierno
hubiera sido el presidente de Almería Acoge, con quien fue confundido
por el extraordinario parecido entre ambos ("ése es el que firma
los papeles a los inmigrantes", gritó alguien), "a estas horas el
panorama sería muy distinto, porque sé cómo se las
gastan por la zona: sencillamente lo habrían ahorcado desde el Ayuntamiento
y una masa delirante de dos mil personas habría aplaudido la ejecución".
Mientras contemplaba las imágenes del frenesí colectivo
en diversas televisiones nacionales y extranjeras, me acordé del
poblado del Far West del valle almeriense de Tabernas en el que rodaban
antaño los westerns (reconvertido hoy en atracción
turística), con sus sheriffs, justicieros, bares, tribunal
y patíbulo listo para los ahorcamientos: la parodia de la ficción
se había transmutado en escenario y guión de una brutal realidad.
Tras lo ocurrido, un Gobierno como el español, miembro de la
Unión Europea, debe pedir cuentas a quienes permitieron y aun alentaron
la orgía de violencia antes de que se extienda al Campo de Cartagena,
las pedanías de Níjar o las zonas conflictivas de Cataluña.
Pues el alcalde de El Ejido, amenazado en su derecha por los tres partidos
coaligados en la Plataforma España 2000, no sólo no asume
su responsabilidad tocante a los daños ocasionados por los ataques
a las personas y los bienes de los inmigrantes, sino que se niega a aplicar
los acuerdos alcanzados en la mesa de negociación con ATIME (Asociación
de Trabajadores Inmigrados Marroquíes en España) y los demás
representantes del colectivo magrebí: instalación de tiendas
de campaña por la Cruz Roja en tierras municipales, reconstrucción
de las mezquitas incendiadas, etcétera. Peor aún: afirma
que la nueva Ley de Extranjería votada por los diputados de su partido
(y suspendida luego por Aznar) traería únicamente "más
sirvengüenzas" a España y esgrime miles de firmas de vecinos
y su cantada victoria electoral para reformar el régimen de apartheid
de los magrebíes en los invernaderos. ¡Unas medidas que, según
él, no tienen el menor tinte racista!
Con la notable excepción del ministro de Trabajo, Manuel Pimentel
("Sabíamos lo que pasaba y la respuesta de los vecinos ha sido grave
e ilícita"), la actitud del PP en el asunto peca de bajeza y oportunismo.
El apoyo de Aznar y Rodrigo Rato al alcalde en función de cálculos
políticos, financieros y electorales (por miedo a que el señor
Enciso cumpliera su amenaza de crear un partido comarcal y se erigiera
en el Jesús Gil de El Ejido) muestra la fibra moral de quienes representan
a España en el concierto de las naciones. Nadie habló de
racismo en la campaña electoral: los inmigrantes no votan. Y mientras
el Gobierno se alinea, muy liberal él, a la europea con respecto
a Haider, sostiene sin rubor alguno a un regidor junto al cual, en un elemental
juicio comparativo, el líder populista austriaco parece un querubín
celeste. Las disculpas de Aznar, "eso hay que vivirlo desde dentro para
opinar" (cito de memoria), me sumen en la perplejidad: ¿sólo
los esclavistas incultos y esclavos negros podían opinar sobre lo
que acaecía en los centrales azucareros? Hace poco menos de 40 años
las autoridades franquistas de Almería decían lo mismo: que
ese señor (un servidor de ustedes) "en vez de hablar fuera, venga
a decir esas cosas aquí". Mas como nadie hablaba de la miseria entonces
reinante en una provincia cuya renta per cápita era cuatro
veces inferior a la de Barcelona, la invitación a hablar en Almería
era en realidad una invitación a callar como los demás.
Si tenemos presente que, según los expertos de la ONU, España
requiere un cupo de 240.000 inmigrantes anuales para mantener el actual
nivel de vida y la proporción de cuatro trabajadores activos por
un jubilado, ¿cómo compaginar dicha realidad con las proclamas
del regidor de El Ejido y la decisión del victorioso Aznar de restingir
la Ley de Extranjería? La naturaleza tiene horror al vacío:
los empleos más duros y peor remunerados que los españoles
desdeñan imantarán a inmigrantes magrebíes, africanos,
asiáticos o de Iberoamérica conforme a las necesidades del
mercado laboral. Los huecos abiertos en los cultivos de secano, el pastoreo,
las minas, la construcción y el servicio doméstico serán
colmados ineluctablemente por ellos, por mucho que interceptemos pateras
y blindemos el perímetro de los dos enclaves norteafricanos.
Contra toda razón e interés egoísta, la atmósfera
hostil a la inmigración se acentúa sin que casi ningún
responsable político se atreva a hablar claro. Hoy por hoy, el porcentaje
de los extracomunitarios es sólo el 0,7%, incluidos legalizados
e "irregulares". ¿Qué ocurrirá el día en que
su proporción con respecto a los autóctonos sea la de Alemania
o Francia? ¿Lograremos crear antes el marco abierto e integrador
de la tradición republicana francesa y de la reciente Ley de Ciudadanía
alemana o nos sumiremos en los conflictos étnicos del pasado español
y de los azuzados por Milosevics y Tudjmans de la ex Federación
Yugoslava? La primera y obviamente más deseable opción exige
fomentar desde ahora una cultura étnica y democrática desdichadamente
inexistente en las escuelas y aulas universitarias. Para ello debemos advertir
la incongruencia, señalada por José María Ridao, de
que nuestra historia normal sea homologable con la europea, no por
haber compartido con ésta los mismos valores democráticos,
sino por haber cometido las mismas atrocidades.
El clamor unánime de los ejidenses contra los "moros"
y del pueblo de Albadalejo contra los gitanos recuerdan demasiado a Fuenteovejuna
para que lo pasemos por alto. Si a esa unanimidad tan castiza agregamos
la "defensa calderoniana de la honra femenina" oportunamente evocada
por Joaquina Prades en su ya citado reportaje sobre El Ejido, vemos aflorar
a la superficie de la España 2000 unos sentimientos representativos
de las vivencias populares del siglo XVII: los de los cristianos viejos
disfrazados de europeos nuevos. Un sorprendente remake de Bienvenido
Mr. Marshall.
¿Quién dice que los españoles son racistas? Los
autóctonos de El Ejido, ¿no se autocalifican de pueblo acogedor
y hospitalario? Sin embargo, la clasificación de los grupos de inmigrantes
en un estudio titulado Los españoles y la inmigración,
publicado hace apenas dos meses por el Ministerio de Asuntos Sociales,
revela la vigencia tenaz del pasado en el subconsciente colectivo hispano,
las profundas raíces de los odios y antipatías: la puntuación
más baja corresponde a los gitanos, clasificados aún entre
los inmigrantes ¡después de cinco siglos y medio de presencia
ininterrumpida en la Península!; la inmediatamente superior, cómo
no, a los árabes y musulmanes (léase "moros"), y la tercera,
en este singular palmarés de la infamia -¡agárrese
el lector al asiento!-, nada menos que a los judíos (¿hay
inmigrantes judíos en España? Y, en caso de que los haya,
¿son identificables? ¿No se trata más bien de judíos
mentales, fruto de la sobada "conspiración judeo-masónica"
de tiempos del franquismo?).
La encuesta sobre el racismo y la xenofobia en la Comunidad de Madrid
(EL PAÍS, 21 de diciembre de 1999) muestra aborrecimiento y rechazos
distintos pero alarmantes, en la medida en que reflejan la opinión
de los universitarios y escolares. Entre los primeros, la proporción
de la malquerencia a los gitanos es del 36,5%, a los "moros" del 26,5%
y a los judíos del 6,4% (¡las feministas suscitan la ojeriza
del 27,1% y los catalanes del 23,5%!). Entre los escolares de 14 a 16 años
los porcentajes de animadversión a todos ellos es todavía
mayor.
No, no somos racistas, y, desde las tribunas y escaños del partido
del Gobierno, los amigos del señor Enciso pueden condenar virtuosamente
el extremismo de Haider y Le Pen porque, a diferencia de Francia y Austria,
los portavoces de aquél no venden su ideología en las afueras
del espectro político, sino que la toleran o transigen con ella
desde su mismísimo centro. |