El Ejido: historia de un fraude
Un cúmulo de ilegalidades consentidas ha propiciado
el brote de la violencia en los invernaderos
Asamblea de trabajadores magrebíes
en los campos de El Ejido (F. Bonilla).
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Estalló la violencia en El Ejido. El doble
crimen de los agricultores primero, y el asesinato de una joven después,
supuestamente a manos de magrebíes, ha desatado una ola de vandalismo
xenófobo que ha conducido a la cárcel a 22 personas. Palizas,
incendios, saqueos en viviendas, comercios, naves y mezquitas han hecho
estallar una tensión larvada desde hace años. El Poniente
almeriense se ha aprovechado de la mano de obra clandestina de los inmigrantes
magrebíes con el consentimiento tácito de los ayuntamientos,
la Junta y el Gobierno. Nadie ha puesto coto al fraude laboral ni a la
infravivienda. La situación les ha desbordado. Ahora, ha empezado
la reacción.
JOAQUINA PRADES
Un hombre de mediana edad y aspecto afable camina rápido por
la calle principal de El Ejido protegiendo con un brazo los hombros de
su hija adolescente. Los dos van muy serios. Falta poco para el mediodía
del miércoles, día 9, y los comercios de la ciudad almeriense
comienzan a recuperar la normalidad. Algunos magrebíes se atreven
a salir también de sus escondites, a los tres días de agotar
los alimentos. El guapo Rachid y el escuchimizado Adbul se dirigen al supermercado
en busca de provisiones. Al cruzarse con el hombre y su hija, ésta
dirige la vista al suelo y el padre la aprieta fuertemente. Ambos se alejan
hasta el bordillo de la acera.
Una pareja de ejidenses en chandal se coge de la mano segundos antes
de ajustar su paso al de los inmigrantes. La mujer les clava una mirada
asesina. Adbul la contempla desconcertado antes de bajar la cabeza. Rachid
estalla en una risa nerviosa: "¿Qué se creerá la gorda
esta?". Ninguno de los seis protagonistas de esta historia ínfima
e imperceptible ha cruzado palabra. No ha ocurrido nada. Y, sin embargo,
ha pasado todo.
Todo lo que permanecía oculto hasta la madrugada del 6 de febrero,
cuando el asesinato de la joven Encarnación López a manos
de un perturbado marroquí desató el mayor brote de violencia
xenófoba que se ha vivido en la España de la democracia.
Todo el rechazo larvado entre dos comunidades que nunca se han entendido;
todas las consecuencias del fraude consentido, la indiferencia política
y el caos administrativo que han hecho posible el llamado milagro económico
de los invernaderos de El Ejido.
Rachid y Abdul salen en busca de comida a un establecimiento situado
junto al mercado. En la carnicería, el empleado les sirve una paletilla
de cordero. No les sonríe, como hace con otros clientes, pero se
comporta con total corrección; sin embargo, en el mostrador del
pan donde Rachid pide cuatro barras, la dependienta se esfuerza por contener
una hostilidad que canaliza en un diálogo absurdo. "Sólo
me quedan de picos". Los magrebíes dicen que no entienden. "Que
os he dicho que sólo tengo de picos", repite sin descruzar los brazos.
Al señalar Rachid la cesta de barras que se ve tras ella, la
mujer envuelve cuatro y gira una del revés. "A ver si os enteráis.
Que las normales se me han terminado. Que sólo quedan las que tienen
aquí estos piquitos ¿Me has entendido ya o qué? ¿Os
habéis enterado? Sí, ¿verdad? Ya lo creo, lo que pasa
es que no queréis entender". Al pagar en caja, el hombre que les
antecede en el llenado de las bolsas fija la vista en los magrebíes
mientras comenta a la cajera: "Mira que tener que cobrarles a éstos".
Rachid y Abdul entran poco después en el Finnegan's Irish Pub
de la céntrica calle de Cervantes y piden dos cafés con leche.
"A ver, documentación. El pasaporte y el permiso de residencia.
¿Dónde trabajáis?", interroga el camarero. Rachid,
soldador de profesión y con los papeles en regla (no así
su joven compañero Adbul), le contesta: "Venga, hombre. No los llevamos
encima. Sólo queremos tomar un café". "Lo siento. No va a
poder ser. Órdenes del jefe". Lo intentan unos metros abajo, en
el café Albéniz, donde el camarero, esta vez sí, les
atiende amablemente.
Rachid y Abdul acaban de constatar por enésima vez la dicotomía
en la que viven los 50.170 españoles censados en El Ejido y sus
15.000 inmigrantes, legalizados o no. A éstos los necesitan como
mano de obra, como consumidores. Pero son pocos quienes los ven también
como conciudadanos más allá del invernadero. Son los ejidenses
que probablente no acepten algunas de sus costumbres, incluso puede que
les irriten, pero no las extienden al colectivo para justificar su rechazo.
Este comportamiento, probablemente la única vacuna contra la xenofobia,
es algo que, por lo que cuenta Antonio Martín Domínguez,
ex comisario jefe de la policía de El Ejido y actual encargado de
Protección Ciudadana, la mayoría parece no comprender.
"El problema", dice Antonio Martín, "está en la falta
de integración de los inmigrantes por los hábitos tan especiales
que tienen. No es que sean mala gente, en absoluto, los hay muy buenos
y trabajadores, pero, claro, hay que comprender que provoquen el rechazo
de la gente. Eso no es racismo. Es un rechazo en cierta manera lógico.
Además, puede que nosotros tengamos parte de culpa por no enseñarles
nuestras costumbres en cuanto se bajan de la patera".
Hasta este veterano y receptivo policía, que no se muestra dogmático
como otros cargos de confianza del alcalde, Juan Enciso, está convencido
de que los defectos de los inmigrantes "no justifican en absoluto"
el vandalismo de esta semana, pero sí explican, en parte, "el rechazo
lógico" de la población. Cita ejemplos de las quejas más
frecuentes del vecindario: los magrebíes no guardan cola en los
establecimientos; manosean los alimentos de los estantes; orinan en la
calle "incluso delante de las chicas jóvenes"; no ceden el asiento
a las ancianas o las embarazadas; se hacinan en los pisos de alquiler;
alborotan a las cuatro de la mañana, al levantarse en tropel para
acudir al invernadero; no limpian la casa; se lavan poco, rezan con cánticos
a horas extrañas.... También han oído quejas porque
andan tres o cuatro juntos cogidos de la mano, ocupan toda la acera e impiden
el paso a los de atrás; o "son impertinentes", "agresivos", "chulos"
o "no saben beber, se exaltan enseguida y por eso no se les aceptan en
los bares".
Es la retahíla de la que echan mano muchos ejidenses para justificar
su resistencia a mezclarse con los magrebíes, el resumen de un compendio
de desencuentros agravado por la pequeña delincuencia, y que los
recientes asesinatos de Encarnación López y los dos agricultores
han hecho estallar en la forma brutal del racismo.
"Es verdad que han aumentado los robos de radiocasetes o de pilotos
o vacas de coches. Y también que cogen cosas del supermercado y
echan a correr. Pero mucho menos de lo que parece", opina Martín.
La policía de El Ejido no facilita datos sobre el incremento del
porcentaje de delitos atribuible a los magrebíes, aunque tanto el
responsable de Protección Ciudadana como el comisario jefe, Ángel
Fernández, comentan que la experiencia cotidiana indica que "algo
de eso hay, pero mucho menos de lo que la gente percibe".
No obstante, y a pesar de la falta de motivos tangibles, mucha gente
se siente víctima indefensa de una invasión de delincuentes
que acaban de cruzar en masa el Estrecho para adueñarse de sus propiedades,
ensuciar sus calles y molestar a sus mujeres. Juan, un trabajador autónomo
que vive en una modesta barriada de las afueras, dice que aún no
ha conseguido calmarse después de que "un moro" pretendiera "violar"
a su hija de 15 años el martes pasado, en pleno día.
-¿Qué ocurrió?
-La estuvo siguiendo por varias calles. Cuando ella aminoraba el paso,
él también. La pobre llegó a casa temblando. Yo no
he dormido desde entonces.
-¿Le hizo algo?
-No, pero podía haberlo hecho. Mi hija no vuelve a salir sola
a la calle. Nuestras mujeres están muy asustadas. Algo tendremos
que hacer.
En El Ejido, una población con una tasa de analfabetismo funcional
del 54% -según un informe de la Universidad de Sevilla-, la defensa
calderoniana de la la honra femenina ha cobrado vigencia. De ello
dan fe las constantes visitas a la comisaría de maridos en demanda
de protección para sus mujeres porque "los moros" les dirigen gestos
obscenos o "las miran con lascivia". Gabriel Barranco, presidente de La
Unión, una de las cooperativas de agricultores más importantes
de El Ejido, declara en la prensa local: "Desde que las ONG se dedican
a proteger a delincuentes, la vida se nos ha hecho irrespirable. Es cuando
la mujer no puede salir a tirar la basura, cuando tiene que llevar a sus
hijos al colegio y a la discoteca".
A Martín no le consta un incremento de los delitos sexuales,
aunque la peculiar explicación del comisario jefe de El Ejido tampoco
ayuda a aclarar la situación: "En los últimos seis meses
hemos recibido denuncias de dos españolas que aseguran haber sido
violadas por magrebíes. Pero luego hemos visto que no eran violaciones
propiamente dichas".
-¿Descubrieron que no hubo delito?
-Descubrimos que una de ellas es prostituta y que la otra mantuvo una
relación sentimental con el magrebí que presuntamente la
violó.
Tras los terribles sucesos de las últimos semanas, la palabra
"racismo" es la única que no se puede pronunciar en El Ejido sin
levantar iras y desencadenar insultos. Nadie es racista en esta tierra.
Empresarios, sindicalistas, políticos, comerciantes, vecinos, autoridades,
trabajadores... coinciden en esa apreciación. Y la prueba, alegan,
es que los ejidenses aceptan a los "marroquíes buenos". Sólo
rechazan a los "ilegales, recién llegados", de quienes se sienten
víctimas. Unos y otros atribuyen su molesta presencia al Gobierno,
a la Ley de Extranjería, a la Junta, a las ONG, a la permisividad
de las fronteras españolas en el norte de África, a una mano
de obra a todas luces excedente: a quien sea que haya creado un problema
en el que ellos no han tenido nada que ver. Ésta es la gran mentira
de El Ejido.
Pocos reconocen -y quienes lo hacen piden que no se publique su nombre
por temor a represalias- que los indocumentados que malviven fuera de la
ley son la consecuencia lógica del fraude y las condiciones infrahumanas
que la administración local, autonómica y estatal han consentido
durante años con los mabrebíes del Poniente.
Los agricultores locales han transformado una pedanía paupérrima
en El Ejido de 13.000 hectáreas de hortalizas con beneficios de
312.000 millones anuales. Han conseguido esta proeza económica gracias
a su capacidad para incrementar la productividad, adaptarse a los tiempos
y manejar con soltura la tecnología más avanzada. Fue un
dinero rápido que multiplicó los cultivos hasta que la mano
de obra nacional resultó insuficiente. La llegada masiva de inmigrantes
resultó provindencial. Sin ellos, pocos conciben la rapidez y espectacularidad
del milagro almeriense.
Desde hace más de una década, los empresarios agrícolas
disponen de una legión de trabajadores que cada amanecer se apiña
en plazas o cruces de caminos, pugnando por ser ellos los elegidos, sin
más derecho que un salario pactado de palabra -igual al de los españoles-
y la sumisión garantizada por la ausencia de contrato. La Dirección
Provincial de Trabajo intenta desde hace años averiguar cuánto
han ahorrado en cotizaciones al fisco y a la Seguridad Social con estos
acuerdos.
También buscan una explicación al hecho de que los agricultores
de El Ejido insistan cada año en demandar 15.000 nuevos inmigrantes
cuando el 63% de los aproximadamente 6.000 legalizados cobran el subsidio
de paro agrario (PER). El director provincial, Francisco José Rodríguez,
declaraba en 1997 a La voz de Almería: "A mí que me
explique alguien cómo con tres cosechas anuales hay tantos trabajando
sólo las 35 jornadas necesarias para el subsidio".
Según fuentes del Foro para la Integración, la mayoría
de estos magrebíes trabajan todo el mes en los invernaderos, en
una ilegalidad pactada, y cobran además un PER que ningún
partido político se atreve a racionalizar, dado su elevado coste
electoral. Pero es un secreto a voces, incluso constatado por la Guardia
Civil, que estos parados van de invernadero en invernadero y algunos hasta
recogen albaricoque en Murcia cuando el campo almeriense descansa.
La inspección local de trabajo no da abasto. La integran cuatro
inspectores y un jefe. Ahora, tras los disturbios que han puesto en jaque
a los ministros de Trabajo e Interior, se ha incrementado la vigilancia.
El viernes, portavoces de la Mesa Hortofrutícola - integrada por
asociaciones agrarias, exportadores y envasadores- se lamentaban por la
"persecución" de que se sienten objeto y las advertencias de multas
de 500.000 pesetas por cada indocumentado que encuentren en sus tierras.
Los empresarios del plástico han eludido sistemáticamente
cuantificar sus necesidades reales de mano de obra inmigrante en función
de la productividad. Sus evasivas no obedecen sólo al ahorro en
cotizaciones y a la sumisión garantizada de los empleados que les
facilita la economía sumergida. También se explican por el
mercado de futuros de Amsterdam. La contratación de inmigrantes
clandestinos les permite responder a las oscilaciones de los precios con
un margen de 10 días, y mantener los invernaderos prácticamente
cerrados o emplear un pequeño ejército laboral durante 10
o más horas diarias según los precios fijados en la ciudad
holandesa.
Un representante de la Administración autonómica destaca
esas ventajas de la inmigración clandestina, pero añade que
la magnitud de las entradas masivas de africanos han superado el límite
de lo controlable. El lobo ha asomado las orejas. El dirigente empresarial
Juan Cantón resume el lamento de los agricultores: "Se han colado
30.000 inmigrantes más de los que necesitamos. Queremos menos y
los queremos legales". Han reaccionado ante la huelga. Pero no hasta el
punto de que los agricultores asuman su parte de responsabilidad en la
falta de viviendas, el factor clave que explica, según los expertos,
la creciente espiral de marginalidad y violencia entre los inmigrantes.
Una normativa publicada en el Boletín Oficial del Estado
en abril de 1998 regulaba las subvenciones a los empresarios que facilitaran
viviendas dignas a sus inmigrantes. Sólo la patronal agraria de
Lleida respondió a la llamada. En Almería no se dieron por
enterados.
La Junta ha alegado falta de competencias sobre el suelo municipal para
apartar la vista de las salvajes bolsas de chabolismo. El alcalde de El
Ejido sigue pensando que el lugar adecuado de los inmigrantes son los humildes
cortijos de los invernaderos. "Así ahorarrán en transporte",
dijo. Ahora ha rectificado: "Tendrán autobuses para que vengan al
cine". El caso es tenerlos lejos. El secretario general del PP, Javier
Arenas, ha reiterado el apoyo incondicional del partido al candidato ejidense.
En la madrugada del jueves, decenas de marroquíes acudían
a los locales de la ONG ATIME en Vícar. Los que habían visto
cómo destruían sus negocios, asaltaban sus casas o quemaban
sus coches ante la pasividad policial, decían: "No tenemos nada
que perder. Llegaremos hasta donde haga falta". La agresividad era palpable.
Kamal Rahmauni, el portavoz de ATIME, trataba de expresar sus sentimientos.
"¿Existe una palabra en castellano que signifique más que
indignación?". No hablaba sólo de la encerrona. Se refería
a un acto de vandalismo que ha dado de lleno en la diana de la humillación
de un pueblo diferente: la destrucción de dos mezquitas en El Ejido
y una en Vícar. "No nos podían haber mostrado el odio con
mayor claridad. Nada volverá a ser igual".
Las parejas de marroquíes
y españoles desafían la violencia y la irracionalidad
Tereixa Constela
En un mundo donde dos comunidades -la de acogida y la inmigratoria-
se han rehuido, emergen como excepcionales islotes algunos casos en los
que la integración es total. Tan absoluta que ha culminado en convivencia
conyugal. En El Ejido residen, al menos, una quincena de parejas mixtas,
casi un desafío en estos tiempos a la irracionalidad y el desencuentro
entre dos colectivos, que mantienen una simbiosis en el terreno económico
y un hermetismo brutal en el social.
Una de estas parejas es la formada por Yolanda y Mustapha Ait-Korchi,
uno de los líderes de la huelga convocada por los inmigrantes en
los últimos días y dirigente de la Asociación de Emigrantes
Marroquíes en España (AEME). Ambos acudieron el miércoles
a la plaza del Ayuntamiento de El Ejido, donde iba a celebrarse una cumbre
de políticos y sindicalistas, fracasada por discrepancias entre
ellos, para criticar la pasividad mostrada durante estos años por
las distintas administraciones con respecto a la mejora de las condiciones
de vida de los trabajadores extranjeros afincados en Almería.
El vandalismo xenófobo, que estalló hace una semana en
el pueblo almeriense, no sólo ha destrozado bienes. Por delante
se ha llevado también la tranquilidad. La mayoría de las
personas entrevistadas -españolas y extranjeras- han preferido que
se omita su identidad por miedo.
Hafid y María
Hafid podría ser el cronista de la última década
del pueblo, si esto no resultase un irreverente disparate con el clima
de hostilidad interétnica existente. Desembarcó en El Ejido
en 1987 cuando ni un sólo inmigrante residía aún en
el núcleo urbano y, tres años después, se convirtió
en el primer extranjero que asumía un cargo de responsabilidad en
un sindicato español.
De sus primeros trabajos en los invernaderos heredó una "excelente"
relación con uno de sus patronos, que ha pervivido contra viento
y marea. Una de las visitas que ha recibido durante esta semana ha sido
la del empresario. De un encuentro casual en el pueblo surgió su
matrimonio con María, una de las pocas personas que realmente puede
presumir de ser ejidense de toda la vida. "Yo vine a buscar trabajo y me
encontré a una mujer", explica Hafid, que tiene la nacionalidad
española.
En 1989 se casaron por lo civil en El Ejido y, meses después,
en una ceremonia religiosa en Marruecos. Ninguno lo tuvo fácil al
principio, ni entre sus familias ni entre los amigos. El rechazo inicial,
sin embargo, se ha esfumado por completo en los círculos más
cercanos a la pareja. Otro cantar es el vecindario. Las horas en las que
algunos vecinos de El Ejido emularon parcialmente los acontecimientos de
la triste noche de los cristales rotos de Berlín, Hafid y María
descubrieron el abismo social que les rodea. Asomados al balcón
junto a otros familiares, eran incapaces de digerir la escena que observaban:
"Mis vecinos del bar, donde hemos comprado tabaco y tomado café,
nos miraban y decían: 'Hijo de puta, acabaremos contigo y con la
puta que está contigo".
"Yo soy marroquí, pero me siento ejidense. Más de la mitad
de mi vida (16 años) está aquí", recalca. "Lo que
ha pasado tiene mucho que ver con la concepción que hay del inmigrante,
que se ve como un intruso y un usurpador de riqueza".
La pareja, propietaria de un dúplex en El Ejido y padres de tres
hijos de 1, 7 y 8 años, se debate entre el deseo de irse para vivir
en paz y la voluntad de luchar por otra sociedad más justa. "Nuestra
integridad física ha sido puesta en peligro, nuestra dignidad ha
sido pisoteada y no hay garantías de que no vuelva a ocurrir", sostiene
Hafid. Su esposa quiere y no quiere irse. Piensa que nadie tiene derecho
a echarla de su tierra. Su hijo mayor tiene ya claras dos cosas a sus 8
años: "Se están peleando por nada". "Yo soy de aquí
y de allí", concluye.
Nuria y Abdelouahid
Se conocieron en Granada y se casaron, por lo civil, en El Ejido en
1996. Un año antes, Nuria se mudó al pueblo y comenzó
a trabajar en una planta de envasado de frutas y hortalizas. Cada verano
acuden a Tánger (Marruecos) a visitar a la familia de Abdelouahid.
"Mis padres son un poco mayores y, al principio, tuvieron algún
recelo, pero desapareció en cuanto lo conocieron", rememora.
No tienen hijos, pero Nuria desearía que nacieran en El Ejido.
"Puede que lo de estos días se vuelva a repetir, el ambiente está
muy rencoroso, pero hemos comprado la casa y me gustaría seguir
aquí", dice. Hace un mes, su marido se estrenó como empresario
-montó un bar- después de ocho años de trabajar como
peón agrícola en invernaderos. Una inversión, hoy
por hoy, arruinada a pedradas y salvajismo.
En días en los que la pigmentación de la piel es una cuestión
de palabras mayores, Abdelouahid puede beneficiarse de la tranquilidad
que proporciona una tez blanquecina. Pero no basta para sacudirse el miedo,
ni liberar del suyo a Nuria, horrorizada ante lo sucedido. Ahora que ha
perdido su negocio, Abdelouahid se aplica en las tareas de casa, mientras
su esposa acude a trabajar. El machismo árabe, el tópico
alimentado por el desconocimiento, por los suelos.
Nora y Aziz
Hace una década que Nora llegó destinada como maestra
a El Ejido, donde se ha sentido a sus anchas. Su marido fue, primero, alumno
suyo en clases de español. Su noviazgo, su matrimonio y su integración
social se han sucedido sin trabas familiares ni sociales. Nora achaca la
buena acogida, en cierta medida, a las características culturales
de los círculos en los que se mueven, el de la enseñanza:
"El que haya un nivel cultural hace que la gente sea más tolerante".
Se casaron en 1995 y, a excepción de algunas miradas "extrañas"
que Nora considera "normales" porque Aziz tiene la piel oscura y menos
años que ella, jamás han sentido rechazo alguno. Quizás
por ello, Nora ha vivido los sucesos de la última semana con una
amargura especial. Atrapada entre los reproches de unos y otros: "Estás
entre dos lados".
"Han dejado que la situación se pudriera", comienza. Y luego
suelta, a borbotones, una retahíla en la que mezcla la reprimenda,
la descripción y los reproches hacia todos: "Vienen a trabajar personas
que probablemente sobren, pero luego la gente ve a cuatro inmigrantes juntos
en una calle y tiene miedo, y no sé por qué, porque nunca
pasa nada. Las Administraciones tenían que haber actuado y también
la marroquí, que no evita que salgan pateras. Y luego ese odio contra
Almería Acoge, que lo único que hace es ayudar a la integración.
Más que racismo, la gente tiene miedo a lo desconocido, a costumbres
distintas a las nuestras. Aunque haya algunos, no creo que éste
sea un pueblo racista, conozco muchos que no lo son. O no lo sé,
supongo que si escarbas un poco el racismo puede salirnos a todos". |