Ha revolucionado el mundo del toro. El Juli se ha convertido en un fenómeno artístico y social. Así es la historia del nuevo ídolo de la afición. 

Texto: Miguel Mora 
Fotografía: Michelle Curel  

SON LAS CINCO en punto de la tarde, y El Juli está haciendo el paseíllo. Diez mil personas aclaman en pie al nuevo fenómeno de los ruedos, de 17 años, al llamado niño prodigio, a este joven rubio y tierno de ojos verdes que en un tiempo meteórico, gracias a la fabulosa atención mediática y a su magnetismo indiscutible, se ha erigido ya en un verdadero mito que parece destinado a revolucionar el mundo de los toros del siglo XXI.  

La vetusta plaza de Oviedo, la capital de Asturias, abre sólo un par de veces al año, y hoy son las fiestas de la ciudad, día de mucho Lorenzo, así que varias decenas de niñas en chándal y de mujeres engalanadas como para una boda lo celebran estrujándose en el patio de cuadrillas, sudando la camiseta (o el maquillaje y las alhajas) con sus papeles y bolígrafos en la mano, dispuestas a empujar lo que haga falta para lograr una firma, un beso o una foto del nuevo ídolo. 

Hace sólo tres días que El Juli ha tomado la alternativa en Nimes, y estas mujeres ejercen otra vez el viejo rito de la exaltación del guerrero de la tribu gritando cosas que parecen salir del alma, como si estuvieran ante un viejo amor o ante un sex symbol: "Juli, qué guapo eres". "Juli, una firmina". "Juli, una foto". "Juli, un besazo". "Aquí, Juliiiiiiiiiii".  

Muchos hombres, sin chillar tanto, participan en esta locura colectiva igual de excitados que las damas sudorosas, y en su manera de acercarse al joven rubio con la cicatriz en la mejilla, en su forma de tocar el traje y los alamares, algunos el cuello, se adivina una admiración sincera, una entrega gratis: "Juli, eres un tío". "Juli, qué grandes los tienes". "Con un par, Juliancito". 

Hace 80 años que Eugenio Noel, gran escritor y furibundo antitaurino, definió estos ataques de idolatría popular hacia los matadores como "la pasión que arrasó una raza", pero se diría que El Juli lo recibe como la parte agradable e inevitable del oficio: aguanta el chaparrón sin despeinarse (lleva gomina), con la misma mezcla de amabilidad, respeto a la liturgia, facilidad y tranquilidad aparentes que demuestra en el ruedo ante las embestidas de los toros de 500 kilos. También Boltansky dijo que Dios pone trampas y el éxito es una de ellas, pero El Juli tiene ya mucho callo en esto del triunfo y los admiradores. Según cuenta en el hotel tras la corrida Manuel Muñoz Sevilla, Sevillita, su fiel banderillero, los 14 meses de estancia en México (volvió en mayo pasado: iba con dos contratos y acabó toreando 80 novilladas) fueron bastante más agobiantes: "Aquello es la leche, la gente se lo come. El niño es famosísimo. Íbamos a comer a un bar de una gasolinera, se corría la voz y en un minuto se arrimaban 300 personas. Yo no he visto nada igual". 

Sevillita ha terminado de quitarse el traje, El Juli ha acabado de ducharse y, una vez vestido de civil, se ha sentado en el salón de la habitación (regalo del hotel a los toreros, más el 10% de descuento) y ha empezado a hablar del fenómeno.  

–¿Tú crees que el éxito va a cambiarte? 

–No, seguro que no. Cuanto más alto está un torero en el escalafón, más bajo tiene que estar en la calle. El éxito se te puede escapar de las manos en cualquier momento, así que es una tontería creerse nada. Y si se te va la olla, es la ruina. 

Y así es más o menos El Juli. Un joven con la cabeza clara y despejada. 

Su madre lo ha dicho con todas las letras y sin una pizca de rubor hace un rato, recién llegada de Velilla de San Antonio (el pequeño pueblo madrileño donde vive la familia) con Ignacio, el segundo hermano de Julián. "Es muy cariñoso", ha dicho Manuela Escobar, "tiene un corazón inmenso y es muy listo, muy despejado, en cualquier cosa hubiera destacado. Ahora está cogiendo la guitarra y todo lo entiende a la primera. Dios quiera que todo esto no le cambie". 

"Todo esto empieza a ser una locura", admite el padre, "pero por eso hemos luchado todo este tiempo, porque el niño sea gran figura". "El niño de los cojones", bromea su compañero y sin embargo amigo Manuel Caballero. "Es el torero del año 2000", añade momentos antes de salir a hombros de la plaza junto a El Juli. 

El padre, un ex novillero anónimo, precozmente retirado a los 21 años por una cornada que le arrancó el ojo derecho de cuajo, es el personaje clave de esta historia que mezcla éxito y soledad, precocidad, valentía y mucho entrenamiento, hipérboles mediáticas y afición verdadera, humildad y contratos millonarios, compañías masivas y dura emigración, frustración y gloria, malentendidos con la edad y habilidad para la mercadotecnia. "No. Lo que hay no es marketing, sino una carrera bien llevada", dice el padre, un hombre gordo, sufridor, sencillo y escéptico que parece tener muy clara la filosofía que inspira el ya largo camino laboral de su hijo. "Hacía muchísimo tiempo que no se generaba una ilusión igual en los aficionados y el público. Es una cosa histórica, una revolución como la de El Cordobés, pero tenemos una responsabilidad enorme: El Juli tiene que ser un torero de época, como Manolete o Belmonte. Yo espero que él entienda eso, que asuma que es el futuro de la fiesta, y que tiene un compromiso con la calidad, porque la afición lo ha cogido como bandera".  

El problema no es sólo que El Juli tome conciencia de eso, porque "el niño ha asimilado todo muy rápido y torea con la misma facilidad que anda". Lo más complicado, dice Julián López, es que se ha mercantilizado mucho la fiesta, que hay demasiadas corridas y que es muy difícil torear bien 200 días al año. "Eso es imposible". 

Asesor directo y agente hasta que Victoriano Valencia se convirtió en apoderado a finales del año 1997, López controla al niño, lo protege del entorno, se preocupa por los contratos y el sorteo de los toros… Se nota que lo cuida y que lo respeta a la vez (desde que tomó la alternativa se refiere a él como el matador). Pero es más templado en el elogio que su madre, Manuela Escobar, que no oculta la pasión y lo define como "un chaval muy despejado, muy listo, muy trasto, muy buena persona y muy cariñoso. Dios quiera que no cambie".  

Ahora, El Juli está ya en el ruedo, tanteando a su primer toro, y su padre ha abandonado el burladero y recorre despacio el callejón tras él, ha blándole bajo. "Vamos a bajarle la cabeza; tócale despacio; sácalo, sácalo; bieeeen, torero, bien". Juli ni le mira, está a lo suyo, y se lleva el toro enfrente, a los terrenos del sol. Allí se tira de rodillas, da pases mirando al tendido, persigue al toro rajado a toda velocidad, lo embarca en la muleta con una facilidad pasmosa y la plaza se convierte en un manicomio de aplausos y olés, con los compases de Paquito el Chocolatero atronando en un clima de gran emoción general, de locura colectiva.  

El Juli ha vuelto a cortar dos orejas, y va a salir a hombros por 33ª vez consecutiva. Su padre regresa al burladero y empieza a recordar todo desde el principio. 

"Yo nací en Cazorla en 1949, y de niño me vine a Madrid con mis padres. Vivíamos en Vallecas. Desde joven me tiraba el toro, y poco a poco me hice novillero. Hacía los pueblos de Madrid y Castilla con Armando Gutiérrez, mi amigo íntimo, que hoy es el mozo de espadas de Juli. Un día fuimos a Toledo, a un tentadero que organizaba la familia de mi mujer, los Escobar. Y allí conocí a Manuela". 

"Era en Villanueva de Bogas y nos hicimos amigos en seguida", sigue contando Manuela (fuma, tiene los ojos azules, es simpática y desprende una gran energía). "Pero no nos casamos hasta la cornada en el ojo, cuando él tenía 21 años. Entonces Julián se retiró, y yo esperaba sufrir poco ya, pero fíjate luego. Aunque es lo normal. En casa siempre hemos sido muy aficionados al toro". 

Al toro y al flamenco: la hija mayor, Manoli, de 22 años, es bailaora profesional. Ha estudiado en la academia de Amor de Dios, con Ciro, El Güito y otros maestros, y ahora compagina los trabajos para figuras como Mario Maya con cortas estancias en los tablaos de Madrid. Resulta que ella es una de las que más saben de toros en la familia. "También sabe mucho Ignacio", dice la madre. Ignacio estudia hostelería y administración, pero, según el padre, es el único de la familia que va a conseguir vivir sin trabajar. "Hay ya demasiados artistas en la familia", dice él. 

La historia posterior es más conocida. Tras la cogida del padre, el matrimonio vive "siempre como autónomos", poniendo diversos negocios de hostelería: una bodega, un bar, unos apartamentos, un hotel en Cazorla que regentan ellos mismos durante tres años… Al regreso a Madrid, ya con dos hijos, se instalan en el modesto barrio de San Blas, y ponen un negocio de decoración, que aún mantiene la madre, ahora en el pueblo de Velilla de San Antonio. 

Para entonces ya había nacido El Juli, que vivió en San Blas hasta los seis años. Fue concebido una noche "en que los dos le echamos mucho arte al asunto", según recuerda el cabeza de familia. A los cuatro años ya se echaba el capote encima y daba pases a los terneros. Y el día de la comunión, en una tienta parecida a la que unió a sus padres, decidió que probaría a ser torero. Le inscribieron en la Escuela de Tauromaquia de Madrid y estuvo cuatro años. Allí empezó a coger el aire de torero cabal que ahora despide en cada movimiento. También, a hacer amigos. "Sí, fueron cuatro años estupendos; iba después del colegio y estaba allí hasta por la noche, volvía en el metro con los compañeros…". 

"Somos una familia normal, muy unida, pero las cosas se han complicado últimamente", se lamenta la madre con alegría. "Hace dos años, Manoli se fue a Japón para seis meses con un contrato y El Juli se marchó a México. Nos quedamos Ignacio y yo aquí, solos y muy tristes. El niño sentía mucha nostalgia. Yo le llamaba por teléfono, y cuando lo veía triste, me cogía el avión y me iba a verlo una o dos semanas. Fui tres o cuatro veces". 

"Hicimos muchos amigos allí y la gente nos dio mucho cariño", dice él. "Pero es muy complicado estar tan lejos de casa tanto tiempo". Tras la corrida, El Juli se ha duchado y se ha vestido con el chándal oficial del Atlético de Madrid. Está más tenso que en la plaza. "Hablamos un rato pequeño, que me tengo que ir muy deprisa" (mañana torea en Consuegra). 

–Qué pedazo de chándal, maestro… 

–Es que vamos a veces a la finca de Jesús Gil, mis padres son buenos amigos y a veces hago tientas de sus toros. Son toros muy buenos. Los he toreado dos veces.  

–¿Y se aprende más en la escuela, en las tientas o en la plaza? 

–Todo ayuda, pero la escuela es fundamental, porque, aparte de aprender las suertes, la técnica, haces amigos que están en lo mismo que tú. Allí viví mi infancia, y fue muy bonito… 

–¿Pensabas entonces que llegarías hasta aquí? 

–Nunca, ¡buf! No sabía a dónde iba a llegar esto. No lo veía claro. Pero decidí probar y aquí estamos… 

–¿Ha sido duro el camino? 

–Es duro, muy sacrificado. Ha habido momentos difíciles. En la época de las corridas sin picadores no pasé miedo, ni tragos malos… Pero poco a poco te das cuenta de que, si te metes a fondo en esto, hay que renunciar un poco a algunas cosas, a tu casa, a tus amigos, a tu familia… Y a la vez te va gustando más y más… Lo más duro fue cuando llegué a México, con sólo dos corridas contratadas. Tenía mucho miedo de lo que pudiera pasar, porque en España no podía torear todavía; pero al final hice 80 novilladas, salí cuatro veces a hombros en la Monumental… 

–¿Y está siendo más fácil aquí que allí? 

–Cuando volví, en mayo de este año, tenía que dar la cara, porque había gente que me conocía, pero el gran público no sabía quién era. Tuve suerte y logré triunfar en Sevilla, en Córdoba, en Castellón, y ya se puso la cosa de cara… Es más fácil porque tienes cerca a los amigos, a la familia, y más difícil porque cambia el toro y en el ambiente hay menos pasión… 

Claridad de ideas, madurez… Mucha, incluso para tener 17 años. Se sabe que los toreros son gente de otra pasta, acostumbrada a vivir el peligro de cerca, a saber lo que importa y lo que no, que suele vivir rodeada de unos personajes y un ambiente que lo menos que se puede llamar es pícaro, y otras veces simplemente canalla o corrupto. Tal vez porque el éxito ha llegado de una forma tan explosiva, tal vez porque esconder un dato como el de la edad es muy fácil cuando la fama y la atención de los medios es pequeña, quizá porque la promoción del prodigio está ya hecha y ahora sólo queda recoger la siembra, el padre de El Juli ha decidido zanjar el engorroso asunto de la edad sacando del bolsillo de la camisa el carné de identidad de su hijo. Pero la verdad es que ya da un poco lo mismo. El Juli cree que ser torero es una cosa muy seria, con su ideología y sus reglas inquebrantables; las principales: el respeto a la tradición, a la historia, la imagen social y el sentimiento trágico, o al menos un poco melodramático, de la existencia. "Un torero tiene que ser distinto", dice con firmeza. "No puede llevar camiseta y gorra por la calle. Un torero tiene que andar en torero, vestir en torero. Siempre. La liturgia, la tradición es una cosa muy seria. Te lo enseñan y ya no se te olvida". 

Viéndole en el ruedo, se diría que ha nacido en un albero. Allí, el joven inseguro y tímido con algo de acné se transforma en un hombre adulto, en un lidiador sabio y seguro. Y si no fuera por un detalle que delata que lo que está haciendo es algo más que un juego, parecería que es simplemente un niño con un juguete: durante la lidia, El Juli resopla constantemente, y el aire que le sale de la boca le levanta el flequillo rubio (la gomina se ha secado). "Es muy extraño, muy raro, como si cuando te pones el traje de torear te convirtieras en una persona distinta. Yo soy muy cortado en la calle, muy vergonzoso, y si hay más de ocho personas, soy casi incapaz de abrir la boca; pero llego a la plaza, con 25.000 personas, y me veo capaz de todo, estoy muy tranquilo, muy relajado. Yo creo que ponerse el traje marca mucho, es como si te pusieras encima todo el mito del toreo". 

Una cosa está clara. Su ambición no va a encontrar límites en la calidad o la fuerza de los toros. Aunque no parece un torero tremendista, si el toro no ayuda o el entusiasmo del público decae, El Juli no duda en tirar de recursos demagógicos para convertir de nuevo la plaza en un manicomio.  

Pero como dice el representante de Manuel Caballero viéndole pasear las orejas entre un clamor: "Lo que distingue a los toreros de las grandes figuras es lo listos que son, y listos como El Juli nace uno cada cien años". 

Pero El Juli tiene su propia visión del toreo: "Ahora el público sólo entiende las faenas muy largas, hechas a base de derechazos y naturales. Yo creo que se ha llegado a eso en parte porque los toros de ahora son así, y en parte porque los espectadores ya no exigen otro tipo de pases, como el trincherazo, el del desprecio, el de la firma; clásicos que están muy bien, que son muy puros y dan variedad a las faenas. Ahora, el éxito es dar muchas tandas por cada pitón y acabar. Pero yo creo que hay que darle a cada toro su lidia, intentar siempre torear largo y profundo, sacar el toro primero y luego cerrarlo sin caer en la monotonía de los derechazos y los naturales, sobre todo porque es muy difícil dar 40 o 50 derechazos y naturales extraordinarios en cada faena. Si te salen cinco o seis, ya tienes bastante".  

Son las siete y cuarto de la tarde y El Juli está saliendo a hombros de la plaza. Ya son 33 veces consecutivas, y aproximadamente la vez número 100 de su carrera. Las mujeres, las niñas, los hombres y hasta los policías municipales siguen aplaudiéndole, estrujándole. Pero hay una cosa curiosa en la forma paciente con que el torero atiende a los incondicionales. Al principio les dedica una media sonrisa; a la hora de posar o de firmar, esa sonrisa se convierte en un rictus muy serio. Y su cara de niño expresa de repente una gran tristeza añeja, tristeza que recuerda aquel retrato que un día le hicieron a Manolete.