El País Digital
Martes
15 septiembre
1998 - Nº 865

¿Qué Constitución, qué nacionalismo, qué lealtad?

GREGORIO PECES-BARBA

Es siempre agradable un diálogo intelectual abierto sobre temas de interés general que afectan a la convivencia en España. Don Josep A. Duran Lleida contesta en EL PAÍS del 19 de agosto con un artículo, Nacionalismo y lealtades al pacto de 1978, al que yo había escrito sobre Los nacionalistas y la Constitución. Siempre he tenido estima y respeto por el señor Durán Lleida, aunque nos hemos conocido y tratado poco personalmente. Me resulta atractivo su sentido común y su moderación, y creo que no tiene, en la coalición de que forma parte, la consideración y el puesto que merece por sus méritos. Desde 1986 ya no formo parte de la llamada clase política. Me sentí muy honrado desde 1977 a 1986 desempeñando, al servicio del interés general y desde el PSOE, diversos puestos, que han sido un halago de la fortuna. Desde 1986, aunque sigo siendo militante de base del PSOE, carezco de cualquier potestad, y sólo soy un profesor cuya posible auctoritas depende solamente de su trabajo y de su esfuerzo intelectual, y de la capacidad que tenga de ser leal a la ética de la convicción. Mi voz es sólo mi voz, mis escritos sólo me representan y me comprometen, pero tengo la libertad y la falta de ataduras de compromisos políticos que no me obligan a representar más que el papel que yo quiero.

Con estas premisas tengo que decir que no he reconocido en el artículo del señor Durán Lleida, ni a la Constitución, ni al nacionalismo, ni al pacto, ni a la lealtad que describe, como los que se corresponden con los mismos términos usados por mí. ¿Será posible que estemos sólo ante una disputa verbal sobre el uso de palabras? ¿Será libre estipular a esas palabras el sentido que cada uno quiera, o existe un sentido generalmente aceptado?

Con estos abismos terminológicos y existiendo además, por lo que percibo, una falta de sintonía sobre el sentido de las reglas del juego, ¿es posible un diálogo constructivo y de buena fe? Creo que es difícil, pero hay que intentarlo y, desde luego, con la mejor voluntad. Me temo que la falta de avance en este terreno sólo generará inseguridad.

Quizás el primer problema es la falta de acuerdo sobre el sentido de la Constitución de 1978. Para mí es una estación de término, y para el señor Durán Lleida y para el nacionalismo que representa es sólo una estación de paso para alcanzar otras metas, como son el Estado plurinacional y confederal. Es una concepción instrumental, frente a la idea de reglas del juego finales, tal como yo las concibo. Por eso, no se puede por un lado presumir de lealtad a la Constitución, y por otro, lanzar contra ella la carga de profundidad del documento de trabajo de Barcelona y lo que hora se prepara para Bilbao en estos días de septiembre.

Es bueno dejar claro también que hablar de plurinacionalidad y de confederación, como hablan los documentos de la coalición nacionalista, no es una interpretación abierta, ni un desarrollo de la Constitución, sino un cambio sustancial. La España plurinacional está ya en la Constitución con la idea de la nación de naciones y de regiones. Lo que no está es la idea de un pluralismo de naciones, en igualdad de condiciones, donde desaparece la idea de España como nación abarcadora e integradora de las restantes, y se sitúan al mismo nivel que Cataluña, el País Vasco o Galicia, lo que, en definitiva, es aceptar la vieja idea de cierto nacionalismo de identificar a España con Castilla. Porque si Cataluña y el País Vasco son España, como piensan muchos catalanes, vascos y gallegos, ¿qué se añade a lo ya establecido en la Constitución con esta propuesta? Si se añade algo, ¿no es lo que yo acabo de apuntar?

El segundo problema es el sentido del pacto que desembocó en la Constitución. He dicho que muchos tuvimos que dejar aspectos de nuestros programas máximos y renunciar a reivindicaciones y a posiciones ideológicas en pos del consenso. Le puedo asegurar al señor Durán Lleida que fue duro y difícil, y también que tuvimos que hacer concesiones para la paz y para cierre de las heridas históricas y para una convivencia duradera. No es posible permanentemente reabrir aquel acuerdo, cuestionarlo, al tiempo que en una difícil pirueta, reclamarse como los más leales. Servir a dos señores es una práctica prohibida por el Evangelio. Y sacar a colación lo que decía el PSOE en el Congreso de 1976 o el PCE en el Manifiesto-Programa de 1975 sólo tiene una respuesta. Son posiciones preconstitucionales invalidadas por el gran acuerdo que supuso la Constitución.

No me gusta en una discusión como ésta, necesariamente ajustada al estilo periodístico, donde es difícil si no imposible el rigor científico, hacer apelaciones y usar argumentos históricos. Me parece simplificado decir que desde 1714, siempre Cataluña estuvo manu militari sometida a una España opresora, como también es simplificador sostener que los opresores se cebaron con Cataluña y con las nacionalidades. Sabe muy bien el ilustre interlocutor que la represión fue contra los heterodoxos, contra los disidentes políticos, ideológicos y religiosos, y contra aquéllos que, queriendo a España y teniendo una idea de España, no la vinculaban ni con la unidad de la fe, ni con la pureza de la sangre. Madrid fue reprimida, no fue represora, y los madrileños sufrimos un brutal asedio durante la Guerra Civil y una brutal represión después. No se trata de decir "nosotros más", y presumir, sacar pecho, pero tampoco de dejar que corra esa especie simplista del Madrid represor durante el franquismo. Defendí cientos de asuntos en el TOP, defendí a muchos catalanes y vascos y defendí, también, a muchos madrileños. Dejar circular esas ideas viciosas puede dar lugar a que llegue un holandés mal informado y construya una doctrina simplona y poco respetuosa con la verdad.

La Constitución no fue sólo una transacción entre derechas e izquierdas, también intentó resolver una serie de problemas que habían hecho imposible nuestra convivencia: la forma de Estado, la cuestión religiosa y lo que se llamó en la República la cuestión regional, y que hoy es el problema de las nacionalidades. Y la Constitución al distinguir nacionalidades y regiones reconoció que Cataluña y el País Vasco y Galicia eran naciones, y que otras partes de España, también de una profunda raíz histórica, habían volcado su ser vaciándose de diferencias sustanciales en la construcción de la idea de España. Reconoció también los hechos diferenciales en lo que son lengua, cultura y Derecho propio donde existía diferenciado del Derecho común. Lo que no reconoció fue un derecho a la diferencia y a un trato preferente a las nacionalidades culturales que existían en el interior de España. Ningún elemento permite fundar esa tesis. La única diferencia que se explica por razones históricas es la ventaja de evitar el referéndum previo para el acceso a la autonomía de aquellas comunidades que tenían, más o menos avanzado, un Estatuto de Autonomía en la República, y lo hace, para que quede claro su limitado sentido temporal, en una disposición transitoria. No era inútil distinguir entre nacionalidades y regiones para describir una realidad, pero intentar deducir de ahí un resto de soberanía que permita un trato diferenciado en cuanto a competencia o régimen institucional es un abuso y una aplicación mimética del viejo y superado principio de las nacionalidades, sobre el derecho a la independencia de las naciones.

La historia de España es una vieja historia común donde la represión ha alcanzado a muchos y no sólo a Cataluña por su identidad nacional. También todos, y Cataluña también, han obtenido beneficios de este proyecto de vida en común. Muchos catalanes se sienten muy catalanes y muy españoles al tiempo, y el gran Maragall, el poeta inolvidable, expresaba a España los deseos de un hijo que hablaba a la madre en lengua no castellana. Todos hemos podido cometer errores. La LOAPA fue, ciertamente, uno de ellos. Recuerdo que dimití como portavoz del grupo socialista porque siempre estuve en contra de aquella ley. Era claramente inconstitucional y reconozco que mi ego de jurista se fortaleció cuando el Tribunal Constitucional argumentó su fallo con tesis que yo había expuesto en mi grupo. Pero lo cierto es que las garantías del sistema funcionaron y que el Tribunal Constitucional cumplió con su obligación. Sólo olvidándose de sentencias como ésta y de otras muchas, se pueden lanzar propósitos injustos como los del portavoz del PNV, señor Egibar, de que el Tribunal está politizado. Es otra forma más de deslegitimar al sistema, apreciando sólo aquellas sentencias que dan la razón. Conociendo su talante creo que el señor Durán Lleida compartirá conmigo que todos los que tienen esos puntos de vista, también en mi partido, no prestigian su tarea, ni favorecen la imagen pública de la acción política.

La lealtad a la Constitución pasa por no forzar sus reglas ni hacer interpretaciones imposibles, por ser en realidad rupturas de aquel consenso. Y, sobre todo, hay que respetar el principio de las mayorías y el Título X sobre la reforma de la Constitución. Ese es el único camino. Los demás no traerán nada bueno. Usted es nacionalista y yo soy socialista, y ambos debemos en relación con la República entonar un mea culpa. El Estat Català y la revolución de octubre de 1934 fueron, y hay que reconocerlo, dos formas de violar el principio de las mayorías. También lo fue el 18 de Julio, y su éxito nos introdujo en los años más siniestros de nuestra historia moderna. Siempre me he preguntado si no contribuimos algo, unos y otros, al romper en aquellas ocasiones el principio de las mayorías. Seguramente nuestros mayores encontraron buenas razones para hacerlo, pero no midieron las consecuencias, ni pensaron que la regla de las mayorías era una moralidad de fondo que no se podía instrumentalizar. ¿Vamos a volver a empezar?

Gregorio Peces-Barba es catedrático de Filosofía del Derecho.

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