El País Digital
Lunes
13 abril
1998 - Nº 710

La segunda emigración

Miles de andaluces que se fueron a trabajar a Cataluña
en los sesenta, vuelven a sus pueblos
aprovechando las jubilaciones anticipadas

JUAN TORTOSA

Arturo de la Vega, frente al bar que ha montado
en Utrera, Sevilla (P. Cabo).
Andalucía acoge cada año a 8.000 personas procedentes de Cataluña. De ellas, 5.000 son andaluces que en su día se marcharon en busca de trabajo y que ahora inician el camino de vuelta. El fenómeno se viene produciendo con regularidad desde hace ya más de una década. Por lo general, son emigrantes de los sesenta que dejan atrás treinta o cuarenta años de vida a cambio de cumplir con un sueño constante durante el tiempo que pasaron fuera de casa: volver al lugar del que no habrían salido nunca si hubieran tenido trabajo.

Reducciones de empleo o propuestas de jubilación anticipada les pusieron en bandeja la oportunidad de hacer números: indemnización más venta de piso igual a posibilidad de regreso.

Aunque no aprendieron a hablar en catalán, vuelven en su mayoría agradecidos con la tierra que les permitió salir adelante a ellos y a su familia. Pero vuelven. Cuelgan escudos del Barça en sus casas, hablan con un acento tamizado por los giros lingüísticos utilizados durante tanto tiempo, y se instalan en el pueblo donde nacieron con la satisfacción de recuperar los olores y sabores de sus años jóvenes, los amigos, la familia que les queda, incluso históricos contenciosos a los que ahora restan trascendencia gracias a la perspectiva que proporcionan el tiempo y, sobre todo, la distancia.

Unos se empadronan y otros no, según sus cálculos y sus intereses. Las cifras que aquí se manejan son oficiales, pero los expertos aseguran que el porcentaje es mucho mayor.

El caso de Ricardo Martínez, granadino de 50 años, quizá sea una excepción, porque ni siquiera llegó a empadronarse en Cataluña. Viajó a Barcelona en los sesenta, casi adolescente, y comenzó enseguida a trabajar, asombrado por la abundancia de ofertas de empleo que encontraba. Pero su hermano José, mayor que él y que le había precedido en la marcha, le sugirió lo que menos se podía imaginar.

-Mira, aquí hay mucho trabajo, pero yo creo que tú puedes abrirte camino en Granada sin necesidad de estar tan lejos de casa.

-Pero, Pepe, yo quiero hacer lo mismo que tú.

-Si yo estuviera soltero me volvería.

Hoy, Ricardo es un próspero empresario en su tierra y su hermano José acaba de retornar. Sólo que treinta años después que él.

«Mientras mi hermano Ricardo tiene aquí a todos sus hijos, yo me he dejado a dos allí. Y a cuatro nietos catalanes. He trabajado a gusto en Barcelona, pero mi tierra es ésta», dice José.

Aquella nostalgia que llevó a José Martínez a aconsejar a su hermano el regreso la tuvo también siempre Joaquín Campoy, de 62 años, un ciudadano de Adra, Almería, que decidió volver definitivamente a su pueblo en 1993. Joaquín se marchó a Barcelona en los sesenta y consiguió una plaza como patrón de un remolcador del puerto. Los turnos de trabajo le permitían descansar 10 días seguidos de vez en cuando. Y, sin dudarlo, enfilaba al instante la entonces complicada y larguísima distancia entre Barcelona y Adra, donde siempre dejó casa abierta, para estar de regreso en el trabajo 10 días después, a la hora de fichar. Apenas sus hijos acababan el curso, su mujer y los tres niños se instalaban en Adra mientras Joaquín iba y venía cada vez que tenía 10 días libres.

«Tuve suerte», dice Joaquín. «Mis dos hijas se echaron novio aquí y, al jubilarme, mi mujer y yo nos pudimos venir dejando en Premià de Mar (Barcelona) sólo a un hijo, que está casado y tiene un crío de 12 años».

Joaquín Campoy es uno más de los 30 hijos de Adra emigrados a Cataluña que regresaron en 1993. Uno de los 30 que vuelven de media cada año, sin contar a los miembros de la familia que vienen con ellos y que nacieron en Cataluña. Los retornados son uno de los factores que han contribuido a que el municipio crezca hasta los 20.910 habitantes, según el censo de 1996. Adra cuenta en la actualidad con casi 7.000 habitantes más de los que tenía en los primeros ochenta, cuando empezó a remitir la escapada masiva de una tierra en la que hoy, desde la consolidación de la agricultura intensiva, sobra el trabajo.

En Utrera, Sevilla, también hay una media anual de 30 ciudadanos del pueblo que retornan a Cataluña. Uno de ellos es Arturo de la Vega, de 55 años, quien un buen día de agosto de 1993, a los 32 años de marcharse, habló con Josefa, su mujer, también de Utrera, cambiaron impresiones con sus tres hijos todavía menores de edad y adoptaron la gran decisión: llamar al camión de la mudanza y desmantelar su casa de Prat de Llobregat (Barcelona).

«La decisión de cargar los muebles es el momento clave. Lo has soñado durante años, cada vez que has ido de vacaciones. Te lo has imaginado de mil maneras, pero nunca te has decidido. Has dejado que el tiempo transcurriera y que fuera tomando las decisiones por ti. Pero el empujón definitivo tienes que darlo tú. Y cuando ya has cargado el camión, y ves que se pone en marcha, por un lado sientes cierto alivio, pero por otro un indiscutible sudor, el que te hace saber que la cosa va en serio, y que la marcha atrás será difícil», dice José Martínez, el que aconsejó a su hermano Ricardo que se volviera cuanto antes.

Ahora, José, con 59 años, viudo desde 1988 y con dos hijos casados en Cornellà (Barcelona), ha decidido volver a Baza, en Granada, con su hija Marta, de 14 años. Desde el pasado verano, José y Marta se han instalado en una estupenda vivienda unifamiliar, tras la propuesta de jubilación anticipada que en su día le hizo la Siemens. Tardó un tiempo en pensárselo desde que aceptó la baja, pero al final él mismo desarmó la estantería, el armario, las camas, empaquetó libros y enseres y dijo adiós a 35 años de vida en Cataluña, descontados veranos y vacaciones de Semana Santa y Navidad, que siempre, religiosamente, procuró disfrutar en su tierra.


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Desde el pasado verano, él y su hija forman parte ya de las 60 altas que el padrón de Baza registra como media anual procedente de Cataluña. Unos, como José, son antiguos residentes que vuelven décadas después. Otros, como Marta, son nacidos en Cataluña que adelgazan el padrón de procedencia para hacer crecer el andaluz. Un incesante goteo que ha contribuido a situar a Andalucía en 7.234.873 habitantes. Consuelo, Susana y Arturo, los tres hijos que Arturo de la Vega se trajo a Utrera, también son nacidos en Cataluña. Como María del Mar, la hija pequeña de Joaquín Campoy, que se vino con él a Adra. Este flujo constante ha permitido incluir 5.000 altas de media en los padrones andaluces desde hace 20 años. Y un salto migratorio favorable a Andalucía de más de 2.000 personas por término medio al año.

El factor dinero

Para el demógrafo Alberto Olano estos números tienen una trascendencia importantísima a medio y largo plazo. Durante muchos años, el flujo era sólo de ida. En un momento dado se iguala y más tarde se invierte. Continúa habiendo andaluces que se marchan a Cataluña, pero la media anual es menor en 2.000 personas. Inevitablemente, esto repercute en las cifras totales de habitantes de una y otra Comunidad. En Cataluña superaron los seis millones por primera vez en 1991 y cinco años después tienen 30.546 habitantes más que en aquel entonces. Mientras tanto, en Andalucía, durante ese mismo periodo, aparecen 294.351 ciudadanos más. El factor responsable de este aumento no es únicamente el retorno, pero su importancia reside en que hasta hace poco no sólo no existía, sino que el fenómeno era inverso. Así, la población andaluza ha crecido el 4,24%, mientras que la catalana sólo lo ha hecho en un 0,50% entre 1991 y 1996. De ahí quizá la urgencia del Gobierno andaluz porque se apliquen estos datos que les favorecen en la participación de los ingresos del Estado, lo que supondría unos 40.000 millones de pesetas al año a su favor.

¿Por qué surge la necesidad de volver? ¿Cómo es posible que lo hagan en los albores de la tercera edad, en muchos casos separándose de sus hijos y privándose de ver crecer a sus nietos? ¿A qué vuelven?

«Yo creo que en Cataluña está todo hecho y en Andalucía queda mucho por hacer».

Quien habla así es Emilio Martínez Higueras, de 55 años, uno de los pioneros del retorno. Aunque tiene la misma edad que la mayoría de los que ahora regresan, Emilio no esperó tanto. Se había marchado a Sabadell con su padre cuando tenía ocho años y tan sólo 12 después, en el horizonte de los 20, aprovechó una de las vacaciones de verano y se quedó en Andújar (Jaén).

«Desde los 13 años yo aprendí mucho en Sabadell (Barcelona)», cuenta Emilio. «Todavía parece que estoy viendo aquellos carteles que proliferaban por todas partes: 'Se necesita aprendiz'. Y aprendí. Aprendí lo que había que trabajar para ganar 100 pesetas a la semana, luego 200, más tarde 900, para llegar en poco tiempo a 3.000, que en el año 62 era un dinero. Todo lo que aprendí procuré aplicarlo en el taller mecánico que puse aquí».

Trabajo para todos

De los nueve hermanos de Emilio Martínez Higueras, cuatro más siguieron su camino. Hoy son cinco en Andalucía y cinco en Cataluña. Hay ya una amplia estirpe de nietos, yernos y nueras, cuñados y sobrinos entre los que se desenvuelven orgullosos los abuelos, aunque lamentan la dispersión.

«Se podía trabajar todo lo que quisieras. Por donde fueras te encontrabas carteles», dice Josefa Cava, la mujer de Arturo de la Vega. «Y nadie se andaba con pamplinas ni se le caían los anillos por hacer lo que hubiera que hacer. Así se sacaban las familias a flote. Sumando sueldos, trabajando todos, echando horas... Veías que te lucía, que la casa salía adelante».

«Esa fuerza», apuntalan Emilio, de Andújar, y su hermano Gabriel, «es la que creemos que estamos en condiciones de volcar ahora aquí. Los andaluces somos muy trabajadores, y si lo hemos sido fuera, ¿por qué no podemos serlo dentro? Creo que muchos lo vamos entendiendo, y eso le está dando vida a nuestros pueblos».

La población de Andújar, la localidad a la que volvieron los hermanos Martínez Higueras, se estancó en 35.000 habitantes en los setenta y así ha permanecido durante casi veinte años. A comienzos los noventa el censo comenzó a remontar y desde entones ha aumentado casi un 10%. 73 de cada 100 regresados son hijos del pueblo que han vuelto de Cataluña, como Emilio y Gabriel. En 1993 retornaron 112 personas y 80 eran de la tierra. Y en 1995 sólo ocho de los que volvieron no eran andaluces.

«Nos tira la tierra», afirma Emilio, «y no debe ser un sentimiento de poca importancia cuando somos tantos los que tomamos una decisión tan trascendental como levantar una casa para montar otra. Y eso contando con que, en muchos casos, las familias se dividen».

Emilio, Gabriel, José, Joaquín o Arturo han trabajado sin descanso fuera y dentro de su tierra. Arturo, que fue despedido en 1993 de su empleo de técnico de mantenimiento de máquinas de escribir tras la llegada de los ordenadores, está desde entonces instalado en Utrera, ayudando a su mujer a sacar adelante un bar. Sus tres hijos menores se vinieron con ellos y ayudan en el negocio.

Arturo, hiperactivo, ha trasladado a Utrera su talante. Apuesta por un futuro atractivo, pero en la tierra donde nació. En Prat fue miembro fundador de la Casa de Andalucía, organizador de encuentros entre andaluces de todo tipo, conductor de un programa de flamenco en la radio local... Todo a partir de un trabajo y de una primera supervivencia difícil en una barraca del Campo de la Bota. Hasta que le dieron su primer piso en Prat. Porque el denominador común de los que regresan es una llegada épica. Un momento que quedó fijado en la memoria de la mayoría con la fuerza de las experiencias imborrables. Fue casi un salto sin red. Equipaje y cartera escasos, algún familiar cercano o retirado que venía a buscarlos a la estación de Francia y un lugar mínimo para abrirse camino los primeros días. Así llegó en 1966 Juan Antonio Nadal, dejando en Adra una mujer, cuatro hijas y dos hijos. Buscó trabajo en el puerto y a los tres meses consiguió disponer de un piso en Badalona al que se trasladaron todos con él.

Si Juan Antonio Nadal llegó con la maleta de madera y Arturo de la Vega se instaló en una barraca, José Martínez encontró acomodo en una habitación de Santa Coloma (Barcelona), donde unos primos de su mujer le dieron cobijo a ellos y a su primer hijo recién nacido.

«Éramos 14 compartiendo una misma habitación. A los pocos días, cuando encontré trabajo en una fundición, pudimos alquilar una para nosotros solos». Buen recuerdo La sordidez de los difíciles comienzos ha quedado difuminada con el tiempo y ahora el buen recuerdo prevalece entre las constantes que destacan la mayoría de los que regresan.

«Lo que a mí me apoyaron en Cataluña no me han apoyado en mi tierra», afirma Juan Antonio.

Pero ha vuelto. Él, su mujer, y su hijo menor, que ya tiene 33 años y se casó con una almeriense.

Joaquín Campoy valora complacido la formalidad de los catalanes; Arturo de la Vega y su mujer, «lo educados que son»; José Martínez García, su disposición frente al trabajo, y Emilio Martínez Higueras, la cultura empresarial.

«Son emprendedores», dice su hermano Gabriel, que regresó a Andújar hace ya algunos años y regenta con Emilio un taller y un café bar en el pueblo. «Nosotros hemos aplicado aquí parte de lo que aprendimos allí y nos ha ido bien».

Hay una serie de características que coinciden entre los andaluces que han iniciado el camino de retorno. De la pura y dura lucha por la supervivencia pasaron a poder adquirir un piso, darles carrera a sus hijos, comprarse un coche y pasar las vacaciones en su tierra; de ahí a soñar con volver... y a llevarlo a cabo cuando las circunstancias lo propiciaron.

Emilio se vino porque su padre lo traía de vacaciones a Andújar y le gustó. Un verano se quedó. Joaquín, porque el trabajo en la mar le bonificaba dos años por cada 10 trabajados y antes de los sesenta consiguió la jubilación plena. Arturo y José, porque la reestructuración les vino con poco más de 50 años y pudieron adelantar algo con lo que habían soñado siempre...

Pero lo que muy pocos pueden evitar es que las familias acaben partidas. Hijos en un lado y en otro, hermanos separados, nietos aquí y allá.

«Ahora tenemos que ir para la comunión de la nieta. Si no puedo yo, irá mi mujer sola», cuenta Arturo de la Vega.

Ahora que están «en casa» se organizan para llenar su vida. Como José Martínez, dedicado a la educación de su hija menor y al cuidado de un poco de tierra que su hijo mayor, residente todavía en Cataluña, adquirió hace años en el pueblo. Joaquín Campoy da clases de reparación de redes en el puerto de Adra y recoge firmas para cualquier iniciativa ciudadana. Emilio, Gabriel y Arturo tienen ocupaciones en negocios cara al público.

Así, aparentemente satisfechos, sobrellevan un retorno de tintes agridulces no exento de contradicciones. En Cataluña no llegaron a integrarse y en Andalucía despiertan a veces las suspicacias de quienes ya no contaban con ellos. Ni triunfaron ni fracasaron. Sencillamente sobrevivieron.

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