Cuando llegó el día señalado para la botadura,
abuela vestía de luces y portaba su parasol como una auténtica
torera primaveral. Le señalé hacia el camión. Le abrí
la puerta con gran reverencia, a lo Sir Walter Raleigh, al mismo tiempo
que la tomaba de la mano para ayudarla a subir al vehículo. Estaba
contentísimo. Era la primera vez que manejaba la camioneta de mi
padre. El ignoraba lo que estaba ocurriendo, pues él y mamá
andaban de fiesta. Durante la noche, abuela había robado las llaves
que colgaban de la puerta del armario. Arrancamos y salimos en dirección
a los matorrales. Al llegar, nos bajamos y con gran esfuerzo y tres poleas
nos arreglamos para colocar la canoa dentro del pick-up. Serían
como las tres de la madrugada y ambos íbamos eufóricos. Yo
porque por primera vez conduciría por toda la U.S. 1, y ella por
el gusto de ver que su empresa tocaba a su fin.
Estacioné de un solo corte la camioneta y nos dirigimos a alquilar
nuestro remolcador. Nos montamos en el barco y abuela destapó una
botella de coñac que llevaba debajo de la falda. Luego de atragantarme
con el primer sorbo, abuela me pidió que cuando regresara a puerto
me bebiera el resto. Ella bebió el suyo de un solo golpe.
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